Nuestros sobrinos, Alfred júnior y Rocco, parecen dos banqueros en miniatura con sus corbatas de lazo y las servilletas recién planchadas sobre las piernas.
– He oído que Pamela los llevó al curso «Los buenos modales y yo» en Nuestra Señora de la Misericordia. Se portan tan bien… -dice Tess con un suspiro.
– ¿Tenían otra opción? -Tiro otra vez del frente del vestido, miro el reloj, siento como si hubieran pasado quince años entre la sopa y la ensalada-. El señor Delboccio me ha tocado el culo.
– Qué repulsivo -dice Tess.
– Si te digo la verdad, con el Spanx puesto apenas lo sentí. Me podría sentar en una parrilla caliente y no me enteraría.
– Entonces, ¿cómo sabes que te tocó?
– Por la cara de la señora Delboccio. Creía que cogería el candelabro y le golpearía.
– Probablemente ya ha bebido demasiado. Y ahí hace tanto calor que el licor se va directo al cerebro y lo pone en salmuera. Prométeme que te casarás durante una tormenta de nieve.
– Lo prometo, y también prometo que me casaré en el ayuntamiento un martes.
– Vamos, te perderías todo esto. -Tess gira la cabeza para mirar el mar de parientes y luego vuelve a mirarme-. Bueno, el ayuntamiento está bien, vestiremos nuestros trajes: trajes de día y ramilletes en las muñecas.
Aparecen por las puertas de la cocina, como pepitas de chocolate en la masa de una tarta, los camareros vestidos de esmoquin. Con una mano cargan enormes bandejas plateadas llenas de alimentos y cubiertas con campanas de metal y, con la otra, abren súbitamente unas mesas plegables de metal y colocan las bandejas encima. En rápida sucesión, colocan en la mesa los platos llenos de solomillo, una delicada guarnición de puré de patatas y largos espárragos frescos. Al ver que se sirve la comida, la pista de baile se vacía de inmediato. Los invitados regresan a sus mesas como un equipo de fútbol que se dirige al vestuario durante el descanso. Tess se pone de pie.
– Debo irme, viene el plato principal.
Los «amigos» toman sus asientos y asienten aprobatoriamente ante los platos. El solomillo es caro y demuestra el nivel de opulencia, algo que los italoamericanos aprecian más que el fin de la guerra fría y los tubos de pasta de anchoa por encargo.
– Entonces, ¿cómo va la zapatería? -pregunta Ed Delboccio. Su calva se parece a las campanas de plata de las fuentes de ensalada que los camareros han apilado en la esquina-. Dime una cosa, ¿en estos tiempos alguien quiere zapatos hechos a mano?
– Por supuesto. -Trato de no sonar irritada, pero seguro que no lo he logrado, porque todos en la mesa me miran.
– No te ofendas -dice el señor Delboccio, y sonríe-, es sólo una pregunta para sacar un tema de conversación. ¿Por qué alguien encarga zapatos hechos a la antigua usanza si puede comprarlos baratos en estos centros comerciales de saldos? Shirley es una asidua de esos almacenes, KGB…
– DSW -lo corrige su esposa.
– Lo que sea, lo bueno es que me he ahorrado un montón de pasta en estos lugares de saldos, créeme.
La señora Delboccio le da un codazo.
– Por Dios, Ed, es totalmente diferente. No le compras zapatos a Valentine como si los compraras en Payless. Son un lujo. Y Valentine trabaja con Teodora, ella es… -Me hace señas con el tenedor mientras busca la palabra.
– Ella es la maestra y yo soy su aprendiza.
– También cuidas de tu abuela, ¿verdad? -dice la señora Delboccio.
– Ella se cuida sola.
– Pero vives con ella, lo cual está muy bien. Estás renunciando a tu libertad por cuidar a Teodora, eso es muy generoso.
La señora Delboccio sonríe, sus labios se estiran como la cremallera de un monedero. Su cabello color magenta está apilado sobre su cabeza y lo ha rociado con laca para darle un acabado brillante. Se ajusta el prominente collar de oro stampato. Las uñas púrpura combinan con su vestido, que hace juego con los zapatos.
– Hoy en día es raro encontrar una chica que cuide de una persona mayor -dice el señor Delboccio. Cuando se inclina hacia mí exhala su aliento, que huele a una mezcla de canela y embutido de cabeza de jabalí, no estropeado, sólo refrigerado-. Por eso estoy ahorrando, me iré a uno de esos apartamentos en un hogar de ancianos. Tendré que pagar por lo que mis padres y los de Shirl tienen gratis. Cuando llegue la hora, Dios no lo permita, dudo que nuestros hijos nos acojan.
La señora Delboccio le lanza una mirada reprobatoria.
– Bueno, no lo harán, Shirl. Hay que admitirlo -replica el señor Delboccio mientras toma su cuchillo y aplasta un poco de patata contra el pedazo de carne que ya está en su tenedor y lo mete en su boca-. Ellos tienen sus propias vidas, no es como nuestra generación. Nosotros acogíamos a todos los miembros de la familia sin tener en cuenta su condición; no imagino a nuestros hijos haciendo lo mismo.
– ¿Por qué te convertiste en zapatera? -pregunta la señora La Vaglio. Es una rubia delgada, lleva, aún hoy, el mismo corte de pelo que Linda Evans en Dinastía. Los La Vaglio viven en Ohio. Supongo que mi historia no es conocida en el Medio Oeste.
– Daba clases de literatura en un instituto de Queens -empiezo.
– Y entonces rompiste con tu novio. ¿Cuántos años estuviste con él? -me interrumpe. Supongo que, después de todo, mi historia sí llegó a Ohio.
– Durante la universidad y algo más. -No iba a dar una cronología a esta gente. Usarían la pasta de aceitunas para marcar mi frente con una P de «perdedora».
– Tu primer amor -dice la señora Delboccio, y mira a su marido-. Ed y yo tenemos la misma historia, con un final diferente. Lo conocí cuando tenía dieciocho, nos casamos a los veinticuatro y aquí estamos.
– Sois una inspiración para todos nosotros -digo, poniendo demasiada sal en mi ensalada.
– Gracias -dice Shirley con aire satisfecho.
– Tu madre estaba muy preocupada por ti en esa época -dice Sue Silverstein mientras se estira y me palmea la mano.
– No hay de qué preocuparse. Adoro las vicisitudes que he tenido en la vida. -Es adorable que los amigos de mis padres beban demasiado y me digan cosas que ni mi madre me diría.
– Una actitud positiva lo es todo -dice Max Silverstein, amenazándome con su tenedor.
– Sabes que nuestro hijo Frank está completamente disponible -dice la señora Delboccio antes de sorber su vino-. No es gay -añade a continuación-, sólo es selectivo.
– Bueno, yo estoy buscando selectividad -digo con una sonrisa forzada.
La señora Delboccio oprime el muslo de su marido debajo de la mesa, para que él recuerde que he dicho algo positivo sobre Frank.
– ¿Hace cuánto que te plantaron? -pregunta el señor Delboccio.
– ¡Ed! -chilla su esposa.
– Tres años -digo entre dientes.
El señor Delboccio silba por lo bajo y dice:
– Tres años desde tu gran momento.
– ¿Ahora sales con alguien? -pregunta la señora La Vaguen -Si fuera así, lo habría traído a la boda. -La señora Delboccio habla de mí como si el vino que me bebo con glotonería fuera una poción mágica que me hiciera invisible.
– Podría conseguir una cita, mírala. -El señor Delboccio contempla mis pechos como si fueran dos peces exóticos nadando en direcciones opuestas en un estanque-. Debe de querer estar sola.
– No os preocupéis por mí -digo apretando los dientes-. Estoy bien.
– Nadie dice que no lo estés -dice el señor Delboccio, que termina su bombón con té helado y golpea el vaso en la mesa como si fuera un hacha. Busco a los camareros con la mirada. ¿Podría alguien servir a este tío, por favor? El camarero interpreta mi señal, pero trae un recipiente con salsa. El señor Delboccio remoja en ella lo que queda de su carne-. Valentine, así están las cosas: como mujer, tienes una ventana. Una ventana que te ofrece la oportunidad de mostrar el rostro, la figura y la vitalidad para atraer a un hombre. Ergo, tienes que agarrar a un chico mientras la ventana esté abierta, porque una vez que se cierra, bam, pierdes la oportunidad, y estás en un armario sin ventilación. Sola. ¿Entiendes? Se ha cortado el oxígeno, ningún hombre puede sobrevivir ahí. ¿Lo coges? Tic, toe. Un hombre siempre puede encontrar una mujer, pero una mujer no siempre puede encontrar a un hombre.