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– Ed, no más bombón. -La señora Delboccio mueve el vaso de su esposo y me mira con gesto de disculpa-. Valentine tiene mucha vida por delante.

– Nunca he dicho que no la tenga, pero ¿te acuerdas de mi hermana Madeline, la que se mudó con mamá cuando a mamá le encontraron el tumor cerebral? Mi pobre madre padecía un dolor de cabeza que se convirtió en un cáncer masivo de la noche a la mañana. Como sea, ¿qué edad tenía Mad entonces? Treinta a lo sumo. Se mudó, se encargó de mamá hasta que murió, descanse en paz, y entonces Madeline se quedó sola, ¿adónde iba a ir? Era la tía solterona. -Ed busca su panecillo para untarlo con mantequilla; ya se lo ha comido, así que toma el de su esposa-. Todas las familias italianas tienen una como tú.

Abro la boca para discrepar, pero no sale ninguna palabra. Quizá tiene razón. Me imagino mi futuro en una residencia de ancianos para mujeres solteras. La sala de la televisión en la «residencia Roncalli para solteros» tendría las cabezas de Phyllis Diller, Joan Rivers y Susie Essman colgadas sobre la chimenea. Trofeos de caza mayor para chicas que reparten grandes risas. Por la manera como avanza la tarde, tendré que reservar mi plaza antes de lo que pensaba.

– Madeline era una santa, ella cargó con el fardo que nos correspondía a todos nosotros. Estábamos criando a nuestros hijos, por supuesto, y teníamos nuestras vidas -dice la señora Delboccio, estirando la servilleta sobre su regazo.

– Estar soltero es una forma de vida -dice elevando la voz la señora La Vaglio.

La mesa se sume en un silencio mortal mientras los «amigos» trocean sus filetes. Miro mi reloj. Cualquiera que crea que el tiempo vuela debería sentarse a la mesa de los «amigos», donde el plato principal ha durado más que la guerra del Peloponeso. Haría lo que fuera por estar en la mesa de los «maleducados» en este momento.

El señor Delboccio se inclina y prácticamente se asoma al interior de mi vestido.

– Dios creó al hombre y a la mujer para que hicieran pareja.

Retrocedo y subo la servilleta sobre mi corpiño y alrededor de mi cuello, como un babero.

– ¿Cuántos zapatos haces al año? -pregunta con interés el señor Silverstein, Dios le bendiga.

– El año pasado hicimos cerca de tres mil pares.

– ¿Con cuántos empleados?

– Tres a tiempo completo y cuatro a media jornada.

– ¡Vaya! Parece un negocio bastante saludable -dice el señor Silverstein, y sonríe con aprobación.

La banda toca la entrada de Good Vibrations; los «amigos» bajan sus cuchillos y tenedores.

– ¡Ea! ¡Es el popurrí de los Beach Boys! -anuncia el señor Silverstein. Ellos se levantan, las mujeres se ajustan el talle, las caderas y los traseros de sus vestidos y se dirigen a la pista de baile remolcando a sus maridos.

Me estiro ante la mesa vacía y pongo los pies en alto. Tess se desliza en el asiento vecino mientras papá deposita a la tía Feen en la mesa de la «demencia». Papá echa un vistazo al salón y a continuación se dirige hacia nosotras. Él mide sólo 1,68, pero está bien proporcionado, así que parece más alto. Tiene una cabellera densa entre gris y negra, la nariz prominente de los Roncalli y los labios tensos de su gente.

¡Dios santo, estoy ardiendo! -dice mientras ajusta su corbata como si lucra el dial del aire acondicionado-. Saqué a la tía Feen a fumar un cigarrillo y pensé que tendría un ataque. -Se sienta junto a Tess-. ¿Sabéis que sigue fumando un paquete al día? Sus pulmones deben parecer un colador de espaguetis. ¿Cómo lo lleváis?

– ¡Estupendo! -mentimos.

– Vuestra madre quiere que cante Butterfly Kisses a tu hermana, pero no me sé la letra.

– No le des más alcohol o ella cantará y bailará You Gotta Get Gimmick, la canción de Gypsy, como hizo en vuestro veinticinco aniversario -dice Tess.

– Le dolió la ciática durante meses -dice mi padre, al mismo tiempo que asiente y hace memoria.

– No intentes cantar, papá, diles que pongan el CD, así puedes bailar con Jaclyn -sugiero.

– Eso digo yo, pero ya conoces a tu madre, piensa que las bodas son una oportunidad para interpretar American Idol. Yo trabajo para el Departamento de Parques, no para Simón Cowell. Se espera que un Roncalli, un Angelini o una figura cualquiera se suba ahí y cante. Mi hermano está a punto de levantarse para interpretar el primer acto de Man of La Mancha. Creedme, está a un gin-tonic de The Impossible Dream.

Nuestra hermana Jaclyn está despampanante con un sencillo vestido de novia sin tirantes y una mullida falda de tul. Su delgada cintura se curva mientras avanza entre las mesas, parece un aspa de batidora eléctrica que chorrea glaseado blanco.

Mamá sugirió que la peau de soie blanca del corpiño de Jaclyn estuviera adornada con un ribete tornasolado, color menta, que resalta sus ojos verdes. Fue una maniobra brillante. La abuela hizo para Jaclyn un par de hermosos escarpines de piel con pétalos verdes. Yo le di brillo al cuero hasta que el verde quedó casi completamente desgastado, dejando sólo un indicio de la pátina antigua. Mi hermana pequeña brillaba de pies a cabeza, como un topacio de oriente.

Jaclyn se hunde en la silla de la señora La Vaglio. Es una verdadera belleza; sus rasgos delicados, en perfecta proporción, quedan enmarcados por los brillantes rizos negros.

– ¿Vuestro filete estaba duro?

– No, no, no -decimos papá, Tess y yo al unísono.

– Yo he necesitado una moto sierra para mi filete. -Jaclyn se abanica con el menú impreso-. Valentine, tendrás que ir a por todas en tu brindis nupcial.

– No la presiones -dice Tess con ironía mientras examina a los invitados.

– Hazme un favor. Asegúrate de que todos los integrantes de la mesa de la abuela tengan sus audífonos milagrosos encendidos -digo yo, y siento gotas de sudor en la frente.

– No dejes que esto te afecte, pero mi suegra lo odia todo. -Jaclyn sorbe un poco de mi agua helada, después se pone el vaso junto a la mejilla-. Siempre está haciendo comentarios, como si los irlandeses supieran cómo hacer un brindis divertido. Por favor.

Tess y yo nos miramos. Los irlandeses inventaron los brindis, sin mencionar la historia bien contada, y resulta que son muy buenos en ambas cosas.

– Ten cuidado, Jac. La señora McAdoo ahora es parte de la familia -dice papá-. Sé amable. Una de las cosas más importantes en la vida es llevarse bien con los demás. Sin los demás, estás solo, y cuando estás solo, estás solo. -Mi padre balancea el dedo índice por la parte interior del cuello de su camisa, como si sacara el último residuo de crema para la cara de un pote-. Todo saldrá bien, siempre es así -me dice. Es la voz del optimismo. Mientras tanto, me muerdo el labio con tanta fuerza que me produce dolor de cabeza.

– ¡Valerie! ¡Es tu turno! -me indica el líder del grupo.

– ¡Valentine! -gritan Tess y Jaclyn para corregirlo.

– ¡Como sea! -dice el líder mientras balancea el micrófono hacia mí como si fuera una baqueta.

Cruzo la pista de baile. El padrino está en la batería bebiendo un combinado de aguardiente con melocotón con un grupo de chicos universitarios.

– ¡Déjalos boquiabiertos! -dice papá con alegría.

Jaclyn y Tess me animan con los pulgares en alto y sonrisas tan desnudas que parece que les estuvieran haciendo un blanqueado dental. Miro a Alfred, que da una disertación en la mesa de los «primos» acerca de las alergias al gluten.