– ¿Todo esto es vuestro?
– ¿Cuánto costará? -grito en medio del estrépito.
– Sólo una propina, signorina. Sólo una propina. Ríe, pero acaba de conseguir una gran propina sólo por haberme llamado signorina. El «-ina» marca la diferencia en una mujer que va a cumplir treinta y cuatro en unos días. Es la diferencia entre «señorita» y «señora» y yo cojo el «señorita» como un billete ganador.
Sujeto el brazo de la abuela mientras la ayudo a subir a un buggy-taxi con un dosel de tela por techo. El conductor sube la montaña con curvas pronunciadas, pasa frente a puertas opulentas que rodean casas de campo privadas. Los muros de piedra de los antiguos palazzi están cubiertos con lustrosas enredaderas rebosantes de gardenias blancas. Los edificios altos de la bahía de Nápoles, de donde venimos, se ven desde aquí rodeados de humo, como si fueran industrias, como una pila de cajas de zapatos grises en un almacén.
Cuando llegamos a la cumbre de les acantilados, el conductor nos deja en la piazza. Los turistas se arremolinan, encerrados dentro de la plaza del pueblo como los animales de un circo en un cuadrilátero. Hay elegantes tiendas alineadas en la plaza, que tienen las puertas de entrada abiertas para animar a los clientes. El conductor nos señala la calle que nos lleva a nuestro hotel.
La abuela y yo nos abrimos camino entre los turistas. Libre de equipaje, empiezo a sentir que estoy realmente de vacaciones. Caminamos por una estrecha calle en la que se alinean varias tiendas, las que venden coral y turquesa, Prada, Gucci y Ferragamo. Hago una nota mental de un pequeño lugar donde se puede comprar dulce de coco. Los compradores gozan de la sombra de los frondosos y encopetados cipreses viejos mientras caminan por la arteria comercial.
El hotel Quisisana forma parte de una hilera de edificios en lo alto de los acantilados. Parece el escenario de ensueño de una comedia suntuosa de Preston Sturges, donde la heredera huida, que viste un vestido de noche de plumas de pavo real, termina mezclada con la jet set de una isla italiana. Es espectacular. Miro a la abuela, cuyos ojos se dilatan al verlo. Su reacción es impagable, pero preferiría que fuera la cara de Roman la que estuviera viendo en este momento. Ella sabe lo que estoy pensando y me aprieta la mano.
Dentro del hotel, los huéspedes parecen moverse a cámara lenta debajo de los murales renacentistas del gran vestíbulo. El suelo de mármol estampado en blanco y negro está salpicado con gruesas alfombras blancas. Estatuas de diosas romanas en pedestales miran desde las esquinas, y las opulentas arañas de cristal centellean sobre los sofás blancos de seda y las sillas forradas de damasco dorado. Las paredes de cristal en la parte de atrás del hotel revelan una ancha escalera que conduce a los jardines, con veredas circulares que serpentean perezosamente a través de los retazos de sombra verde que producen las palmeras.
Los visitantes de este edén italiano con suntuosa simplicidad revolotean por doquier. Hay franjas de seda blanca y cachemir azul cobalto, acompañados por montones de oro dondequiera que mires: cadenas, pendientes con forma de gota, de aro y eslabones. Las mujeres derraman platino y diamantes, un toque de brillo contra la piel bronceada.
Estoy de pie cerca del mostrador de la recepción, me atienden algunas de las personas más atractivas que haya visto nunca. Las mujeres tienen los pómulos altos y la línea recta del mentón como una escultura de mármol de Giacomo Manzú. Los mozos, delgados y bronceados, llevan esmóquines blancos con charreteras doradas, todos son versiones del príncipe azul; hablan muy poco, pero con la intención de complacer.
Explico mi situación al encargado, que sonríe, me da una llave de plástico que parece una tarjeta de crédito y me dice:
– El señor Falconi se ha encargado de todo.
Este comentario me recuerda que Roman en verdad quería estar aquí hoy, que él hizo unos planes excelentes y que yo había preparado para nosotros unas vacaciones de ensueño desde el principio hasta el fin, incluso si él no estaba aquí desde el primer día para compartirlas. No es suficiente para que le perdone, pero, por lo menos, empiezo a pensar en el miércoles de una nueva manera, completamente distinta.
La abuela me sigue dentro de un diminuto ascensor hasta la última planta, llamada el attico. Al salir del ascensor hay un rincón con un sofá azul pálido almohadillado de dos plazas y una pintura al pastel al estilo de los cuadrados de Mondrian. El suelo de madera brilla.
Entramos en la enorme suite llena de luz y bellamente decorada de azules cielo y ocre. Nos detenemos a digerirlo, un poco con la esperanza de pillar a Cary Grant y a Grace Kelly en el sofá, brindando con champaña.
Pongo mi bolso encima del escritorio de madera de cerezo. Tiene una superficie para escribir empotrada, de cuero negro con adornos de pan de oro. Un sofá Luis XIV, de color blanco, está repleto de cojines, forrados de seda azul.
La abuela silba:
– ¡Fiuuu!
Entro en el dormitorio y veo una cama muy grande cubierta con una colcha blanca y brillante, una hilera de botones azules sube por su costura. Después de la cama está el cuarto de baño, que tiene una profunda bañera blanca que hace juego con los lavamanos dobles de mármol sostenidos por latón trenzado. Las baldosas del suelo tienen un diseño que combina el elegante azul cielo y el blanco. Observo mi rostro en el espejo mientras digiero los detalles de la romántica suite, donde todo está equipado de dos en dos. Mi expresión dice: «¡Qué desperdicio sin un hombre!».
Las puertas francesas del dormitorio dan a un largo balcón con una pequeña mesa blanca de hierro forjado y dos sillas en la esquina. Hay una tumbona de cara al sol. Al otro lado hay otra silla que combina con una otomana. Me sujeto a la barandilla y miro más allá de los jardines, hacia una piscina ovalada fenomenal, colocada en el suelo como un ágata. Hay sombrillas azul marino y rayas blancas abiertas alrededor de la piscina, que semejan pirulís de caramelo.
Después de la piscina está el restaurante donde trabajó Roman durante un verano. Hay una veranda abierta que lleva a las escaleras y a un elegante comedor interior. La veranda está decorada para la cena, las pequeñas mesas están cubiertas con prístinos manteles blancos. Después del restaurante y bajando el escarpado acantilado de piedra se observan los faraglioni, una formación de tres rocas que sobresale del mar y dentro de la cual se encuentra la famosa gruta azul.
El verano está al llegar, como lo demuestra un manojo de pequeños limones que cuelgan de un árbol plantado en una maceta de terracota, en la terraza. Ya que soy una jardinera aficionada, pero seria, reviso la tierra negra de la maceta para comprobar si la planta necesita agua. No la necesita. Alguien atiende con amor este pequeño árbol. Arranco una hoja de la rama y la froto entre mis manos, lo que libera el olor cítrico dulce. La ansiedad de las pasadas horas me abandona mientras observo un yate blanco que cruza el horizonte y deja un rastro de espuma en el agua azul. Las brisas de Capri huelen a naranja sanguina, extraída a cucharadas y mezclada con miel.
– Valentine, el mar -dice la abuela, que está a mi lado en el balcón.
– Nunca había visto nada parecido, abuela. Siéntate. Voy a pedir algo para beber.
Entro en la habitación, me dirijo a la nevera y saco dos botellas de zumo de granada. Encuentro los vasos en una bandeja encima del escritorio.
– ¿No estás contenta de que te haya hecho venir aquí? -dice la abuela mientras se pone las gafas de sol.
– Supongo -digo. Destapo las botellas y sirvo el zumo en los vasos. Le doy uno a la abuela y luego lleno el mío-. Pareces aliviada. ¿No estabas realmente preparada para volver a casa, verdad? ¿Por qué?