Выбрать главу

Sabrina se va. Levanto un taburete y pongo el bolso encima de una mesa que está detrás de mí. Gianluca coge otro y se sienta frente a mí ante la mesa de trabajo. Coloco mi lista en la mesa y empiezo a seleccionar las telas.

– Vale. -Miro a Gianluca-. Primero necesito un resistente satén quebrado beige.

Gianluca elige entre un montón y tira de una tela. La levanta.

– Demasiado rosado en el beige -le digo-. Más dorado.

Pongo aparte las telas que serían demasiado endebles, incluso si nosotras las reforzáramos. Gianluca sigue mis instrucciones, luego empieza a hacer una pila de abundantes variedades. Encuentro un satén pesado de dos caras con adornos de enredaderas en filigrana dorada. Me pregunto si podríamos prescindir del bordado y sin entusiasmo lo aparto a un lado.

– ¿No te gusta ésa? -me dice.

– Me encanta, pero no creo que pueda cortar alrededor del patrón.

Gianluca coge una muestra y dice:

– Claro que puedes. Sólo compra más y repite el patrón por el otro lado. -Extiende la tela sobre la mesa y luego la pliega por debajo-. ¿Lo ves? Lo mismo sucede con el cuero.

– Tienes razón.

Pongo la seda con enredaderas encima del montón de telas para comprar. Hay demasiadas para escoger y la selección es apasionante. Con cada muestra que cojo imagino zapatos: burato, rayón, tela acolchada, velvetón, tercianela, seda de paño fino con rayas tono sobre tono. Me dejo llevar por la diversión y el proceso gana velocidad mientras buscamos durante un buen rato.

– ¿Te gusta hacer zapatos? -me pregunta Gianluca.

– ¿Tú qué dirías? -digo mientras reviso otro artículo de mi lista-. ¿Te gusta trabajar de curtidor?

– No mucho -dice. Ahora es Gianluca quien frunce el ceño-. Mi padre y yo siempre reñimos. Lo hemos hecho desde hace años, pero fue a peor cuando murió mi madre.

– ¿Desde cuándo está viudo tu padre?

– Este noviembre se cumplen once años. -Recoge una pila de muestras de crujiente lino de la orilla de la mesa-. ¿Tus padres viven?

Asiento con la cabeza.

– ¿Qué edad tienen? -me pregunta.

– Mi padre sesenta y ocho. Si alguna vez conoces a mi madre, no debes revelar el secreto, pero tiene sesenta y uno. En mi familia tenemos algo con la edad.

– ¿Qué tenéis con la edad?

– No nos gusta envejecer.

– ¿Y a quién sí? -sonríe.

– ¿Qué edad tienes?

– Cincuenta y dos -dice-. Ya soy mayor.

– ¿Para qué? -le pregunto-. ¿Para cambiar de oficio? Podrías hacerlo en un segundo.

Gianluca se encoge de hombros y dice:

– Trabajar con mi padre es mi obligación.

Parece resignado, pero no demasiado infeliz por su situación.

– En Estados Unidos, cuando algo no nos funciona, cambiamos. Volvemos a la escuela y desarrollamos una nueva habilidad o cambiamos de trabajo o de jefes. No hay necesidad de afanarse en algo que no te gusta.

– En Italia no cambiamos. Mis deseos no son lo más importante, tengo responsabilidades y las asumo. Mi padre me necesita. Le dejo que sea el jefe, pero su siesta se alarga conforme se hace más viejo.

– Lo mismo le pasa a la abuela.

– Tú trabajas en el negocio familiar… -Parece a la defensiva.

– Sí, pero yo lo elegí. Quería hacer zapatos.

– Aquí no elegimos, los sueños de la familia se convierten en nuestros sueños.

Pienso en mi familia y cómo esa sentencia solía ser cierta para nosotros. La familia estaba primero, pero ahora parece que mi generación lo ha olvidado. No podría trabajar con mi madre, pero con la abuela es diferente. La generación que nos separa a la abuela y a mí parece unirnos en un objetivo común. Nos entendemos de una manera que funciona en el trabajo y en casa. Quizá porque ella necesita ayuda y yo estaba ahí en el momento justo para dársela. Mis sueños y los sueños de la abuela de alguna manera se encontraron y al combinarse crearon algo nuevo para cada una de nosotras. Incluso ahora parece que ella me está pasando el relevo. Poco importa que el caballo esté cojo y ciego, para ella la compañía de zapatos Angelini es algo que merece la pena, y para mí, incluso con la deuda creciente y sabiendo que la producción de zapatos hechos a medida es un riesgo, significa un legado de incalculable valor. Sólo espero que pueda mantenerlo para pasarlo a la siguiente generación.

Gianluca y yo entramos en un alto atrio en el centro del complejo donde los trabajadores de la fábrica hacen sus descansos. Algunos de los más jóvenes miran sus BlackBerries, otros chatean en sus teléfonos móviles, mientras que los empleados de mediana edad toman un expreso y comen fruta. Hay trabajadores que tienen casi la edad de la abuela, lo cual muestra una enorme diferencia respecto a casa. Aquí, los artesanos más viejos -los maestros- son venerados y constituyen una parte fundamental del proceso de elaboración de las telas. Mi hermano Alfred debería ver esto para que entendiera por qué la abuela sigue trabajando. La satisfacción que un artesano busca, después de años de trabajo, es la perfección en sí misma. Tal vez no llegue a alcanzarla, pero después de años de estudio, formación y experiencia, puede acercarse. Esta es, en sí misma, una meta a la que merece la pena aspirar.

Gianluca me trae un café con leche; él tiene un botellín de agua.

– Mi esposa bebía café con leche, nunca expreso.

– Éste me gusta -le digo. Gianluca se sienta junto a mí-. Me sabe mal que hayas tenido que cargar conmigo. Seguro que tenías miles de cosas importantes que hacer.

– ¿Miles? -dice, y sonríe.

– Claro. Tienes una hija y una familia en Arezzo, quizá tengas un pasatiempo o una novia -digo. El rompe a reír-. ¿Dónde está la gracia?

– Contigo no existen los subterfugios.

– Bueno, perdona, sólo estoy tratando de darte conversación.

Agita su agua y deja que mi pregunta descanse sobre la mesa, como la pila de lino endeble que hemos rechazado. Pero siento curiosidad sobre este hombre, no sé por qué. No tengo nada que perder, así que intimo con él.

– ¿Por qué te divorciaste?

– ¿Por qué no estás casada? -me responde con una pregunta.

– Tú primero.

– Mi esposa quería mudarse a la ciudad, pero ella sabía que yo no podía dejar a mi padre, así que acordamos que ella viviría en Florencia y yo me quedaría en Arezzo. La visitaría o ella vendría a casa los fines de semana. Orsola empezaba la universidad y parecía que el acuerdo funcionaría. Hicimos lo que necesitábamos, lo que queríamos, pero eso no hace un matrimonio.

– A mí me parece ideal. Me parece muy romántico tener dos vidas que se reúnen de vez en cuando para emprender el vuelo.

– No tiene sentido. Asumes que conservarás al otro.

– Sé a qué te refieres -digo. Las razones del divorcio de Gianluca me suenan terriblemente parecidas a las excusas que utilizo cuando Roman me decepciona. A veces siento que ponemos en pausa nuestra relación para hacer nuestro trabajo. De alguna manera, sin embargo, creo que el amor arregla todo esto, ¿no es el amor la emoción más práctica? ¿No es una constante?-. ¿Todavía la amas?

– No creo que se pueda amar a alguien que no te ama.

– A veces no lo puedes evitar.

– Yo sí puedo -dice con sencillez-. Ahora, háblame de ti.

Mi teléfono vibra. Lo saco de mi bolso y digo:

– Salvada por la tecnología. -Reviso el teléfono y digo en voz alta-: Es Gabriel. -Y pienso que le escribiré más tarde.

– ¿Tu novio? -me pregunta.

– No, no, sólo un amigo.

Cierro el móvil, lo pongo de nuevo en el bolso y digo:

– Deberíamos volver al trabajo.

Sigo a Gianluca a lo largo del atrio hasta el corredor que conduce al taller. Hay un conjunto de puertas de cristal que separan el corredor del atrio. Gianluca marca el código de seguridad. Miro nuestro reflejo en el cristal.

– Bonita pareja, ¿no? -dice al encontrar mis ojos en el cristal.