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Bebo un sorbo.

– Ya sabes por qué -dice con tranquilidad.

– A mi madre le dolerá que no le hayas hablado de Dominic. Deberías llamarla.

La abuela agita la mano y dice:

– Oh, no, no podría. ¿Cómo se lo explicaría? No tiene sentido. Soy una viuda de ochenta años con problemas de rodillas. En los días buenos, me siento de setenta y, en los malos, de noventa y nueve. -Da un trago a su bebida-. No esperaba enamorarme a mi edad.

– Bueno, ¿nunca lo esperamos, no? Todo está bien hasta que sucumbes. Luego, de la noche a la mañana, se convierte en una relación, llena de compromiso y negociación. Cuando él te ama y tú lo amas, tienes que saber adónde vais y qué significa, dónde viviréis y qué haréis. En realidad, si lo pones todo junto, el amor es un enorme dolor de cabeza.

La abuela ríe y dice:

– Hoy te sientes así. Cuando Roman te sujete entre sus brazos en este balcón, le perdonarás. Lo harás si eres mi nieta. En nuestra familia estamos hechas para no prestar atención a las cosas que nos hacen infelices.

– Abuela, ésa es la cosa menos saludable que puede hacer una mujer. ¡No voy a ignorar que él me hace infeliz! Perseguiré mi felicidad. ¿Por qué debería conformarme con menos?

Suena el teléfono de la habitación. La abuela cierra los ojos y gira el rostro hacia el sol mientras contesto. No piensa discutir conmigo.

– Abuela, es tu inamorato. Está abajo. Tiene tus maletas. Está listo para desaparecer contigo en la casa de campo de su primo.

La abuela se levanta de su silla, se alisa la falda y dice:

– Ven con nosotros -responde, y me mira con ternura.

– No.

La abuela ríe y pregunta:

– ¿Estás segura?

– Por Dios, abuela, soy muchas cosas, pero nunca seré una carabina.

La abuela coge su bolso y se dirige a la puerta. La sigo hasta el pasillo y aprieto el botón del ascensor. Las puertas de latón se abren y la abuela entra.

– Que os divirtáis -le digo mientras se cierran las puertas. Lo último que recuerdo es su cara, que relucía, brillaba por la expectativa de reunirse con Dominic.

Me despierto después de una siesta en el balcón. El sol baja en el cielo. Miro mi reloj, son las cuatro de la tarde. Genial, he dormido tres horas seguidas. Me levanto y echo un vistazo a la piscina. Las sombrillas de color azul marino y blanco siguen abiertas. Veo a una mujer que chapotea.

Mi equipaje descansa cerca del armario, en el dormitorio. Saco pilas de ropa, nuevos vestidos que he reservado para mi semana con Roman. Encuentro la bolsa roja de Macy's que mi madre echó a escondidas en mi maleta. Abro la bolsa y dentro hay un bañador nuevo de licra negra, lo saco.

– De ninguna manera -digo en voz alta mientras lo sostengo frente a mí ante el espejo.

Mi madre me compró un bañador negro de una sola pieza (hasta aquí, todo bien), con un profundo escote en V en la parte delantera. Olvidad la palabra profundo, ésta es una caída en picado. Los tirantes están fruncidos para crear también una profunda V en la espalda. Eso podría estar bien si no fuera por el ancho lazo de diamantes falsos que ciñe la cintura y se cierra al frente con una enorme hebilla con dos C que se enganchan. Un falso Chanel cuando la gente aquí lleva el auténtico. Reviso las costuras a los lados del cinturón. Están cosidas. Incluso si pudiera quitar el cinturón (y quién podría, si ya no te dejan volar con tijeras por motivos de seguridad), dejaría un agujero abierto en la tela, y este bañador lo que menos necesita son más agujeros.

Cuando tiro los tirantes del bañador hacia mis hombros me parece imposible creer que mi madre lo haya comprado. Es como si anunciara algo con este atuendo y no es un anuncio para la primera página. Soy Gypsy Rose Lee en la Riviera italiana, vestida por una decidida madre cuyo objetivo es conseguir el anillo de compromiso.

Para ser justos con mi madre, probablemente éste sea el único bañador que encontró con un cinturón de diamantes falsos y todos sabemos que mi madre nunca ha visto un cristal de Swarovski que no le guste. Tiene a su favor que es un bañador de una pieza, pero muestra tanto que tienes que ponértelo con un jersey de cuello alto.

Miro mi imagen en el espejo completo. La V en la parte delantera es tan profunda que muestra partes de mi cuerpo que nunca he expuesto a la luz del sol. Me giro y miro por encima de mi hombro. La espalda tiene buen aspecto, pero eso tiene más que ver con el diseño del bañador que con mi cuerpo.

Hay una etiqueta en la que pone «bañador línea adelgazante»; el trasero está reforzado, lo que significa una cobertura extra al modo del viejo Spanx. Poso como John Wayne y cuelgo los pulgares de la hebilla del cinturón como si marcara la dirección del arreo del ganado. ¿Cómo podría salir así de esta habitación? Me veo como la chica que echaron de la fila del coro por enseñar demasiada piel en los días en que se mostraba demasiado. Después de cerca de diez segundos de un debate interno acerca de la moda, me llama la azul piscina. «¡Qué diantres! -me digo a mí misma-, aquí nadie me conoce y seguro que ha habido más escotes expuestos en el Quisisana». Me pongo unos pantalones piratas negros y una sudadera encima del bañador. Me ajusto las gafas de sol, tomo mi llave y mi billetera y me dirijo a la piscina.

Un joven italiano me ve de pie junto a la piscina y corre hacia mí con una toalla.

– Grazie -le digo mientras le doy la propina.

El agua es del mismo color turquesa que el mar, que parece de un azul más oscuro en contraste con el borde blanco de la piscina y las estatuas albas que hay en la orilla poco profunda. Más allá de las paredes bajas, los camareros preparan las mesas para la cena, desplegando una serie de toldos azul oscuro. Miro alrededor. No hay nadie en el agua y fuera sólo hay una mujer recostada en una tumbona leyendo Una muerte sospechosa de David Baldacci. La piscina es mía. El paraíso.

Bajo la cremallera de mi chaqueta y me quito los pantalones. Me meto en el agua tibia hasta que me llega al cuello. Agito la superficie del agua con las manos. Levanto los pies del fondo y me desplazo con suavidad, luego extiendo los pies frente a mí hasta que floto sobre mi espalda. Cierro los ojos y dejo que los gentiles rollos de agua me envuelvan.

El cielo de la tarde es azul grisáceo y una brisa proveniente deja arboleda más allá del hotel trae un olor a melocotones maduros. Después de un rato, nado cerca de la estatua de león en la orilla profunda. Atrapo el agua en estallidos de cristal mientras flotan a través de mis manos. El agua tibia y la suave brisa me confortan mientras se pone el sol. ¿Qué haré durante la cena? No tengo planes, así que nado.

Voy adelante y atrás, desde la orilla poco profunda hasta el final más hondo, haciendo una lenta versión del chapoteo al estilo de Capri y adueñándome de la piscina. Mis brazos golpean el agua con golpes rítmicos y de pronto estoy jadeando. Floto sobre mi espalda de nuevo. Me imagino que, dentro de algunos años, recordaré esto, me recordaré con un bañador de mal gusto, sola en un balneario glamuroso. Pienso en el consejo de la abuela de no prestar atención a lo que me hace infeliz. Me resulta cómico, pues ella, en este momento, está buscando su felicidad con Dominic en una casa de campo.

El chico de la piscina pliega las sombrillas, para dar a entender que la piscina se cierra. Las sombrillas parecen alfileres azules clavados en el cielo púrpura. Él alinea las tumbonas dentro de un amplio círculo, luego arrastra una cesta de toallas detrás de una pantalla de bejuco.

– ¿Valentina?

Oigo a alguien pronunciar mi nombre. Doy una vuelta en el agua y miro hacia el lugar de donde proviene la voz.

– ¿Gianluca?

Me pongo la mano a modo de visera para evitar la luz del atardecer. Gianluca se arrodilla cerca de la piscina y me da una toalla. La mujer con la novela de suspense y el chico de la piscina ya se han ido, sólo estamos Gianluca y yo.