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Me doy una ducha y me visto. Lleno mi bolso de mano con mi teléfono, mi billetera y la libreta de dibujo. Me dirijo a la puerta. No puedo estar un minuto más en esta habitación: es un recordatorio de quién no está aquí. Este recuerdo me hace llorar, así que echo la caja de pañuelos en el bolso.

El vestíbulo está muy tranquilo a esta hora de la mañana. Voy al mostrador, abro el bolso y saco la billetera.

– ¿Se va? -me pregunta el chico.

– No, no. Estaré aquí una semana, como estaba planeado. Quisiera quitar el nombre del señor Falconi de mi habitación y que se haga el cargo a mi tarjeta de crédito, por favor. -Sí, sí -dice. Pasa la tarjeta de mi habitación por el lector, encuentra la información, toma mi tarjeta de crédito y hace los cambios en la cuenta.

– Gracias. Ah, y también me gustaría dar un paseo en yate alrededor de la isla.

– Claro. -Revisa los horarios-. Hay uno que sale en veinte minutos desde el muelle.

– ¿Podría pedirme un taxi?

– Por supuesto -dice.

El paseo en yate no se hace en yate, para nada, sino en una barca con varios remos de madera y bancos pintados de amarillo brillante, en los que los turistas, incluyéndome a mí, nos sentamos de cuatro en cuatro. Somos cerca de dieciocho, la mayoría japoneses, unos cuantos griegos, una pareja de estadounidenses, un ecuatoriano y yo.

El capitán es un viejo lobo de mar napolitano de barba blanca, sombrero de paja y un megáfono apaleado que parece sacado de las profundidades del mar Tirreno. Mientras la barca se aleja del muelle, surcamos la superficie del mar impulsados por la propulsión del motor.

El capitán Pio explica que nos mostrará las maravillas naturales de Capri mientras la mujer que está junto a mí me da un codazo en la cara para hacerle una fotografía a Pio con la cámara de su móvil. De pronto, todos los turistas están fotografiando a Pio con sus teléfonos. Él hace una pausa y sonríe para ellos. Pienso en Gianluca, que me dijo que odiaba toda esta tecnología. En este momento, yo también.

Echo de menos las grandes y pesadas cámaras viejas que llevabas alrededor del cuello con una correa y, sobre todo, echo de menos tener que reservar el rollo para los mejores momentos, porque eran demasiado caros. Ahora hacemos fotos de todo, incluso de las personas que hace fotos. Quizá Gianluca tenga razón, la tecnología no nos ofrece una mejor manera de vivir o un arte mejor, es una locura.

Me gusta observar los botes en el río Hudson, pero es muy diferente estar en uno, rebotando y dando brincos sobre las olas. Me sorprende que el viaje sea tan tambaleante pues, desde los muelles, las embarcaciones parecen moverse con suavidad sobre el agua. ¿De esta manera es el amor? Parece muy fácil y sin esfuerzo desde la distancia, pero cuando estás ahí, es una experiencia muy diferente. Sientes cada empujón y te preguntas cuál será la ola que te dará alcance, si sobrevivirás o te ahogarás en las peligrosas aguas, si lo lograrás o volcarás.

Nuestra barca es difícil de manejar, nos movemos por la superficie como una tabla vieja. Las grandes olas vienen de todas partes, nos elevan unos centímetros para enviarnos con un golpe seco al agua. Los saltos empiezan otra vez cuando una nueva ola se lanza rodando sobre nosotros. Mis dientes me empiezan a doler por el golpeteo de la superficie contra el fondo de la barca. Siento el peso de cada ser humano en esta barca. Nos sentamos tan cerca que, cuando una ola granuja golpea un lado, es como si el grupo fuera azotado con un tubo de plomo.

Pio guía la barca a una cala tranquila -gracias a Dios- y señala una formación rocosa natural que se parece a la estatua de Nuestra Señora que apareció en la gruta de Lourdes. Pio dice que Nuestra Señora es un milagro del viento, la lluvia, la roca volcánica y la fe. En este momento hasta yo saco el teléfono y hago una foto. Pio dirige la barca fuera de la cala y nos muestra el coral indígena que crece debajo de la orilla del agua a lo largo de la escollera. Mientras las olas chapotean contra las rocas, pillamos algunos atisbos de los tentáculos del vidrioso coral rojo. Empiezo a llorar cuando recuerdo la rama de coral que me dio Roman el día que me prometió este viaje. La mujer asiática que está junto a mí me pregunta:

– ¿Se encuentra bien? ¿Está mareada?

Sacudo negativamente la cabeza, quiero gritar: ¡no estoy mareada! ¡Estoy desconsolada! Pero sonrío, asiento y miro el océano. ¡No es culpa de ella que Roman Falconi no viniese! La desconocida sólo intenta ser amable, eso, y que no vomite sobre su bolso Gucci de imitación.

Pio dirige la barca hacia el mar y somos lanzados de un lado a otro de nuevo. Miro montones de barcas como la nuestra repletas de turistas hombro con hombro dando vueltas. Cuando salimos de la cala, otra barca se mete para ocupar nuestro lugar.

– ¿Cuándo veremos la gruta azul? -pregunta el esposo norteamericano de la esposa norteamericana.

– Pronto, pronto -le responde Pio con una sonrisa cansada que significa que responde mil veces al día la misma pregunta.

Oímos la música de un acordeón que se desplaza por el agua. Todas las cabezas se giran hacia la alegre tonada. Un bruñido catamarán con un baldaquín de rayas blancas y negras se hace visible desde las rocas. Un hombre toca un acordeón y su acompañante, con un sombrero ancho que le cubre la cara, está recostada en un montón de cojines sobre la cubierta alfombrada. Es un espectáculo muy romántico, tanto que provoca que todas las personas atiborradas en este batel lamenten no haber fanfarroneado y alquilado un bote privado.

La música se hace más fuerte conforme el catamarán se aproxima.

– Es una maravilla, ¿no? -dice la mujer estadounidense-. Un amor de la tercera edad.

Miro más de cerca el catamarán. ¡Dios santo!, es mi abuela la que está debajo de ese sombrero, como una cortesana de Boticelli en reposo, excepto porque ella no come uvas, sino que escucha la serenata de Dominic. Me pongo las manos en la cara para ocultarme, porque no hay suficiente espacio para doblar los codos.

El capitán Pio grita al capitán del catamarán:

– ¡Giuseppe! ¡Aquí, Giuseppe!

El capitán lo saluda. Las olas golpean con fuerza nuestra cargada barca, me sorprende que el capitán no haya entendido el saludo de Pio como una señal de advertencia. Los turistas de nuestra barca agitan las manos hacia los amantes y luego empiezan a hacerles fotografías. Qué raro estar de vacaciones y hacer fotos de otras personas para divertirse. La abuela y Dominic tienen sus propios paparazzi- Podría gritar, así que lo hago:

– ¿Abuela? -grito. Mi abuela se sienta, se empuja el sombrero y entorna los ojos a través del agua hacia nuestra barca.

– ¿Los conoces? -me pregunta la mujer estadounidense que está detrás de mí. Estamos demasiado apretados para volverme, así que grito mirando hacia delante:

– Sí.

– ¡Valentine! -la abuela agita la mano hacia mí. Le da un codazo a Dominic, que mueve su acordeón.

– ¡Disfrutad! -grito mientras nos alejamos. La abuela se recuesta entre los cojines y Dominic sigue tocando.

¿Cómo debo tomarme esto? Mi abuela de ochenta años está siendo seducida en el mar Tirreno y yo voy embutida en esta barca como un filete de atún para el mercado de pescado local… Como si necesitará otra razón para llorar en la isla de Capri.

– ¿Qué te ha parecido la gruta azul? -me pregunta Gianluca mientras caminamos hacia la tienda de zapatos de Costanzo Ruocco.