– Buenas tardes, familiares y amigos -deslizo el micrófono sobre su base para ajustar la altura. Mido 1,80 con estos tacones de siete centímetros. No estoy segura, pero quizá sea más alta que el novio, lo cierto es que soy más alta que cualquiera de los integrantes de la mesa de los «amigos», que han padecido la contracción de algún disco de la columna vertebral o el deterioro de un hueso de la cadera, tema que discutían abiertamente durante la sopa.
Las charlas en el salón se reducen a unas cuantas voces aisladas, y de pronto se hace el silencio. El único sonido que oigo es el silbido del aire al pasar entre la dentadura y las encías de la tía Feen cuando respira.
– Soy Valentine Roncalli, una hermana de la novia.
– ¡Sabemos quién eres! -grita Lorraine Pinuccia desde la remota mesa de la «isla», tan lejos que su gesto parece una señal de ansiedad.
Tess se levanta ligeramente de su silla y lanza a Pinooch una mirada despectiva. Observo a mi madre; lleva una sonrisa de apoyo pegada a la cara, idéntica a la que tenía cuando actué de ángel en la pastorela del jardín de infancia en 1980 y me salté una frase del Gloria in Excelsis Deo. «No me puedes ayudar ahora, mamá», quiero gritar, pero ella parece momificada.
– Bueno, gracias, prima Pinooch. Sabéis que ahora somos la familia Roncalli-McAdoo y quizá los McAdoo no nos conocen todavía -explico. Debe de ser el sudor en mis ojos, pero creo que Boyd McAdoo, el electricista tres veces divorciado y hermano de mi nuevo cuñado, me mira de forma lasciva, otra razón más para hacer esto breve-. Dios, que está en el cielo -empiezo-, decidió que era el momento de crear un país… Él quería crear un país maravilloso, con viñedos espléndidos, campos exuberantes y atardeceres gloriosos…
– ¡El primero de todos los países! -ruge mi padre mientras hace un número uno en el aire con el dedo índice.
– Papá, por favor. Deberías guardar tu registro más alto para Butterfly Kisses. -Me sumerjo de nuevo en mi historia-. Dios sabía que lo llamaría Italia.
El hermano de mi padre, el eternamente impresentable tío Sal, arranca una rosa del centro decorativo de la mesa de los «familiares», se pone de pie mientras la balancea como una bandera, y grita: ¡ Viva Italia sempre! El señor McAdoo se levanta y arranca otra rosa del centro de mesa y antagoniza:
¡Por la isla esmeralda!
– ¡E pluribus pizzazz! -interrumpe mi madre, con un juego de palabras con el lema americano y la expresión «energía».
– ¡Por el mundo! -Levanto mi brazo en alto para incluir a toda la humanidad.
Tess aplaude. Sola.
– En todo caso -continúo-, Dios tuvo que llenar Italia de gente, así que se preguntó: «¿Debería crear primero a la mujer o al hombre?»; se debatió durante varios meses hasta que decidió: «Debo crear a las mujeres primero, para que puedan tener lista la cena de los hombres».
La abuela, Tess, Jaclyn y mis padres esperan un poco, luego miran alrededor y al final fuerzan solidariamente la risa. El resto de los invitados se acomoda en un pozo de silencio azul iluminado por velas votivas, parecen actores de circo desempleados que participan en una película de Fellini.
Muy bien -retomo-. ¿Sabéis por qué Dios creó a los hermanos en las familias italianas? Porque sabía que sus hermanas solteras necesitaban alguien con quien bailar en las bodas. -El humor autodestructivo va peor que los chistes mordaces. Estoy que me muero. El silencio en el salón es tal que casi puedo oír cómo se derrite el hielo en el ron con cola de Len Scatizzi.
El señor Delboccio, el tocador de traseros, grita:
– ¡Te pedí que bailaras conmigo, Valentine!
– Y ella dijo que le dolían los pies -dice su esposa alzando la voz-. Aunque, claro, ¿por qué le dolerían los pies a una zapatera? No tiene sentido.
– No obstante, no forzaré nada -replica el señor Delboccio.
– Nunca debes forzar -contraataca la señora Delboccio.
– Muy bien, vosotros dos, permitidme suspender vuestro número para que podáis regresar a la pista y nos mostréis a los mozalbetes cómo se hace. Creo que sigue el popurrí de Neil Diamond.
Y entonces hago algo que odio, formo dos puños con las manos y los agito como si batiera huevos, como mamá.
– ¿Mozalbete? ¿Dónde? Tienes treinta y tres años, ya no eres una jovencita -grita la tía Feen desde la mesa de la «demencia».
Entonces hace un sonido sibilante con la dentadura postiza, a modo de énfasis. Abarca el salón entero con la mirada, sus ojos giran en sus cuencas como dos pelotas de golf frenéticas y de pronto ruge:
– ¡Treinta y tres, Madonna! ¡La edad de Jesús cuando murió en la cruz!
– ¡Entonces la gente vivía hasta los cuarenta! -grita Tess.
– ¿Eso qué diablos tiene que ver? -Las pobladas cejas blancas de tía Feen se arquean formando una sola línea blanca a lo largo de su frente-. Eso es aún peor, significa que a los treinta y tres ella tiene un pie en una andrajosa alfombra y otro en la tumba.
– Ya está bien, parad o no os serviremos más sidecars. Aquí va mi mejor historia. Hace un par de semanas mi padre fue al médico y llevó a mamá para que ella se encargara de hablar -unas cuantas risitas se elevan en algunas mesas-, y el médico dice: «Dutch, tienes bursitis. Puedo hacer dos cosas: darte una inyección de cortisona, aunque no la necesitas, porque tu cuerpo la produce naturalmente». «¿Lo hace?», pregunta mi padre sorprendido. El médico responde: «Tan sólo debes tener sexo». Mi padre y el doctor miran a mi madre que dice: «Doc, yo no soy la que tiene bursitis».
El salón irrumpe en aplausos.
– Por favor, levantad vuestras copas. -Caigo en la cuenta de que no tengo bebida. El padrino coloca en mi mano su sudoroso y casi vacío fuzzy navel. Levanto el dedo gordo-. Tom, bienvenido a la familia. Jaclyn, eres guapísima y te queremos y estamos aquí por ti. ¡Salute! ¡Cent'anni! -Tomo un sorbo desafiando mi buen juicio y las órdenes del Ministerio de Salud-. Y, gente, no olvidéis las bolsas de regalos. ¡Hay perfume Aramis para los hombres y chocolates Li-Lac para las chicas!
– ¿Chocolate? ¿Con este calor? -grita Mónica Spadonu desde la mesa de los «maleducados»-. Deberían darnos abanicos en miniatura. ¡Como que estamos aquí atrás, junto a la cocina, donde están asando carne!
La ignoro, deslizo el micrófono fuera del pie y se lo entrego al padrino, que me mira como lo hacen los chicos cuando una solterona hace de carabina en un baile. Después de varios brindis más y de cortar la tarta, voy a la mesa de la «demencia», donde la abuela sumerge una galleta en su expreso. Me inclino sobre el respaldo de su silla y le susurro al oído:
– ¿Te diviertes?
– Cuando quieras, sólo deja que desee buenas noches a los niños.
La abuela pone su bastón adornado sobre la mesa y empuja la silla hacia atrás.
Voy al carrito de la tarta y me sitúo junto a mi madre. Coloco una mano en su hombro.
– Mamá.
Mi madre, la lectora de mentes, frunce el ceño:
– ¿Os vais?
– Tenemos que llegar a casa.
– ¿Tan temprano?
– Mamá, lo único que nos perderemos será a las tías abuelas haciendo cola, como vírgenes vestales en una película de Charlton Heston, para pelearse por los centros de mesa.
Mañana, las tumbas de mis antepasados, desde Bayshore hasta Sunnyside, estarán adornadas con flores de la boda. Los italianos nunca desperdician una corona de flores. Es un pecado.
– Gracias -mi madre me abraza-, te quiero, Valentine. Gracias por cuidar tanto de mi madre.
– ¿Me haces un favor? -le pregunto.
– Lo que sea -dice.
– No hagas que papá cante Butterfly Kisses.