– ¿Unas nuevas?
– De titanio. Les he dicho que me dieran las piernas de una corista para poder subir estas colinas como una cabra, pero por el momento tengo que apoyarme en ti.
Dominic estira el brazo, la abuela se apoya en él y se dan media vuelta para irse.
– Eh…, ¿adónde vas? -grito con amabilidad.
– Dominic me va a enseñar una nueva técnica que utiliza para repujar el cuero.
«Claro», pienso mientras se van. Gianluca ha sacado otra enorme pila de cuero de los estantes para que vaya mirando.
Saco la libreta de dibujo de mi bolso y paso las hojas hasta encontrar la lista de cosas que necesitamos.
Gianluca está detrás de mí cuando mi libreta de dibujo cae abierta en la página donde está mi diseño para Bergdorf.
– ¿Es tuyo? -me pregunta. Asiento-. Bellissimo.
Entrecierra los ojos mientras lo mira más de cerca y añade:
– Ambicioso, ¿no?
– Bueno, es complicado -digo-, pero…
– Sí, sí -me interrumpe con una sonrisa-. Tendrás que encontrar la manera de realizarlo. Lo imaginaste y ahora le tendrás que dar vida.
Vuelvo a prestar atención a una de las hojas de cuero que está en la mesa, frente a nosotros. Gianluca me observa mientras examino el cuero bajo la luz, reviso la pátina, el acabado y la flexibilidad. Doblo la esquina de la hoja, como me enseñó la abuela, revisando las posibles hendeduras o las arrugas en el cuero, pero el material es tan suave y regio en mis manos como si fuera masa.
A veces los curtidores añaden elementos a la solución final para cubrir los defectos del cuero y, como nuestros zapatos son hechos a mano, no se pueden esconder las inconsistencias del material, como sucede en los zapatos hechos por una máquina. A menudo cosemos varias veces las costuras mientras ajustamos el zapato al pie del cliente, así que necesitamos un cuero fuerte y resistente que se pueda coser y recoser. Recorro con las manos la superficie de la untuosa piel de cabritilla. No me sorprende que mi familia haya comprado aquí durante años. Son materiales de primera categoría. Alzo la vista hacia Gianluca y sonrío con aprobación.
Él me devuelve la sonrisa.
Saco varias hojas de cuero del montón, las pongo a un lado, pero a la mayoría las devuelvo al estante detrás de mí.
Gianluca permanece de pie en el umbral de la puerta durante un rato que parece ser muy largo. ¿Qué observa? Levanto la mirada. Parece estar divirtiéndose, lo cual no deja de resultarme raro, porque no estoy diciendo nada. ¿Hay algo gracioso en mí, incluso cuando no intento ser graciosa? Supongo que está traduciendo al italiano Lagraciosa. Está bien saber que lo sabe, pero ya es suficiente.
– Vale, ya lo cojo -digo, agitando la trenza hacia él para decirle que puede irse.
– Va bene -dice, riéndose antes de marcharse. Pero creo que yo preferiría que se quedara.
El sonido de la suave lluvia al caer sobre el tejado me despierta. El reloj marca la cinco de la madrugada. No quiero moverme de estas sábanas calientes, pero he dejado todas las ventanas abiertas y puedo ver los lugares donde se empapa el suelo. Me levanto y cierro las que dan al estanque, luego cierro las que dan a la plaza del pueblo.
Una niebla baja y espesa flota sobre el pueblo, como una cresta de algodón dulce rosado. A través de la niebla advierto a una mujer que se acerca a la pensión. Me intriga saber quién puede andar fuera a estas horas de la mañana.
La mujer se mueve con lentitud, pero conforme se acerca veo cómo se anuda su bufanda debajo de la barbilla. Es la abuela. ¿Qué hace a estas horas fuera? Lleva la trinchera desabotonada por debajo del cinturón, y por allí asoma el verde musgo de la falda que llevaba ayer. ¡Dios mío! No ha dormido en su habitación esta noche.
Ayer por la noche rechacé la invitación a cenar de los Vechiarelli porque sabía que necesitaba ocuparme de algunos correos electrónicos y revisar mi lista de telas para las compras de hoy. Pero también podría decir que yo era la tercera en discordia y que la abuela quería estar a solas con Dominic.
Oigo que la puerta de su habitación se cierra despacio. A continuación, oigo el rumor del agua en el cuarto de baño, y aprovecho la ocasión para volver de puntillas a mi cama. Me cubro con las mantas y cierro los ojos. Me despierto a las siete. Salgo de la cama, me doy un baño, me peino y me visto. Luego, doy unos golpecitos en su puerta del cuarto de baño, pero no responde. Abro la puerta y echo un vistazo en su habitación. La cama está hecha, ¡por supuesto!, nadie ha dormido en ella. Cojo mi bolso, las libretas y el teléfono y bajo las escaleras.
La abuela está sentada en el comedor leyendo el diario. Lleva una falda azul marino a juego con un jersey de cachemir. Su cabello está peinado con suavidad hacia fuera y se ha puesto pintalabios de color rosa.
– Lo siento, me he quedado dormida.
– Apenas son las siete -dice la abuela, alzando la vista del diario.
– Pero tenemos mucho por hacer hoy. ¿Tenemos dos horas de aquí al Prato, no?
– Sí, de eso te quería hablar -dice la abuela mientras baja el diario y me mira-. ¿Podrías seguir sin mí?
– Bueno, sí, si confías en mí para que recoja las telas…
– Claro, ayer hiciste un trabajo maravilloso, estupendo, con el cuero. Gianluca te llevará a Prato.
– ¿Y qué harás tú hoy?
– Iré de picnic con Dominic.
La signora Guarasci pone sobre la mesa el café caliente, la leche humeante y el azúcar.
– ¿Habéis dormido bien? -pregunta la signora.
– Sí -respondemos la abuela y yo al mismo tiempo.
– Abuela, no sé cómo puedes decir que dormiste bien, los truenos eran tan fuertes.
– Ah, sí, es verdad -concuerda ella.
– Me sorprende que hayas podido dormir.
– No ha sido fácil -dice, sin levantar los ojos de su periódico.
– Todo ese estruendo, los estallidos, los truenos y los rayos…
– ¡Menuda noche! -dice la abuela, y continúa hojeando el diario.
– Abuela, te he pillado.
– Valentine, ¿adónde quieres llegar? -dice la abuela, y baja el periódico. Por suerte, seguimos siendo los únicos clientes del Spolti Inn.
– Me he despertado esta mañana cuando casi eran las cinco. Llovía, me he levantado a cerrar las ventanas y te he visto fuera.
– Ah -dice. Coge de nuevo el periódico y finge que lo hojea-. Tenía jet lag y fui a caminar un poco.
– ¿Con la falda de ayer?
– Ya… -dice bajando el diario, y se sonroja-. Es suficiente.
– A mí me parece excelente.
– ¿De verdad?
– Claro.
– Es un poco raro… -empieza.
– ¿Para mí? ¿Conocer tu nueva faceta?
– Bueno, sí -se aclara la garganta-, y no es una faceta, soy yo.
– La apruebo, de hecho, más que la apruebo, me alegro por ti. Es bastante difícil encontrar el amor en este mundo, y que tengas un… -me cuesta decir la palabra «amante», así que digo- amigo… es un regalo. Entonces, ¿por qué fingir que no está pasando? No necesitas recorrer la montaña de madrugada y fingir que has estado aquí. Empaca tus cosas y quédate con él. Lo que pase en Arezzo se queda en Arezzo.
La abuela se ríe y dice:
– Gracias -bebe su café y añade-, eso también va para ti.
– Eh, ya lo cojo.
Miro hacia fuera. Siento como si Nueva York y todos sus problemas estuvieran a millones de kilómetros de distancia. Por un momento me olvido del concurso de Bergdorf, del aumento de nuestra deuda y de la agonía de tratar con Alfred. Incluso decido aparcar a Roman hasta que lleguemos a Capri, porque empiezo a cansarme de analizarnos. Por ahora sólo veo la primavera que se despliega en Italia, con los diminutos brotes verdes que se abren paso a través de las ramas grises.