– El Montemurlo -dice-. Estamos a mitad de camino de casa.
Después de aparcar, pone su mano en la parte baja de mi espalda para guiarme al interior del restaurante. Me descubro a mí misma acelerando el paso, pero él da grandes zancadas para mantenerse junto a mí. Cuando alcanzamos la puerta, Gianluca me indica que atravesemos el vacío comedor y salgamos a la parte de atrás.
Una docena de mesas están dispuestas en la veranda, rodeada por una pared baja de piedras sin labrar, meramente apiladas. Velas votivas iluminan la mantelería blanca que hay sobre las mesas. Después del muro hay una línea de antorchas que emite ráfagas de luz sobre el campo. Escucho el sonido de agua que cae. Más allá hay una magnífica cascada que desciende por la falda de la montaña hasta alcanzar un pequeño lago. La luz de la luna se asemeja a volantes de encaje blanco sobre tafetán negro.
– Si la comida es similar a la vista, salimos ganando-le digo.
Gianluca aparta mi silla de la mesa. Me sienta de cara a la cascada. Luego gira su silla hacia mí, se sienta y cruza sus largas piernas. La última vez que vi a un hombre sentarse de esta manera fue a Roman, en la encimera de la abuela después de prepararme la cena.
El camarero se acerca, ellos conversan en un italiano rápido y en el dialecto toscano que empieza a sonarme tan familiar. El camarero abre una botella de vino y la coloca sobre la mesa. Está quedándose calvo, lleva gafas y me mira de arriba abajo, como si estuviera comprando un trozo de carne, antes de volver a la cocina.
Cierro el menú y digo:
– ¿Sabes qué? Pide por mí.
– ¿Qué te gusta? -me pregunta.
– Todo.
Se ríe y dice:
– ¿Todo?
– Triste pero cierto. Pertenezco a esa solitaria categoría de mujer llamada «de buen diente», nada me disgusta ni me desagrada ni tengo alergias.
– Eres la única mujer en el mundo de esas características.
– Ah, Gianluca, soy única en mi clase.
El camarero trae un plato de crujiente pan tostado con lonchas de jamón cocido rociadas con miel de zarzamora. Lo pruebo.
– ¿Te gusta?
– Me encanta. Lo dicho, amo la comida. Consígueme un bote de esa miel.
Mientras preparan la comida hablamos de nuestro día en la fábrica y del delicado arte de estampar el cuero. Después de un rato, el camarero trae un enorme tazón de pasta, bañada en aceite de oliva. Luego, del bolsillo de su chaleco saca un pequeño frasco, le quita la tapa y extrae una trufa (que parece un nabo grumoso y beige) de una diminuta tela de algodón blanco y, de inmediato, realiza largos y suaves cortes con un cuchillo afilado de plata, que caen sobre la pasta en lascas muy finas hasta cubrirla.
– ¿Te gustan las trufas?
– Sí -digo con la boca llena de untuosa pasta y dulce trufa sabor madera. Me siento rara comiendo trufas, como si le fuera infiel a Roman.
– Te agrada comer. Las mujeres siempre dicen que les gusta comer y luego pican su comida como pájaros.
– Yo no -le digo-. Comer es el número tres de mi lista.
– ¿Cuáles son los primeros números?
– Una bicicleta de cuatro velocidades en un día caluroso del verano y un vestido de noche de John Galliano en una fría noche de invierno. -Doy un sorbo a mi copa de vino-. ¿Cuáles son las tres cosas de tu lista?
Gianluca tarda un momento en responder.
– Sexo, vino y dormir bien.
La categoría «dormir bien» realza nuestra diferencia de dieciocho años de edad. Mis padres pasan un montón de tiempo hablando sobre dormir. No obstante, no le comentaré nada a Gianluca ni mencionaré que los únicos hombres mayores con los que he pasado tiempo han sido mi abuelo y mi padre. Los romances otoñales nunca han sido para mí. Cuando se trata del amor, me gusta que las cuatro estaciones queden separadas, y saborearlas individualmente. Y por supuesto que no quiero saltarme el verano, pasar por el otoño e ir directo al invierno, pero estar con Gianluca me ha ayudado a ver el valor de la amistad con un hombre mayor. Ellos tienen mucho que ofrecer, sobre todo cuando el amor está con toda seguridad fuera de la ecuación. He aprendido mucho de él hoy, sólo sus consejos para coser diseños repetidos han valido el viaje. Él, además, sabe escuchar, como si cualquier cosa que dijera importase. Los hombres jóvenes a menudo fingen que escuchan, pero sus mentes están en cualquier otro lugar y no donde en realidad están.
El camarero nos ofrece un expreso. Gianluca le dice que espere.
– Quiero enseñarte algo, ven conmigo.
Hay una serie de escalones de piedra fuera del pórtico que bajan hasta el vasto campo frente a la cascada. El baja saltando las escaleras, dejándome claro que ha estado muchas veces antes. Le sigo. El césped ya está mojado por el rocío nocturno, así que me quito las sandalias para caminar con los pies descalzos. Gianluca se estira y coge mis sandalias, las sujeta con una mano mientras me ofrece la otra. Esto me parece más que sutilmente íntimo, pero no encuentro la manera de soltarle sin ser grosera. Además, está el factor vino. He tomado dos copas. Casi no había comido hoy y, mientras atravesamos el campo, estoy flotando en esa nube maravillosa llamada «el colocón del cóctel doble».
Llegamos a un estanque profundo en la base de la cascada. El agua es de color tinta azul. Él se vuelve hacia mí. La corriente del agua es tan estridente que no podemos hablar. Suelto mi mano de la suya y la meto en mi bolsillo. Quizá sea mayor, pero sigue siendo un hombre. Si tengo que aterrarme a algo será a Roman Falconi, cuando regrese a casa.
Saco la mano para coger mis zapatos, él me los da. Salto hacia delante y vuelvo a nuestra mesa, donde el camarero ha dejado mi café con leche, el expreso de Gianluca y un tazón de melocotones maduros.
Me meto en la cama y abro mi móvil. Llamo a Gabriel.
– ¿Qué tal Italia?
– Peligrosa -le digo.
– ¿Qué ha pasado? -La abuela tiene un amante.
– Ah, esa clase de peligro. A ver si lo entiendo, ¿la abuela tiene un amante y yo estoy soltero? Ya ves.
– Oye, no me ha gustado como ha sonado eso.
– Sabes lo que quiero decir. ¡Tiene ochenta! Evidentemente, unos ochenta muy vitales -admite Gabriel.
– Se pone peor, el hijo de su novio me tira los tejos.
– Ve a por él.
– ¡No! Nunca sería infiel a Roman.
– Entonces, ¿para qué me estás contando esto? Además, sin anillo no hay compromiso -dice Gabriel. Su filosofía: no hay engaño a menos que haya anillo de compromiso-. ¿Qué edad tiene Marmaduke?
– Gianluca, tiene cincuenta y dos.
– ¿Cincuenta y dos bien vividos o mal vividos?
– Bien vividos -por lo menos soy sincera-. Pero tiene el pelo cano.
– ¿Y quién no?
– Olvida que te lo he dicho. Estoy enamorada de Roman.
– Me alegro porque ésa es la única manera de conseguir una mesa en el Ca' d'Oro. Y quiero una mesa en el Ca' d'Oro tan a menudo como sea posible. Tu novio es la leche.
– ¿Te ha tratado bien?
– Roman hizo todo lo que estaba en sus manos. Parecía que yo era el crítico gastronómico del New York Times, cuando apenas distingo entre la paletilla de cerdo y la pierna de cordero.
– Bien por ti. Oye, ¿has examinado a la ayudante de cocina de Roman?
– Sí, lo hice. Su nombre es Caitlin Granzella. La conocí en mi visita a la cocina.
– ¿Y?
– Estás muy lejos de casa, no necesitas hacerte una idea.
– ¡Gabriel!
– Vale, vale. Tengo que ser sincero. Pienso en Nigella Lawson. Cara y cuerpo. Acicalada, contorneada. Tiene la forma de un bote de champú Prell.
No digo nada. Mi novio tiene una impresionante ayudante de cocina y yo estaré fuera varias semanas.
– ¿Valentine? Respira y no te preocupes. Creo que el señor Falconi tiene planes duraderos contigo.
– ¿Lo crees?
– Sólo habla de Capri y de cómo te va a enseñar todo y cómo, por primera vez en su vida, se tomará unas vacaciones de verdad, porque sólo hay una chica en el mundo con la que quiera perderse en una isla italiana, y ésa eres tú. Así que no te preocupes por la señorita «Cortar y Picar» de la cocina del Ca' d'Oro. Él no sueña con ella, está loco por ti.