Escucho los mensajes de Roman, dice que me ama y que le gustaría estar aquí. Tres consecutivos, todos con el mismo nivel de pasión suplicante. Es interesante que en el momento en que dejo salir mi furia Roman se acerque a mí. Quizá sea por el cóctel, pero le escribo:
He encontrado un trabajo en Capri. Lo adoro. Quizá nunca vuelva a casa. Tal vez tengas que venir aquí después de todo. Besos, V.
Alcanzo a Gianluca en el balcón y le digo:
– ¿Qué te parece? -Señalo los jardines del Quisisana y el mar a lo lejos.
– Bella.
– Ahora entiendes por qué quiero quedarme.
Cuando cae la noche en Capri parece como si un velo azul se posara encima de la reluciente isla. Pongo las manos en la barandilla y arqueo la espalda, mirando hacia arriba, para absorber lo más que pueda del cielo infinito.
De pronto siento unas manos en mi cintura. Gianluca me atrae hacia él y me besa. Mientras sus labios permanecen, con suavidad y dulzura, sobre los míos, una cinta gruesa de información recorre mi cabeza. Por supuesto que te está besando, qué has creído que haría, lo has invitado a tu habitación, de noche, le has enseñado el romántico balcón con un montón de estrellas encima, le has preguntado qué pensaba y sus pensamientos se han desviado hacia el sexo y ahora estás en un follón. Las palabras de Gabriel suenan en mis oídos: «Sin anillo, no hay compromiso». Este beso ha sido adorable y quiero más. Nunca me he recuperado de un amor malogrado en los brazos de alguien nuevo, así que ¿por qué no empezar ahora?
Le rodeo con mis brazos y deslizo mis manos hasta su cuello. Me besa de nuevo. ¿Qué estoy haciendo? Me rindo, eso es todo. Todo en esta isla alienta a hacer el amor, cada color, textura y tono crea un irresistible telón de fondo para una cosa y sólo una, que comienza en los cafés, en las mesas íntimas donde las personas se frotan las rodillas y los muslos; los sorbos azucarados de dulces de coco después de una larga excursión bajo el sol; el olor decadente a cuero suave en la tienda de Costanzo; los alimentos frescos, los higos maduros arrancados en ese momento del árbol; el delicioso aire salado del mar y la luna como un remilgado botón de perla sobre un cielo de seda que anhela ser desabrochado. Incluso los zapatos, sobre todo las sandalias, cintas de oro fibrosas sobre la piel morena, listas para deslizarse y desanudarse, dilo: sexo.
Los italianos llevan vidas sensuales, todo el mundo lo sabe, yo lo sé, y por esa razón no me estoy resistiendo a estos besos.
De algún modo resistirme a lo que parece tan natural me parecería un insulto a la vida. Estos besos forman parte tanto de un veraniego día italiano como lo es arrancar un higo de un árbol y comérselo. Si queda algo de romance en el mundo, su mejor versión se encuentra en Italia. Gianluca me sujeta como un premio mientras el contacto de sus labios me rodea como las cálidas olas de la piscina. Me descubro a mí misma dejándome ir mientras Gianluca besa con ternura mi cuello. Cuando abro los ojos, sólo veo estrellas, esparcidas a través del cielo azul como pedacitos de cristal.
Luego recuerdo a Roman y que se suponía que seríamos nosotros los que estaríamos en este balcón, debajo de estas estrellas, elaborando nuestro camino a esa cama bajo la luz de esta luna. Empiezo a alejarme. Pero no estoy muy segura de tener la fuerza para resistirme. ¡Soy la chica que siempre se queda con el segundo cannoli! ¿No me lo merezco? ¿No nos lo merecemos todos?
– Lo siento -le digo.
– ¿Por qué? -dice Gianluca en voz baja. Luego insiste, me besa de nuevo. Esta no soy yo. Ni siquiera miro a otro hombre cuando estoy en una relación con alguien. Soy muy fiel; de hecho, a menudo soy fiel incluso cuando no lo he acordado previamente. Puedo ser fiel después de una cita, así soy de fiel. Mi tendencia natural es la devoción a la antigua. La espontaneidad y la variedad no son para mí. Analizo detenidamente las cosas, para que nunca tenga que pasar de puntillas por mi pasado con arrepentimiento. ¡Paso de eso, sin problemas, libre! Soy una mujer de borrón y cuenta nueva. Necesito decirle a Gianluca que yo no hago esta clase de cosas antes de que lleguemos más lejos. Tomo sus manos y doy un paso hacia atrás. Peor aún. Me gustan sus manos encima de mí. El contacto de sus dedos, esas manos fuertes de curtidor, me provoca ligeros escalofríos en los brazos que bajan por mi espalda como frías gotas de lluvia al golpear mi piel en un día caluroso. Me estoy contagiando de algún tipo de malaria.
– ¿Qué estoy haciendo?
Me suelto de sus manos y me alejo de él.
– Entiendo -dice.
– No, no entiendes.
Hundo el rostro entre mis manos. No hay nada como cubrirse en un momento de vergüenza, sólo deseo tener una capucha y un chal de pashmina en una solitaria celda en la que arrastrarme.
Pero antes de que pueda explicar lo que siento o justificar mi conducta impulsiva, él se ha ido. Escucho cómo se cierra la puerta de mi habitación que da al pasillo del hotel. Pongo mi mano encima de mi boca. Debajo de la mano, mis labios no están encogidos de indignación. No, por el contrario y para mi sorpresa…, sonrío.
El último día en la tienda de Costanzo empaqueto mis herramientas e intento no llorar. No puedo explicar lo que estos días han significado para mí. Pensar que quería venir como un turista a echarme cerca de la piscina y dormir todo el día me hace sentir como una tonta. Lo que he ganado en el intercambio no es cuantificable. Bajo la dirección de Costanzo y su sutil estímulo, me he convertido en una artista.
Claro, la abuela me ha enseñado cómo hacer zapatos, pero nunca ha dedicado tiempo a enseñarme a andar por el mundo como una artista. Nunca ha habido tiempo para animarme a andar ese camino, porque ella lo desconoce. Los soñadores fueron mi bisabuelo y mi abuelo. La abuela es una técnica, una zapatera práctica. Ella diseñó un zapato una vez, pero fue por necesidad. Dibujó el zapato plano de ballet y lo elaboró porque Capezio le quitaba un cliente tras otro. Lo diseñó sin la intención de crear, sino por necesidad. Necesitaba hacer dinero. Hacer zapatos nunca ha sido una forma de autoexpresión para Teodora Angelini, por el contrario, era comida en su mesa, ropas para mi madre y dinero para el platillo de las limosnas en la iglesia de Nuestra Señora de Pompeya. No hay nada malo en eso, pero ahora sé que yo quiero más. Quiero decir más.
La ciudad de Nueva York significa todo para mí, pero ahora sé que, en el frenesí y el ruido, en medio del apremio y la prisa, la voz del artista queda ahogada por la necesidad de ganarse el sustento. Entiendo el atractivo de la seguridad, la necesidad de ganar dinero para pagar nuestras cuentas y hacer frente a las nóminas, pero un artista necesita tiempo para pensar y soñar. El tiempo, desorganizado y libre, alimenta la imaginación. La siesta del mediodía puede parecer un descanso, pero para un artista como Costanzo es la hora de repasar el trabajo del día y reflexionar acerca de nuevos colores y combinaciones. Costanzo también me ha enseñado que la vida común es ingeniosa. Me ha enseñado a mirar las cosas de todos los días y a encontrar la belleza en ellas. No soy sólo una zapatera, estoy creando un zapato particular para un cliente que está tratando de expresar algo sobre sí mismo al mundo. Mi trabajo consiste en entregar ese mensaje, en hallar el significado en lo común.
Ya no miro una molesta gaviota que observa mis migajas, miro una gama de blancos, vestidos en las plumas negras con simples manchas blancas. Zapatos. No veo un muro de piedra en el que el sol cae de lleno por la tarde, veo un particular gris que se degrada con destellos dorados. Cuero. No veo un nudo de enredaderas en una cerca negra, veo un bosque verde de terciopelo y cintas de cuero negro. Botas. No veo un cielo azul con nubes, veo un rollo de seda bordada. No veo un montón de peonías rosadas que un recién casado lleva a su esposa a través de la piazza camino a casa, veo una borla enjoyada en el empeine de un zapato de fiesta. Adornos.