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Nunca he amenazado a un hombre en mi vida. Pero dejaré de ser adorable, ¿qué sabe Katharine Hepburn sobre los hombres? Ella nunca salió con Roman Falconi.

– Sólo se trata de un retraso. Estaré ahí tan pronto como pueda.

– No digas nada más, estoy cansada de esperar que aparezcas cuando dices que lo harás, estoy cansada de esperar que lo nuestro empiece. Quiero que vengas de vacaciones como habías prometido.

El alza la voz y dice:

– Esta reseña es realmente importante para mi negocio. Necesito estar aquí, no lo puedo remediar.

– No, no puedes, ¿verdad? Eso me demuestra qué es lo que importa. Estoy quedando en segundo lugar por tu ossobuco, ¿o ya estoy aún más abajo?

– Eres el número uno, ¿vale? Por favor, piensa y entiende. Estaré allá antes de que lo notes. Te puedes relajar hasta que llegue.

– No puedo hablar contigo, estoy a punto de entrar en un túnel. Adiós.

Miro hacia delante, sólo un nítido tramo de autopista y el azul cielo italiano. Cierro el teléfono y lo echo en mi bolso.

– ¿Qué ha pasado? -pregunta la abuela.

– No viene. Le harán una reseña para el Times y tiene que quedarse. Dice que volará el miércoles, pero entonces, mientras aterriza, llegamos a Capri y se recupera del jet lag, apenas tendremos tiempo. -Empiezo a llorar-. Y voy a cumplir treinta y cuatro sola.

– Además…, en tu cumpleaños. -La abuela niega con la cabeza.

– Romperé con este tío, ya está.

– No te precipites -dice la abuela con amabilidad-. Estoy segura de que él preferiría estar contigo que en el restaurante con el crítico.

– ¡No es de fiar!

– Sabes que tiene dificultades en su vida profesional. -La abuela mantiene el tono tranquilo.

– ¡Yo también! Estoy tratando de sacarlo adelante, pero necesitaba Capri. Necesitaba un descanso. No he tenido vacaciones en cuatro años. Sólo puedo enfrentarme a la pesadilla de la vuelta a casa, a Alfred, si antes descanso.

– Sé que tienes mucha presión encima.

– ¿Mucha? Hay demasiada presión y tú no estás ayudando.

– ¿Yo?

– Tú. Tu ambigüedad. Tuve la impresión de que preferías quedarte en Arezzo y olvidarte de Perry Street.

– Has leído mi mente.

– Bueno, ¿sabes qué? Nos vamos las dos a casa. No voy a perderlo todo por Roman, por lo menos conservaré mí trabajo.

Busco mi BlackBerry para enviar un correo electrónico a nuestra agente de viajes Dea Marie Kaseta. Me detengo a un lado del camino y escribo:

Necesito un segundo billete en Alitalia 16. Hoy 4 p.m. a NYC. Urgente.

Retomo el camino.

– Nunca te había visto tan enfadada -dice la abuela con tranquilidad.

– Bueno, acostúmbrate. Voy a estar alterada todo el trayecto hasta Nueva York.

La mujer detrás del mostrador de Alitalia me mira con mucha comprensión, pero muy poca esperanza. No hay plaza disponible en el vuelo 16 de Roma a Nueva York. Lo mejor que pudo hacer Dea Marie fue conseguirme una habitación de hotel y un billete para salir mañana.

Apoyo la cabeza en el escritorio de acero inoxidable y lloro. La abuela me saca de la cola para que los impacientes pasajeros detrás de mí puedan recoger sus tarjetas de embarque.

– Iré contigo a Capri.

– Abuela, por favor, no me malinterpretes, pero no quiero ir contigo a Capri.

– Te entiendo.

– ¿Por qué no vas con Dominic? Está hecha la reserva de hotel. Yo tomaré tu billete y volaré a casa.

– Pero tú debes tener unas vacaciones y Roman dijo que vendría el miércoles.

– No quiero que venga.

– Eso lo dices ahora, pero Roman estará aquí pronto y lo solucionaréis.

La abuela abre su teléfono y llama a Dominic. Examino la larga cola de pasajeros. Ninguno muestra compasión hacia mí. Lloro un poco más. Mi cara empieza a picarme por las lágrimas. Me limpio con la manga. Recuerdo lo que me dijo mi padre: «Contigo nada es sencillo, tienes que trabajar por todo». Bueno, ahora tengo una nueva revelación…: no sólo tengo que trabajar por todo, sino que el trabajo puede que no me recompense. ¿Cuál es el sentido?

– Ya está todo arreglado.

– Abuela, ¿qué dices?

– Iré a Capri contigo. Dominic se reunirá conmigo allí. Nos alojaremos en la casa de su primo. Tú puedes quedarte con la habitación del hotel para ti sola. -La abuela me coge del brazo-. Escúchame, Roman no lo ha hecho a propósito. El llegará el miércoles y no pasa nada si durante este tiempo estás sola.

– Sí, sí, sí -murmuro mientras ella me guía lejos del infernal remolino de los mostradores de Alitalia. Sigo a la abuela, ahora camina recta, con paso firme, como si anticipara su reunión con Dominic. Empujo nuestro enorme carro de equipaje con todo el peso de mi cuerpo por los pasillos del aeropuerto internacional Leonardo da Vinci-Fiumicino.

Arreglo el alquiler de otro coche. Amontono todo el equipaje de nuevo en el maletero mientras la abuela se abrocha el cinturón de seguridad del asiento del pasajero, en la parte delantera. Le envío un correo a Dea Mane para que recupere el billete del vuelo perdido de abuela y haga otra reserva para el día en que Roman y yo volvemos. Me subo al coche y me abrocho el cinturón de seguridad.

– ¿Lo ves? Hay una solución para cada problema. -La abuela me arroja mi frase barata edificante directa a la cara, como una bofetada-. ¡A Capri!

Cuando llegamos a Nápoles, dejo el coche de alquiler en un local cerca de los muelles. Miro alrededor buscando ayuda para bajar las maletas, pero no parece que la versión italiana de los maleteros americanos red caps trabaje en el muelle. Cargo otro carro de equipaje con las maletas y lo empujo, como un sherpa, hacia el muelle. Nuestro equipaje parece multiplicarse cada vez que lo muevo, o quizá sea el carro, que se hace más pequeño, no lo sé, pero es abrumador. Sudo como un boxeador profesional, y cuando llegamos al muelle tengo el cabello empapado.

La abuela hace guardia cerca del carro mientras voy a comprar los billetes para el ferry a Capri. Estamos en la cola mientras el transbordador retrocede hacia el puerto. Cuando el asistente baja la verja, una estampida de ansiosos turistas golpea la rampa hacia el ferry. Mando a la abuela hacia la rampa y la sigo, empujando el carro.

Justo cuando pienso que me colapsaré, aplastada bajo las ruedas de mi propio carro, el cobrador advierte mi problema y grita a un chico que trabaja en el mostrador. Finalmente, alguien viene en mi ayuda. Es alto, tiene el pelo negro como Roman, y no puedo evitar pensar que no lo necesitaría si mi novio hubiera llegado a tiempo. Ya en el ferry me siento junto a la abuela. Mientras el transbordador se aleja del puerto, suspiro y miro el mar. Pasan algunos minutos y veo la isla.

Capri está rodeado por las ondulantes aguas azul turquesa del mar Tirreno, como uno de esos sombreros de fiesta con una cinta en la parte inferior. Los puntiagudos acantilados, nacidos de las erupciones volcánicas hace miles de años, están cubiertos por tonos vividos. Una cascada de flores fucsia encima de las rocas y destellos de violeta buganvilla se derraman por los acantilados, mientras que olas esmeraldas a lo largo del borde del mar revelan el terso coral rojo, como las gotas de cera roja de una vela en una botella de vino.

El bullicio del muelle de Capri, con los mozos de los hoteles que agarran las maletas y las cargan frenéticamente en carros, me coloca de lleno en una película de Rosellini, en laque un pequeño pueblo es evacuado durante la guerra. Los porteros gritan en italiano, los turistas se pelean para parar los coches y los guías turísticos agitan pequeñas banderas para agrupar a los turistas. La abuela y yo permanecemos en el centro de todo, esperando, sin otra alternativa.

No logro imaginar cómo llegará nuestro equipaje al hotel correcto hasta que reconozco el logotipo del Quisisana en la solapa de uno de los mozos. Sus ojos se dilatan, ríe y dice: