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– Pero antes de que te vayas -le digo a la abuela-, necesito saber una cosa.

– ¿Sí?

– ¿Cuánto satén duquesa de doble cara consideras que necesitamos en la tienda?

Espero a Gianluca en la acera, frente al Spolti Inn. La niebla de la mañana se ha levantado y ha dejado los adoquines limpios y mojados y el aire lleno de vida.

Arezzo es famoso por su clima ventoso de alta montaña y hoy no decepciona. Llevo un vestido sin mangas rosado que hace juego con la torera que mi madre encontró rebajada al setenta y cinco por ciento en Loehmann. Demos honor a quien honor merece, mi madre insiste en que es posible encontrar cosas increíbles en Loehmann, siempre y cuando busques. La torera fue uno de sus grandes triunfos, pues está hecha de un magnífico cachemir de tejido apretado, color arena.

Gianluca detiene el coche, sale de él, y lo rodea para abrirme la puerta.

– Buenos días -dice.

– Buenos días -digo. Me llega como un silbido el olor de su piel mientras me subo: es vivificante, huele a limón. Gianluca cierra la puerta del coche, asegurando la manija como si fuera el candado de una caja fuerte. Estoy segura de que Dominie le advirtió que si llegaba a caerme por accidente de su coche, lo mataría en nombre de mi abuela.

Gianluca rodea la parte delantera del coche y ocupa el asiento del conductor. Vamos en un modelo viejo de Mercedes, pero el interior todavía huele a cuero nuevo y el exterior azul marino está pulido para lograr un acabado vítreo.

Gianluca pisa el acelerador como si fuera a despegar de la línea de salida de una carrera de la Nascar.

– ¡Jo! -le digo-. ¿Podrías no pasar de los ciento cincuenta kilómetros por hora?

Navego por mis correos electrónicos. Le respondo a Wendy sobre el hotel, a Gabriel sobre el cuero y a mi madre sobre la abuela. Roman me escribe:

Sueño contigo y Capri. R.

Le respondo:

¿En ese orden? V.

– ¿Te gusta esa cosa, verdad? -Gianluca señala mi teléfono.

– No podría vivir sin él. Estoy en contacto permanente con toda la gente que conozco. ¿Cómo podría ser algo malo?

Se ríe y dice:

– ¿Cuándo piensas?

– Es curioso que lo preguntes. De hecho ayer por la noche lo apagué y me sumergí en la bañera, luego leí un poco.

– Va bene, Valentina -dice. Qué raro, sólo mi padre me había llamado Valentina-. No me gustan esas cosas, adondequiera que vayas suenan esos pitidos y los tonos absurdos.

– Lamento decirlo, Gianluca, pero creo que estas cosas… -sostengo en alto mi móvil- llegaron para quedarse.

– ¡Aj! -dice, como si quisiera descartar todo lo que suene a comunicación contemporánea con un movimiento de la mano.

– Ah, perdona. He sido grosera al estar enviando correos en vez de hablar contigo -digo, y guardo el teléfono en mi bolso. Alcanzo a ver que la orilla de su labio se convierte en una sonrisa. Vale, Gianluca, pienso, eres italiano. Eres un hombre. Esto se trata de ti-. Soy tuya -le digo.

En recompensa a mi completa atención, Gianluca disminuye la velocidad para mostrarme la fachada de una iglesia rococó, un altar a la Virgen colocado al lado de la carretera por algún campesino devoto o un árbol indígena que sólo crece en esta parte del mundo. A las afueras de Prato toma la salida de la autopista y vuelve a la carretera. Agarro la manija de la puerta mientras damos saltos por un camino de grava.

Gianluca disminuye la velocidad y veo un lago entre los árboles, que brilla como un tafetán de seda azul pálido. Los bordes del agua se desdibujan entre la fronda salvaje de tallos verdes que se doblan y tuercen frente a la costa. Guardo esta combinación de colores en mi memoria. Qué sensual sería crear un zapato azul pálido con un adorno de plumas verde oscuro. Bajo la ventanilla para verlo mejor. El sol cae sobre el agua como un montón de flechas plateadas.

– Es uno de mis lugares preferidos. El lago Argento. Aquí vengo a pensar.

El fascinante silencio se rompe con el pitido de mi teléfono móvil. Me mortifica haber estropeado el lugar sagrado de Gianluca.

– Adelante, cógelo. No puedo luchar contra el progreso.

Miro a Gianluca, que se ríe, y luego me río. Busco en mi bolso y reviso mi móvil. Roman escribe:

Tú estás primero, siempre. R.

Sonrío.

– ¿Buenas noticias? -me pregunta Gianluca.

– Oh, sí-digo, guardando el teléfono otra vez.

El edificio de la sedería Prato es un complejo moderno y laberíntico, pintado de sencillo beige, y cercado por una alta alambrada de hierro decorado. Los jardines alrededor del límite le dan un aspecto pulcro.

Muchos de los diseñadores importantes vienen aquí a comprar tela. La vieja guardia de los visionarios europeos, desde Karl Lagerfeld y Alberta Ferretti hasta nuevos talentos como Phillip Lim y Proenza Schouler viajan a Prato. Algunos diseñadores incluso recogen los retales del suelo y los zurcen en diseños de tela propios; es evidente que hasta el ruido de esta fábrica es valioso.

Gianluca muestra su carné de identidad mientras pasamos por la puerta del guarda. Me piden mi pasaporte. Gianluca lo abre en la página de la foto y lo pasa al guarda.

Una vez que hemos aparcado, espero que Gianluca rodee el coche y me abra la puerta. Fue amable respecto al pitido de mi móvil, así que no menosprecio sus modales italianos. Cuando me abre la puerta, me da la mano para ayudarme a salir. En el momento en que nuestras manos se tocan, un ligero escalofrío me recorre la espalda. Debe de ser el aire de la primavera, que sopla fresco bajo el sol caliente.

Atravesamos la entrada, donde hay una pequeña recepción con una ventana. Gianluca va hacia la ventana y pide ver a Sabrina Fioravanti. En pocos minutos, una mujer de más o menos la edad de mi madre, con unas gafas de lectura y una cadena alrededor del cuello, nos saluda y dice:

– ¡Gianluca!

Él le besa las dos mejillas.

– La signora Fioravanti.

Ella me coge de las manos, encantada de conocerme.

– ¿Cómo está Teodora? -pregunta con interés.

– Le va bien.

– Vecchia? -dice la signora-. Como yo.

– Sólo en los números, no en el espíritu -digo. Empiezo a pensar en lo que mi abuela de ochenta años estará haciendo en este mismo instante.

Sigo a Sabrina al interior de la fábrica, hasta el departamento de acabados, ahí se prensan las sedas y se montan en rollos, que recogen la tela hasta formar bobinas gigantes que alcanzan el tamaño del tronco de un árbol. No puedo evitar tocar las telas, el mantecoso satén de algodón, bordado con hilos de oro puro, y el terciopelo cortado con cuadrados de seda cruda.

– ¿Necesitas telas de doble cara? -me pregunta Sabrina.

– Sí -digo, sacando la lista de mi bolso-. Y tafetán con un refuerzo de terciopelo y, si tenéis, seda estriada.

Respiro profundamente.

– ¿Hay algún problema? -me pregunta Gianluca y señala las profundas líneas que forman un número 11 en mi entrecejo-. Pareces preocupada.

– No, sólo estoy pensando -miento-. Y, cuando pienso, me vuelvo cejijunta.

– ¿Qué?

– Ya sabes, el ceño fruncido. No le prestes atención.

Sabrina vuelve con un joven que carga un montón de muestras de tela. Me llevará la mayor parte del día mirarlas. Ahora sé por qué tengo el ceño fruncido. Esto es mucho trabajo y la abuela no está aquí para guiarme. Está demasiado ocupada dejándose cortejar por Dominic bajo el sol de la Toscana para venir a esta fábrica y elegir entre cientos de muestras de tela y encontrar la que necesitamos. Me siento abandonada, eso es todo. Pero ya es demasiado tarde, ya estamos aquí y tendré que hacerlo sola.