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– ¿Recuerdas las galletas pizzelle de la infancia? Ésta es mi versión, en lugar de azúcar las hago con ralladura de limón y pimiento verde.

Abre la lata de caviar y vierte una cucharada en la pizzelle. Añade una pincelada de crème fraîche encima del mar negro de cuentecillas y me lo da. Lo muerdo. La combinación del limón agrio en la pizzelle, el rico caviar y la ráfaga de la crema dulce se derrite en mi boca.

– No está mal, ¿eh?

– Divino.

Observo a Roman mientras deja caer los medallones de ternera en la sartén grande que tiene el aceite de oliva, y encima de la carne, la cebolla picada y los champiñones, remojándolos con chorlitos del vino tinto que bebemos. Añade lentamente nata a la sartén y la salsa adquiere un color entre marrón dorado y borgoña pálido.

– Pasé unos cuatro meses en Capri, en la cocina del Quisisana. Lo mejor que he hecho en mi vida. Tenían un horno exterior abierto, detrás de la cocina. Por la mañana encendíamos el fuego con madera de la playa y lo manteníamos vivo todo el día, asábamos despacio los tomates para la salsa, los vegetales de la guarnición, lo que quieras. Aprendí la importancia de tomarse el tiempo necesario para cocinar. Asaba los tomates hasta conseguir su esencia, con el calor la piel se convertía en tiras de seda mientras la pulpa se volvía rica y robusta. Ni siquiera tienes que hacer salsa con ellos, sólo los añades a la pasta, así son de dulces.

En la sartén pequeña, donde las hierbas se sofríen en la mantequilla, Roman vacía el envase del arroz con aceitunas, alcaparras, tomates y hierbas. Mientras el vapor brota del arroz y la ternera chisporrotea, él prepara la encimera para la cena.

Roman tiene unas manos hermosas (como suele suceder con la gente que trabaja con las manos), dedos largos que se mueven con gracia, diestros y parsimoniosos. Es fascinante observarle cortar y picar, el cuchillo marca un ritmo constante mientras destella contra la madera.

– Las noches en Capri son las mejores. Después de trabajar, bajábamos a la playa y nos encontrábamos con un mar tranquilo y tibio. Me ponía a flotar en el agua salada, miraba la luna y dejaba que las olas me cubrieran. Me sentía curado. Luego, encendíamos una gran hoguera y asábamos langostinos, que comíamos con vino elaborado en casa. Ésa es mi idea de felicidad -dice mirándome-. Estoy impaciente por llevarte.

Roman es muy organizado cuando trabaja, ordena la cocina conforme avanza, quizá su pulcritud venga de la necesidad, ya que trabaja en espacios pequeños. Nada se desperdicia cuando Roman cocina, respeta cada tallo, hoja y retoño de una hierba que utiliza, la examina antes de picarla o de mezclarla en una receta. La comida común se convierte en sus manos en elementos de deleite que crujen suavemente en la mantequilla, humean en la nata y chisporrotean en el aceite de oliva.

Roman abre un envase que está lleno de vegetales finamente picados: pepinos verdes y brillantes, tomates rojos, pimientos amarillos y trozos de queso parmesano fresco. Rocía los vegetales con un vinagre balsámico que sale de una botellita con un tapón dorado y dice:

– Esto es muy especial, tiene veinte años. ¡La última botella! Proviene de una granja de las afueras de Génova. Lo hace mi primo.

Roman llena dos tazones con la ensalada. Recuerdo haberle dicho cuánto amaba los vegetales crudos finamente pi-gados. El también lo recuerda y me los da. Abre una segunda botella, este vino es vulgar y vigoroso, un Dixon de Borgoña del 2006. Se gira hacia el fogón y voltea la carne, que produce una nube de vapor. De la sartén con el arroz emerge una neblinosa nube. Roman baja el fuego y sirve la mezcla de arroz caliente en los platos. Se pone el paño de cocina en el hombro y levanta la otra sartén. Coloca diestramente un magro trozo de ternera, primero encima de mi plato de arroz y, luego, sobre el suyo. Después, sirve la salsa de la sartén encima de la carne y el arroz.

– ¿No deberíamos sentarnos a la mesa? -le pregunto.

– No, esto es mejor -dice. Saca un taburete y se sienta frente a mí-. Cuando me pongo ahí, me siento como si estuviera en una reunión del consejo de directores.

Cojo mi cuchillo y corto la ternera, pero no lo necesito. Separo un trozo con el tenedor. La deliciosa salsa se combina con el sabor de la carne en una explosión de sabores acentuada por las uvas dulces, que tienen ahora un gusto a tierra, vigoroso. Mastico el sabroso bocado.

– Cásate conmigo -le digo a Roman.

– Y yo que pensaba que ibas a romper conmigo.

Pongo mi tenedor en el plato y le miro.

– ¿Por qué ibas a pensar tal disparate?

– Venga, Valentine, soy el peor de todos. Realmente he echado a perder las dos últimas semanas. Teodora se había ido y yo había planeado venir cada noche y pasar mucho tiempo contigo.

– No pasa nada -tartamudeo. Es como si la gaviota hubiera entregado a Roman el mensaje de la epifanía que tuve esta mañana. El en verdad puede leer mis pensamientos.

– Sí pasa. Quería estar contigo, pero las cosas se pusieron feas en el restaurante y lo estropeé. Es lo que hay. Pero me siento muy mal por eso. Y quería hacerte algo especial.

– Odio que pasemos tanto tiempo disculpándonos por trabajar duro. Así son las cosas. Los dos estamos tratando de construir algo.

Me encanta notar cómo esta mañana estaba dispuesta a matarle y ahora lo estoy disculpando. Esto seguramente entra en la categoría «cómo ser adorable», ¿o no?

– No sé qué más hacer. No sé cómo manejar un restaurante y no tener que estar allí las veinticuatro horas del día. No lo creo posible. Bueno, en el futuro, cuando esté establecido, haya pagado a los inversores y encuentre el chef ideal para reemplazarme en la cocina, entonces esto será una discusión distinta.

Me divierte que Roman emplee la palabra «discusión», pues no estamos teniendo ninguna. Intento ser comprensiva cuando le digo:

– Supongo que no sé dónde encajo en tu vida ahora y no te quiero pedir que me pongas primero, porque eso tampoco sería justo.

Roman cruza los brazos sobre la encimera y se apoya.

– ¿Qué quieres que te diga?

– ¿Adonde crees que va esto? -Ahí está, se lo he soltado, pero en el momento en que sale de mi boca deseo no haberlo dicho y ahora es demasiado tarde. Lo último que quería es que nuestra última noche juntos terminara con una de esas conversaciones.

– Tomo en serio lo nuestro -dice-. No tengo una opinión muy buena de mí mismo como marido, porque ya lo he intentado y fracasé, pero eso no significa que no quiera volver a intentarlo.

– ¿Qué piensas de mi trabajo?

– Me asombra, eres una artista.

– Tú también. -Bebo mi vino-. También eres el chico de la «caja de emergencia.»-¿Qué es eso?

– Al primer indicio de que esto empezaba a hundirse, rompiste el cristal, tiraste de la palanca de freno y salvaste el día con todo esto. Que vinieras esta noche y cocinaras para mí, que me llevaras a Capri sin salir de casa, que me besaras con un estupendo vino en los labios, que me dijeras que estás enamorado de mí. Eso fue la crème fraîche en el caviar.

– Quiero todo esto.

– Roman, te has enamorado de mí.

– No derrocharía caviar del mar Negro en una aventura.

– ¿Qué le darías a la aventura?

– Patatas fritas.

Me río y digo:

– ¿Así lo puedo saber? -Repaso la servilleta en mi regazo- ¿Mediante la prueba del caviar?

– Hay otras maneras.

Roman rodea la encimera y viene a mi lado. Si soy sincera, no quiero que esta cena se acabe, pero a veces una mujer tiene que elegir entre la comida y el sexo, y sólo las idiotas eligen la comida. Puedo recalentar el bistec más tarde, pero hacerle saber a Roman que estoy enamorada de él es un momento que no volverá. Bueno, quizá sí, pero sería diferente. Así que empujo el plato mientras me levanta del taburete. El deseo definitivamente es como un producto perecedero: retrasas el amor o su expresión y muere. Lo das por sentado y se va, como la nieve de la mañana en la terraza durante los idus de marzo.