– Comprendo.
– Entonces, no soy yo la que habla, es la madre naturaleza. De hecho, no creo que seas viejo, en muchos grupos de gente, alguien de cincuenta y dos es joven. Pero no para una mujer de treinta y tres.
El camarero nos trae diminutas gambas bañadas en aceite de oliva y una cesta con bollos. Gianluca recoge las gambas con el pan, y hago lo mismo.
– ¿Qué edad tiene Roman? -me pregunta Gianluca.
– Cuarenta y uno.
– Pues podría ser mi hermano.
– Técnicamente, sí. -Cojo más gambas-. Supongo.
– Pero él no es viejo para ti.
– Ah, Dios, no -digo. Gianluca asiente con lentitud y mira hacia el mar. Entre el cóctel de ron de coco del hotel y el vino de ahora me siento habladora-. Mira, Gianluca, aunque tuvieras treinta y cinco, nunca saldría contigo.
– ¿Por qué no?
– Porque tu padre corteja a mi abuela. Y si eso no es un episodio de Jerry Springer a la espera de ser transmitido en Tivoed, no sé lo que es. Si mi abuela se casa con tu padre, te convertirías en mi tío. ¿Empiezas a ver la imagen?
Se ríe y dice:
– Entiendo.
– Mira, eres un hombre guapo, eres inteligente y eres un buen hijo. Todos son atributos estupendos. -Repaso a Gianluca buscando más cualidades positivas-. Conservas el cabello, y eso, en Estados Unidos, te mandaría a la cumbre de match.com. No pienso en ti de esa manera.
Gianluca estira el brazo por encima de la mesa y me limpia la barbilla con su servilleta.
– No puedo discrepar de eso -dice.
Me apoyo en la barandilla, fuera de mi habitación, mientras la luna llena asciende hasta lo alto del faraglione, que lanza ráfagas de luz plateada sobre el agua azul oscuro. Tras la deliciosa cena, me siento plena y feliz. Gianluca es muy divertido para ser un hombre mayor. Me agrada la manera en que los hombres italianos resuelven las cosas, me recuerda a mi padre, a mi abuelo, incluso a mi hermano, todos ellos aparecen, como la Cruz Roja, en momentos de crisis. Por eso tengo tan poca paciencia con Roman. Sé de lo que puede ser capaz y, cuando no puede arreglar algo, asumo que es porque no quiere.
Oigo las voces veladas, seguidas por una suave risa, de dos amantes que vuelven al hotel por el jardín. Los observo mientras avanzan entre los cipreses en el serpenteante sendero; sólo se detienen para besarse. Si no se puede ser feliz en esta isla de Capri, dudo que haya un lugar en el mundo donde se pueda ser feliz.
Entro en mi habitación y corro las cortinas a un lado para dejar las puertas de la terraza abiertas. Me subo a la cama y me recuesto sobre los cojines. La luz diáfana de la luna proyecta una franja blanca sobre la cama, como un velo nupcial.
Pongo la mano sobre la almohada que tengo más cerca e imagino que es Roman. No puedo seguir enfadada con él y no quiero. Quizá he bebido demasiado y el alcohol de la isla ha disparado mi compasión. Acaso deseo más el amor que el resentimiento. Sea como sea, le llamaré por la mañana y le hablaré de las calles adoquinadas, las estrellas rosadas y esta cama, que parece flotar encima del mar cuando penetra la brisa nocturna a través de las puertas abiertas. La expectativa de compartir esto y mucho más con Roman me sumerge en un sueño profundo.
Cuando me despierto a la mañana siguiente, me estiro y cojo el teléfono móvil. Lo abro y escribo:
Querido Roman:
El teléfono del hotel suena, voy al escritorio y descuelgo.
– Valentine, soy yo -dice Roman bajito.
– Estaba a punto de enviarte un mensaje -digo.
– Lo siento mucho -dice.
– No pasa nada, cariño. Recibí todos tus mensajes y sé lo mucho que lo sientes. Lo entiendo perfectamente. Cuando veas esta habitación y la vista, ni siquiera te acordarás de lo que te ha costado llegar aquí.
– No, lo siento de verdad -dice.
Me siento en el sofá y digo:
– ¿Qué?
– No puedo ir en ningún momento -dice. Como no sé qué decir, no digo nada. El continúa-. Hay un problema con mis patrocinadores. Es muy grave. -Sigo sin decir nada-. ¿Valentine?
– Aquí estoy -digo finalmente. Pero no estoy. Estoy adormecida.
– Estoy tan enfadado por esto como lo estás tú -empieza-, quiero estar contigo allá. Todavía quiero -dice-. Desearía…
Sé que algún día recordaré este episodio como el momento en que dejé de fingir que tenía una relación seria con Roman. ¿Quién permite esta clase de cosas? Le perdono sus citas canceladas y las oportunidades perdidas con regularidad y las olvidaré, creo que forman parte de la manera como funciona nuestra relación. Son nuestra normalidad. La principal obligación de Roman es su restaurante. Lo sabía cuando empezamos a salir, y lo sé ahora que estoy encallada en Capri sin él. No me sorprende, estoy resignada, pero eso no hace que duela menos.
Me arrastro de vuelta a la cama y tiro de las mantas hasta mi barbilla. Soy un fracaso en el amor. Las excusas de Roman parecen verdaderas, siempre las creo. Las excusas pueden ser grandes: amenazas de una inminente ruina financiera, o tontas, el fregadero anegado en la cocina del restaurante. La escala del desastre no importa, tomo y acepto lo que él me dé. Finjo que puedo soportarlo, pero hiervo por dentro.
Me siento muy mal, así que ¿por qué no rendirme ante lo peor? Busco en mi corazón y enumero todas las maneras en las que soy un fracaso. Hago una lista mental. Encuentro: casi 34 (¡vieja!), no tengo dinero ahorrado (¡pobre!) y vivo con mi abuela (¡necesitada!). Uso Spanx. Quiero un perro, pero no tengo ninguno porque tendría que sacarlo a pasear y ¡no hay tiempo en mi vida para pasear un perro! Mi novio es un amante de media jornada que pasa más tiempo en el trabajo que conmigo y lo acepto porque creo que eso es lo que me merezco. Soy una novia terrible, de hecho, ¡soy tan mala en las relaciones como él! Yo tampoco quiero sacrificar mi trabajo por él.
Roman Falconi hace promesas y yo dejo que las rompa porque entiendo la dificultad de vivir una vida creativa, haciendo zapatos o tagliatelle para gente hambrienta. El teléfono suena. Contengo la respiración y me siento antes de cogerlo. Roman habrá entrado en razón y cambiado de idea. ¡Hará el viaje! ¡Lo sé! Descuelgo el teléfono. Me digo a mí misma que no debo estropearlo. «Sé paciente», me digo mientras respiro.
– ¿Valentina?
No es Roman. Es Gianluca.
– ¿Sí?
– Quiero llevarte a conocer a mi amigo Costanzo.
No respondo.
– ¿Te encuentras bien? -me pregunta-. Le he dicho que estás esperando a que llegue tu novio, así que hizo un hueco para ti esta tarde.
– Esta tarde me va bien -le digo, y cuelgo el teléfono después de quedar a una hora.
Saco mi libreta de la cómoda y cojo la lista de cosas que quería hacer con Roman en Capri. Ahí están, llamando a las cosas por su nombre, una lista de fabulosas y románticas excursiones, viajes a los alrededores, lugares donde comer, comidas para probar, ¡las horas en que la piscina está abierta! Incluso tengo ese horario.
De pronto, la tristeza de tener que hacer estas cosas sola me sobrepasa. Empiezo a llorar, la decepción es casi imposible de soportar. Este lugar es tan romántico y yo soy tan miserable. El rechazo es lo peor, tengas catorce o cuarenta. Duele, es humillante e irreversible. Cojo la caja de pañuelos y salgo al balcón.
El sol emite una luz anaranjada intensa sobre el cielo azul profundo. Los yates, con sus velas blanquísimas, oscilan en el puerto que está abajo. Los observo mucho tiempo.
Pienso en llamar a la abuela, pero no quiero que desperdicie esta semana preocupada por mí, o peor, tratando de incluirme en sus planes con Dominic.
Observo a una familia, dos niños, la madre y el padre, que se dirige a la piscina. Los niños saltan a lo largo del sendero retorcido que cruza el jardín, mientras los padres los siguen detrás, muy de cerca. Los veo llegar a la piscina, los niños se quitan la ropa y saltan al agua. La madre elige unas sillas y acomoda las toallas. El esposo apoya los brazos en la espalda de su esposa, y la sorprende. Ella ríe y se da media vuelta. Se besan. Aquí la felicidad parece surgir sin esfuerzo. La gente normal, como esta familia, encuentra la felicidad y se enamora y recrea su propia familia. Esto nunca me sucederá. Lo sé.