Jaclyn le muestra el dibujo del vestido a Alfred.
– ¿Qué es esto?
– El vestido de Bergdorf.
Alfred lo mira y dice:
– Debe de ser una broma.
– Definitivamente es un reto de diseño -digo, forzando una sonrisa.
– ¿De verdad crees que esto cambiará el destino de la compañía de zapatos? -dice mientras niega con la cabeza.
– Lo único que nos queda es intentarlo -digo en el mismo tono, resistiéndome a la tentación de contraatacar. Le quito el dibujo, lo deslizo dentro de su sobre de nuevo y lo pongo en la mesa detrás de mí. Una tranquilidad tediosa se establece en la mesa. Roman inspecciona nuestros platos y se asegura de que sus invitados tengan lo que necesitan. Se levanta con rapidez y rellena nuestras copas de vino.
– ¿Cómo te sientes? -le pregunta Charlie a mi padre.
– Bastante bien, Ghuck. Bueno, a veces me escuecen mis partes inferiores…
– No mientras comemos, cariño -dice mamá.
– ¡Eh!, él preguntó. Y sí tengo una sensación de escozor.
– ¿Cuándo partes para Italia, abuela? -pregunta Alfred para cambiar de tema.
– En abril, Valentine viene conmigo.
– ¿Por qué?
– Voy a conocer a los proveedores -explico.
– En abril, me encanta Italia en abril -dice Roman mientras cruza los brazos.
– Deberías venir con nosotras -le digo, y le aprieto la mano.
– Quizá lo haga.
– Yo me uniría, pero es la temporada de siembra en Forest Hills -dice mi madre en broma.
– Para que quede constancia, no podemos tener más flora y fauna en Austin Street -dice mi padre, balanceando su tenedor hacia mi madre.
– Cariño, dices eso y luego, voilà, aparece otro maravilloso rododendro o una enredadera de polemonios amarillos proliferando en algún lugar del jardín.
– Siempre hay lugar para otro polemonio -digo yo, pasando el pan a Jaclyn, que encuentra tan graciosa la palabra polemonio que no puede parar de reír.
– ¿Ahora qué?
– No lo sé -se ríe, nerviosa-, es como si hubiera comido mucho azúcar y estuviera en una atracción del parque de Six Flags. Por dentro no me estoy riendo. Lo juro -vuelve a reír-, ja, ja, ja.
– Yo nunca tuve esos cambios de humor cuando estuve embarazada -dice Tess.
– ¿Bromeas? Eras como Glenn Cióse con permanente. Te escondías en los armarios, leías mis correos electrónicos. Jurabas que tenía una aventura -dice Charlie.
– No lo recuerdo -insiste Tess-. Pero ¿el parto? Esa es otra historia. -Tess corta un trozo de pan en dos y le pone mantequilla-. Dicen que lo olvidas, pero no.
– Tess, me estás asustando -dice Jaclyn. Tom le da una palmada en la mano.
Roman me mira y arquea las cejas. Se pone de pie, coge la fuente de los raviolis y va sirviendo alrededor de la mesa. Advierto que está a punto de estallar. Entre el escozor de la ingle de mi padre, las quejas de Tess y Charlie y el lloriqueo de Jaclyn, ésta no es precisamente la clase de conversación ligera que va bien con unos raviolis hechos a mano. ¿Qué le pasa a mi familia? Parecen casi molestos de estar aquí, como si ir a un restaurante de moda en Manhattan fuera un sacrificio extremo. Además de su hosco ánimo, parecen olvidar la cantidad de trabajo que Roman ha puesto en esta comida para ellos.
Intento enmendar la situación y digo:
– Roman, los raviolis están para chuparse los dedos.
– Gracias. -Roman toma asiento.
¿Por qué no están elogiando su comida? Doy un puntapié a Tess por debajo de la mesa.
– ¡Ay! -exclama ella.
– Perdona -digo yo, mirándola, pero ella no coge la indirecta.
Cuando Tess salía con Charlie, me desviví por hacer que se sintiera aceptado. Escuché las monótonas disquisiciones de Charlie sobre cómo instalar sistemas de seguridad en el hogar hasta que los ojos me dieron vueltas en la cabeza, como aceitunas de Martini. Cuando Jaclyn empezó a salir seriamente con Tom, ella nos advirtió de que era «tímido», para que nos asegurásemos de incluirle en todas las conversaciones. Finalmente, él nos dijo a Tess y a mí que nos apartáramos, que no era necesario que lo incluyéramos en nuestras conversaciones aburridas, que ya tenía suficientes en el trabajo. Fracasamos con Pamela, pero no fue por falta de ganas; ella simplemente no comparte aficiones con nosotros, como comer, así que siempre ha sido difícil encontrar un espacio común. Cuando Alfred salía con ella, nos comportamos de la mejor manera, pero cuando se casaron era ya demasiado trabajo.
En este momento, mientras echo un vistazo a la mesa, descubro que la reciprocidad para las actitudes amables que he tenido hacia mis hermanas y mi hermano cuando trajeron a alguien nuevo a la familia se ha ido al garete. Parece que están demasiado hartos, desmotivados y viejos para ponerle buena cara a Roman. Él recibe de mi familia el tratamiento de coche de segunda mano, cuando al resto de los cuñados se los trató como Cadillacs. Está casi aceptado que Lagraciosa no es una jugadora seria en el romance, así que ¿para qué molestarse? Por qué usar la vajilla buena con Roman, de todos modos no andará mucho por aquí. Pero se equivocan. Son mi familia, deberían estar de mi lado y, ojalá, apoyar mi felicidad. Es obvio que esta noche eso les importa poco. Están aquí, en uno de los restaurantes preseleccionados por la New York Magazine para ser el mejor establecimiento italiano, como si comieran un grasiento perrito caliente envuelto en papel de cera, frente al estadio de los Yankees. ¿No se dan cuenta de que esto es especial? ¿Que él es especial?
– ¿No diréis al chef lo que pensáis? -digo tan alto que incluso Roman se sobresalta. La familia suelta una maraña de «mmmm», «qué bueno», «estupendo», todos a una, que suena fingida.
Y luego Alfred dice:
– ¿Quién paga el viaje a Italia?
– Nosotras.
– Más deuda -dice, y se encoge de hombros.
– Necesitamos cuero para hacer los zapatos -le suelto.
– Lo que necesitáis es cambiar de planes y vender el edificio -dice-. Abuela, accedí a venir esta noche con la esperanza de que quizá podría explicarle a Scott tus planes.
Ahora estoy de verdad furiosa. Se suponía que esta cena sería una tarde encantadora para conocer a mi novio y ahora se ha convertido en la noche de planificación de la compañía de zapatos Angelini.
– ¿Podríamos hablar de esto en otro momento?
– Tengo una respuesta para Alfred -dice la abuela con tranquilidad.
Alfred sonríe por primera vez en la tarde.
– He estado haciendo averiguaciones -empieza la abuela-. He tenido una larga charla con Richard Kirshenbaum. ¿Te acuerdas de él? -le pregunta a mi madre-. Dirigía la imprenta del West Side Highway, de la que él y su esposa eran propietarios.
– A ella la recuerdo muy bien, Dana, una morena despampanante, con un sorprendente sentido de la moda. ¿Cómo está? -pregunta mi madre.
– Jubilada -dice la abuela con aire inexpresivo-. Bueno, pues le conté a él lo de la oferta y me aconsejó esperar. Dijo que la oferta de Scott Hatcher no era suficiente.
– ¿No es suficiente? -dice Alfred, mientras pone las manos sobre la mesa.
– Eso dijo -la abuela coge su tenedor-, pero podemos hablar acerca de los detalles en otra ocasión.
– ¿Sabes qué, abuela? No tenemos que hacerlo. Puedo ver que Valentine y sus ideas descabelladas te han afectado y que no piensas con lucidez.
– Estoy muy lúcida -asegura la abuela.
– No, sólo estás haciendo tiempo.
– Primero, Alfred, si pudiera hacer tiempo, ya lo hubiera hecho. Es lo único de lo que no tengo suficiente. Aunque ninguno de vosotros lo entendáis, porque no habéis llegado a los ochenta.
– Excepto yo -dice mi padre, agitando su servilleta en señal de rendición antes de añadir-: ¿el tiempo? Es como un maldito gong que suena en mi cabeza en plena noche. Y luego me da el sudor frío de la muerte. Creedme, estoy oyendo el llamamiento a las armas.