Comprendí que mi respuesta a su petición, cuando regresara, no sería un gran momento, el gran momento ya había sucedido. Él me lo había preguntado. Debo reconocer que ésa fue la primera vez en mi vida que me deleitaba en el proceso y no necesariamente en el resultado. Yo era una buena novia, pero ¿esposa? No podía verlo, aunque Bret sí. Ahora la tiene, la vida que desde entonces había soñado. ¿La única diferencia? La tiene con Mackenzie, no conmigo.
No aspiro a una vida tradicional. Si lo hiciera, asumo que ya la tendría. Mi hermana piensa que quiero una vida como la de ella, con un marido e hijos. ¿Cómo explicarle que a mis treinta años quizá no quiero alcanzar ninguna línea de meta a la que todos parecen precipitarse? Quizás a mis treinta años quiero el precioso tiempo que he tenido con la abuela y decidir qué camino seguir en la vida. ¿Estabilidad o aventura? Son cosas muy diferentes.
Cuando observo a la abuela, veo lo frágil que puede ser el concepto de tradición. Si dejo de mirar la manera en la que amasa el pan de Pascua o si no estudio la forma como realiza una costura en la gamuza o si pierdo la imagen mental que tengo de ella cuando consigue un mejor acuerdo con el vendedor de los botones, de alguna manera la esencia de ella se perderá. Cuando se vaya, la responsabilidad de continuar caerá sobre mí. Mi madre dice que soy el guardián de la llama, porque trabajo aquí y he elegido vivir aquí. Una llama es también una cosa muy frágil y a veces me pregunto si soy la persona adecuada para mantenerla encendida.
El viento arrecia. Escucho el chasquido de la vieja malla de la puerta. Me vuelvo, mi corazón late un poco más rápido, esperando durante un segundo que, después de todo, Roman haya conseguido venir. Pero sólo es el viento.
Esa tarde, cada vez que paso por la encimera de la cocina me pregunto: ¿debería calentar la lasaña ahora o esperar a que vuelva la abuela mañana por la noche? Una de las reglas de etiqueta en las que mi madre insiste es que nunca se debe cortar la tarta antes de que los invitados lleguen. Se debe presentar con propiedad y entera a los invitados, como un regalo. Si me como un trozo esta noche, la lasaña se convertirá en sobras en lugar de ser un gesto de bienvenida a casa. Así que la pongo de nuevo en la nevera.
El timbre suena, presiono el botón del telefonillo.
– Comida a domicilio -dice Roman.
Le abro y luego voy a la parte superior de las escaleras y enciendo las luces.
– Hola, Valentine.
Roman me sonríe desde el fondo de las escaleras. Su rostro es casi lo mejor que he visto nunca.
– Creía que trabajabas esta noche.
– Estoy haciendo novillos, así que puedo estar con mi chica -dice. Sube los escalones de dos en dos, empuñando una enorme bolsa de la compra. Tira la bolsa cuando llega hasta mí, me levanta en sus brazos y me besa-. ¿Te he sorprendido?
Le beso con ternura en la mejilla, en la nariz y luego en el cuello, esperando que cada beso repare los estúpidos pensamientos que tuve sobre nosotros esta mañana en la terraza. No soy buena mintiendo, así que confieso:
– Estoy sorprendida, ya me había dado por vencida.
Roman me mira preocupado y dice:
– ¿Te habías dado por vencida de qué?
– De verte antes de que la abuela volviera a casa.
– ¡Ah! -dice, y parece aliviado-. Bueno, estoy aquí y no me iré a ninguna parte -me besa de nuevo. Dejo que las palabras «no me iré a ninguna parte» jueguen en mi mente como una sencilla melodía. Roman coge la bolsa y me sigue al salón-. Te prepararé la cena.
– No tienes que hacerlo, he preparado lasaña.
– Me parece que no -dice, sacando de la bolsa una botella de vino-. Empezaremos con un Brunello, cosecha de 1994.
– Entonces ni siquiera tenía la edad legal para beber.
– Ya tenías edad suficiente.
Roman ríe mientras descorcha el vino y lo coloca en la encimera. Toma dos copas del estante y las llena. Me trae una. Brinda y bebemos, luego me besa. El exuberante vino en sus labios hace que los míos se estremezcan.
– ¿Te gusta? -me dice. Asiento con la cabeza-. Prepárate. Tengo un vino para cada plato.
– ¿Cada plato?
– Aja -dice riendo-. Tenemos dos.
Saco un taburete de debajo de la encimera y tomo asiento. Le observo mientras vacía la bolsa. Es como una de esas cajas del circo de las que piensas que ya ha salido el último cachorro cuando de pronto otro salta hacia fuera y se une a la fila. Roman coloca caja tras caja, bandeja tras bandeja, envase tras envase, hasta que la mayor parte de la encimera está llena de exquisiteces sin marca.
Roman abre los armarios, saca una sartén grande y una más pequeña. Con rapidez, pone mantequilla en una y echa unas gotas de aceite de oliva en la otra.
Mete las manos en la bolsa y me pasa una pequeña caja blanca.
– Esta es para ti.
La sacudo y digo:
– Deja que adivine, ¿una trufa?
– Te estoy aburriendo con mis platos con trufa. No, no es una seta.
– Vale -digo, mientras la abro. Una rama de coral, del color de una naranja sanguina, descansa sobre un cojincillo de algodón blanco. La saco de la caja y la deposito en mi mano. Los sólidos dedos de la joya cerosa conforman una figura curva adorable que yace en mi mano-. Coral.
– De Capri.
– ¿Has estado allí?
– Muchas veces -dice-. ¿Y tú?
– Nunca.
– Bueno, te llevaré por tu cumpleaños. Ya lo he planeado con la abuela. Cuando voléis a Italia el próximo mes, y hayáis acabado vuestro trabajo, al final de la estancia, nosotros dos iremos una semana a Capri. Nos quedaremos en la Quisisana. Un viejo amigo es el chef de un restaurante ahí. Comeremos, nadaremos y nos relajaremos. ¿Qué te parece?
– ¿Es en serio?
– Muy en serio -dice Roman. Se apoya en la encimera y me besa.
– Me encantaría ir a Capri contigo.
– Me estoy ocupando de todo. Sólo tú, yo y el océano, ese cielo y ese lugar. Será la primera vez que vaya enamorado.
– ¿Estás enamorado?
– ¿No lo sabías?
– Tenía la esperanza.
– Pues lo estoy -dice, abrazándome-, ¿y tú?
– Completamente.
– Hay un viejo truco que aprendí de los habitantes de Capri cuando estuve allí. Todo el mundo quiere ir a la gruta azul y los turistas las invaden. Así que idearon un anuncio que decía: «NON ENTRARE ALLA GROTTA». Cuando el cartel está expuesto, el guía de turistas dice a la gente de la barca bote que el oleaje es demasiado fuerte para entrar, pero de hecho, los locales ponen el cartel para alejar a los turistas mientras ellos están dentro nadando.
– Eso es una tomadura de pelo. ¿Qué ocurre si es la única vez que los pobres turistas pueden visitar Capri y se pierden la gruta azul?
– El guía rodea la gruta y vuelve más tarde, cuando ya no está el cartel, y entonces navegan dentro.
– ¿Cómo es la gruta?
– En todos los lugares que he vivido he intentado pintar una habitación con ese tono de azul y nunca lo he conseguido. El agua está tibia. Algún viejo rey la usó como un pasaje secreto para atravesar al otro lado de la isla. Muchas cosas decadentes pasaron ahí dentro. -Roman tira de mí-. Y habrá más esta primavera.
La cocina se llena con el olor de la mantequilla caliente. Roman se gira rápidamente y retira la sartén del fuego, añade ajo y hierbas, los sacude en la mantequilla y crea una mezcla suave.
– Muy bien -dice-, dejaré esto aquí. Primero tenemos caviar. Del mar del Norte.
Abre un envase que produce un chasquido y coloca sobre un plato una delgada pizzelle, que parece una bollo circular desinflado.