Mi madre se encoge de hombros:
– Vosotros no sabéis divertiros.
La abuela llega y da a mamá un beso rápido. Mi madre mete en mi bolso un pedazo de tarta envuelta en una servilleta. Alfred, Jaclyn y Tess se reúnen alrededor y se despiden por turnos de la abuela. Finalmente, después de haber besado al último primo tercero, nos podemos ir.
La abuela y yo nos encaminamos a la salida del salón veneciano Luz Estelar, franqueamos las puertas de la antesala, pasamos a través del gran vestíbulo con su techo arqueado, por decante de las paredes cubiertas con un tapiz de colores arándano y oro, de la chimenea incrustada de mármol y, finalmente, bajo de las parpadeantes arañas de luces de la entrada del vestíbulo.
La abuela toma de la mesa de regalos una bolsa para mí y otra para ella. Mientras oímos los sensuales acordes de Oh, Mane, con los que el grupo nos despide, salimos hacia la reparadora noche. Abordamos nuestro coche y nos acomodamos en el asiento. El conductor se gira y nos mira:
– Os vais temprano, chicas.
– A Manhattan, por favor -dice la abuela.
Nos miramos y sonreímos. Por fin nos vamos a casa.
La limusina esquiva baches mientras nos acercamos a la entrada del Midtown Tunnel de Queens. La abuela y yo compartimos las muestras de chocolate Li-Lac mientras los rascacielos de Manhattan surgen delante como enormes teclas de piano, blancas y negras, contra un cielo plateado.
Cuando salimos del túnel, del lado de la ciudad, giramos hacia la Segunda Avenida. El East Village se parece al viejo Greenwich Village que recuerdo de niña. Esta noche se muestra como un carnaval de final de verano, con mucha gente en las calles, sobre la que caen luces color rosa pálido y neones azules. Mientras nos encaminamos hacia el oeste, al corazón de Greenwich Village, dejamos atrás los rascacielos y la vida nocturna para entrar en el silencioso santuario de sinuosas calles flanqueadas de encantadoras casas con fachada de arenisca parda y maceteros que cuelgan de las ventanas, llenos de geranios e iluminados por farolas antiguas.
Desde la ventana de mi antigua habitación, en Queens, mientras oía una y otra vez La isla bonita de Madonna, imaginaba el glamur y la sofisticación de Manhattan, tan sólo a unas cuantas paradas de metro de la línea E. No podía esperar a las cenas del domingo con mis abuelos, en el Village. Guando mi padre giraba en Perry Street y conducía sobre los adoquines, saltábamos en el asiento trasero como pelotas de tenis. Esas calles adoquinadas señalaban que casi habíamos llegado al lugar donde vivía la magia: la compañía de zapatos Angelini.
– ¿Dónde es? -pregunta el conductor.
– El edificio de la esquina. ¿Ve esa marquesina azul y blanca? Ahí vamos -le digo.
El conductor se sube a la acera y detiene el coche:
– ¿Vivís aquí?
– Desde el día que me casé -dice la abuela.
– Un barrio que mola -dice él.
– Ahora -dice la abuela con una sonrisa.
Ayudo a la abuela a salir del coche. Busca las llaves bajo la luz de la farola. Miro hacia arriba, al cartel original que hay encima de la puerta y en el que antes se podía leer:
Pero años de lluvia han borrado tres letras y ahora se lee:
La «l» de «Ángel» tiene la forma de un anticuado botín color crema con botones azul turquesa. Cuando era niña soñaba con un par de botines como los del rótulo. La abuela se reía y decía:
– Esas polainas no han estado de moda desde la época de Millard Fillmore.
La especiada fragancia del cuero nuevo, la cera de limón y el aceite de la máquina cortadora nos saludan al entrar. Paso de largo la puerta de paneles con cristal esmerilado, en la que figura una «A» cursiva grabada al aguafuerte y que lleva hacia la tienda, me arremango el vestido y subo las estrechas escaleras. Alcanzo la primera planta, un enorme cuarto que comprende la cocina y el salón.
– Adelántate y enciende las luces -dice la abuela desde abajo-, con estas rodillas llegaré el martes.
– Tómate tu tiempo -respondo.
Acciono los interruptores de las luces en hilera que apuntan a la encimera de la cocina. La estrecha cocina abierta se extiende a lo largo de la pared trasera. Una barra de granito blanco y negro separa la cocina del comedor. Cuatro taburetes cubiertos con cuero rojo y tachuelas de bronce están metidos debajo de la encimera. Recuerdo a la abuela levantándome sobre uno de los taburetes cuando era niña. Qué extraño estar aquí, a mis treinta años, encendiendo las luces y asegurándome de que todo sea seguro para ella, tal y como ella siempre hacía por mí.
En el centro de la habitación hay una larga mesa de madera con capacidad para doce personas. Las sillas tienen asientos con flores, bordadas por mi madre. En esta mesa, centro de nuestra vida familiar, compartimos las comidas, conversamos con los clientes y hacemos planes.
Una opulenta araña de cristal de Murano cuelga sobre la mesa, cargada de racimos de uvas y adornada con cuentas de azul muy oscuro. Durante todo el año hay un jarrón con flores frescas en el centro de la mesa. La abuela es dienta asidua del mercado coreano de Charles Street. Las flores frescas llegan cada martes y la abuela se las arregla para elegir lo mejor de lo mejor. Esta semana las azucenas atigradas llenan con su color naranja una vieja vasija de barro.
Más allá de la encimera, en el salón, y debajo de las ventanas de la fachada, hay un largo y confortable sofá tapizado con terciopelo beige y cojines color verde manzana y ladrillo.
La abuela tiene en la esquina un sillón reclinable de cuero negro que hace juego con una otomana. Al lado, una lámpara con pie de cristal moldeado y una pantalla de seda con rayas blancas y negras. El televisor descansa sobre una pequeña mesa frente al sofá. Unas cortinas de impoluto color cascara de huevo cubren las ventanas, dejando pasar la luz al tiempo que ofrecen cierta privacidad ante la concurrida calle de abajo.
La abuela se detiene a la entrada del salón y se pone las manos en las caderas.
– Podría tomar un trago antes de dormir, ¿qué te parece?
– Claro. -Me quito los zapatos-. ¿Regaste los tomates antes de irnos?
– ¡Lo olvidé por completo y hoy ha hecho mucho calor!
– No pasa nada, ya lo hago yo. -Me subo la falda del vestido y trepo por los escalones hasta la tercera planta.
Me detengo al pasar por el dormitorio de la abuela, en lo más alto de la escalera, enciendo la pequeña lámpara de su mesita y descubro la pila de libros que tiene junto a la cama. La abuela es una gran lectora. Una vez al mes se dirige a la biblioteca pública de la Sexta Avenida y llena una bolsa de la compra con libros. La pila incluye: The Ten-Tear Nap, de Meg Wolitzer, What Happened on the Boat, de Angela Thirkell; Hold Tigkt, de Harlan Coben; Women & Money, de Suze Orman, y Smart Women Finish Rich, de David Bach.
Frente a la habitación de mi abuela está la vieja habitación de mi madre, decorada para criar a un hijo único en los años cincuenta. Tiene un aspecto recargado, el delgado papel tapiz ostenta ramos de violetas amarrados con listones dorados, hay un pequeño escritorio y una silla pintados de blanco que combinan con la cama, cubierta con una colcha de organza color lavanda con volantes y a juego con las almohadas redondas que hay a lo largo de la cabecera tallada.
Mi dormitorio, que solía ser la habitación de huéspedes, está junto al de mi madre. Cuando la abuela se sintió sola después de la muerte del abuelo, tía Feen vivió aquí un tiempo. Han pasado diez años, pero el frasco casi vacío de Bonne Nuit sigue en su tocador; en el fondo de la botella aún queda un poco de perfume. Entre las dos ventanas y sus respectivas cortinas romanas de algodón blanco hay una cama de matrimonio sencilla, con cabecera y un cubrecama blanco.