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– ¿Qué haces aquí?

– No podía dejar a papa conducir solo hasta Nápoles.

Subo los escalones fuera de la piscina. Gianluca sostiene la toalla y, como cualquier hombre en Italia, me la entrega con lentitud. Extiendo la mano, tirándole agua en el brazo. Doy palmadas en su brazo donde cae el agua, luego abro la toalla y me envuelvo con ella como una capa.

– ¿Coco Chanel? -dice, y señala el cinturón.

– Chuck Cohen.

– ¿Chuck Cohen? -dice confundido.

– Es una imitación.

– Sí, sí -dice riendo-. ¿Outlet?

– Aja -levanto la mano-. Mi madre es la reina del outlet. Es una larga historia.

– Mi piace.

Original o no, le gusta el bañador.

– Gianluca, no estoy de humor para flirteos, te lo advierto. Básicamente soy un pez globo lleno de angustia y si choco contra un muro, explotaré. Se supone que tenía que estar con mi novio en esta isla romántica, pero estoy sola y me siento algo más que miserable. Capisci?

Me ajusto la toalla como un vendaje. Soy una persona herida que camina envuelta en una toalla, estampada con una Q gigante.

– Capisco. ¿Qué harás en la cena?

– A decir verdad, pensaba recurrir al servicio de habitaciones y ver una película.

– ¿Por qué?

– Eso hago cuando estoy sola.

– Pero no estás sola, yo estoy aquí.

Gianluca, como todos los hombres de cierta edad, tiene mejor aspecto a la hora del crepúsculo. El gris de su cabello se torna plateado, su altura se magnifica y la cantidad exacta de luz vertida sobre sus rasgos duros da a su estructura ósea la apariencia de una invencibilidad juvenil o la sabiduría de un viejo guerrero. Como se quiera. Lo observo mientras sopla la brisa nocturna. Podría tener un compañero para cenar peor, además, la idea de cenar sola en la suite sin Roman se aproxima al autocastigo. Así que digo:

– Deja que me vista.

Reviso mi BlackBerry mientras Gianluca me espera en el vestíbulo del hotel. Roman me ha enviado once mensajes, todos desbordan disculpa o prometen buen sexo y una cata sin fin de vino de la región. Me desplazo por los mensajes como si fueran un menú de comida china para llevar e intentara encontrar los fideos. He decidido continuar enfadada con él por el momento y, creedme, tengo derecho. En vez de enviarle un mensaje a Roman, llamo a mi madre.

– Mamá, ¿cómo estás?

– Olvídate de mí, ¿cómo estás tú?

– En Capri. No tienes que recoger a la abuela en el aeropuerto.

– Me he enterado de todo. Ella ha llamado. Qué bien que tenga un buen amigo que le muestre los alrededores. Debe de haber hecho vínculos maravillosos en sus viajes.

– ¿Estás viendo la serie de Jane Austen? -le pregunto. Los giros en la frase de mi madre son una señal evidente de que anda en sus juergas británicas.

– Ayer por la noche pusieron Sense and sensibility. ¿Cómo lo sabes? -dice-. Escucha, cariño, me ha contado lo de Roman. Lo siento. ¿Qué puedo decir? El hombre tiene un trabajo muy exigente. Es el precio del éxito. Debes ser paciente.

– Lo intento. Pero, mamá…, ¿ese bañador?

– Increíble, ¿no? -exclama.

– Si eres Pussy Galore en una película de James Bond.

– ¡Lo sé! Es tan retro y tan chic. Al estilo de Lauren Hutton en una portada de Vogue de 1972.

– ¿Y el cinturón?

– ¡Me ha encantado! Es joyería falsa de calidad.

Sabía que defendería la bisutería.

– Mamá, es un exceso.

– ¿En Capri? Jamás. Liz Taylor y Jackie O. pasaban las vacaciones ahí. Créeme, ellas deslumbraban en la piscina y ¿por qué mi hija no debería impresionar?

– ¿Esa es tu justificación del bañador?

Cuelgo el teléfono y me quito el albornoz. Me doy un baño con el gel de ducha del hotel Quisisana, hecho de manteca de karité, vainilla, melocotón y algo de madera que parece pino. Huelo tan bien que hoy podría enamorarme de mí.

Elijo una falda negra sencilla y una camisa blanca de manga abombada ajustada en el puño. En algún sitio de las revistas viejas de mi madre había una página con una esquina doblada y una fotografía de Claudia Cardinale durante sus vacaciones en Roma con un atuendo similar. Me calzo unas sandalias plateadas con una simple hebilla de perla en el tobillo. Me echo un poco de mi Burberry y me dirijo al ascensor.

Atravieso el vestíbulo de la entrada principal. Parejas de distintas edades están vestidas para ir a cenar y dan vueltas por la recepción. Camino entre ellas y salgo. Gianluca me espera en el bar al aire libre. Lo saludo con la mano. Se pone de pie mientras me acerco.

– Te he pedido un trago -dice. Mi bebida está junto a la suya. Saca mi silla. Me siento y luego él. Levanta su copa y brinda-. Lamento que tu viaje no haya salido como esperabas, Valentina.

– Roman estará aquí el miércoles.

– Bene.

– Sin embargo, no me portaré bien con él hasta el viernes.

– ¿Por qué dejas que te trate así?

– Tiene que llevar su negocio. A veces las cosas se escapan de su control -lo disculpo. No puedo creer que lo esté haciendo, pero el tono de Gianluca me ha puesto a la defensiva-. No lo conoces. Sólo sabes que tendría que estar aquí y que lo ha retrasado, pero llegará en cuanto pueda. No es el fin del mundo.

– Pero sí de tu visita.

– Tienes razón.

– Deberías ver Capri con alguien que te ame.

– La veré con alguien que me ama, pero no hoy.

Terminamos nuestras bebidas y nos unimos a las hordas de turistas que avanzan zigzagueantes por las calles adoquinadas del pueblo. Caminamos un rato, hasta que Gianluca me guía lejos de la atestada calle. Entramos por una puerta de madera, que él cierra detrás de nosotros.

– Por aquí -dice, y me conduce a través de un jardín y bajo un pórtico en la parte de atrás del edificio.

Esculpido en una de las laderas de la montaña se encuentra un pequeño restaurante construido en la pendiente. Todos los sitios están ocupados por personas que parecen más vecinos de Capri que elegantes huéspedes del Quisisana. No llevan joyas Bulgari ni oro napolitano ni bolsos Prada, aquí no hay cachemir, sólo montones de algodón prensado con detalles bordados y delicadas sandalias de cuero. Encajo a la perfección. Esta es mi gente, la clase trabajadora, que descansa después de una jornada de trabajo duro.

El maître sonríe a Gianluca cuando lo ve. Nos enseña una mesa con vistas hacia los riscos y al mar, más abajo. Las mesas me recuerdan el Ca' d'Oro, íntimas y bellamente dispuestas. No olvidaré traer a Roman aquí.

– ¿Cómo se llama este restaurante? -le pregunto a Gianluca.

– II Merlo. Significa «mirlo» -responde.

Nos sentamos a la mesa. El camarero no nos trae el menú, sólo una botella de vino, que abre y sirve.

– La sua moglia, bianco o rosso? -pregunta el camarero.

– Rosso -dice Gianluca.

– Perdona, ¿acaso el camarero me ha llamado tu esposa?

– Sí -dice sonriendo.

– O te ves joven o me veo vieja, ¿qué será? -Gianluca se ríe-. No tiene gracia. En mi familia la vejez es algo que hay que evitar y negar hasta que mueres, ahí ya no importa.

– ¿Por qué?

– Bueno, por una razón: la vejez es como un barbitúrico.

– ¿Qué es eso?

– Un sedante, lo contrario a la esperanza. La speranza. Non la speranza.

– Ah, ya…, soy demasiado viejo para ti.

– No quería ofenderte -le digo-, pero tu hija tiene casi mi edad. Bueno, casi. Podría ser mi hermana.