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Y cuando ahora miro a esa mujer, no veo moda, no veo edad, no veo talla, la veo a ella, veo a mi dienta, que necesita que le proporcione todo lo que dice quién es; y así expreso quién soy mediante el trabajo que hago. Sencillo, pero este conocimiento me ha transformado. Ya no soy la mujer que aterrizó en Roma hace un mes y no seré la misma cuando vuelva a casa. Veré mi casa con estos ojos nuevos. Bueno, esto me asusta un poco: ¿qué pasaría si estoy tan cambiada que ya no tengo las mismas metas en las que me concentraba antes de partir? ¿Qué pasará si regreso a casa y Roman no es el hombre para mí y pelear con Alfred no es suficiente para salvar la tienda y el edificio? ¿Qué pasará si la mirada de este artista ha transformado el alma profunda de lo que soy? ¿Qué si ya no quiero aquello con lo que alguna vez soñé?

Un día, durante el almuerzo, Costanzo me contó que era viudo y sus ojos se llenaron de lágrimas, así que no insistí. Pero no quiero irme de Capri sin saber acerca de su esposa. Así como me ha enseñado mucho sobre arte, siento que sabe mucho acerca de otras cosas, de las entrañas de la vida, de la búsqueda del amor verdadero.

Me reúno con Costanzo en la veranda, donde ha dispuesto nuestro almuerzo, como ha hecho cada día. Veo la mozzarella de búfala y los deliciosos tomates maduros cortados en delgadas rebanadas. Los baña con aceite de oliva mientras me acerco.

– Nuestro último almuerzo.

– La última cena -dice riéndose.

– No quiero irme.

– Ninguna mujer quiere dejar a Costanzo Ruocco -dice, y ríe de nuevo.

Me siento y me pongo una servilleta en el regazo. Costanzo llena mi plato con la fruta de su jardín. Una brisa tranquila recorre el lugar y agita el mantel.

– Antes de irme me gustaría que me hablaras de tu esposa.

Costanzo mete la mano debajo de su camiseta y saca una cadena de oro con un anillo de boda unido a ella.

– ¿Cómo se llamaba? -le pregunto con amabilidad.

– Rosa -dice-. Nació como Rosa de Rosa.

Costanzo levanta la mano, se pone de pie y va al interior de la tienda. Cuando vuelve me da un sobre de papel manila. Lo abro. Dentro hay muchas fotografías, algunas en blanco y negro, algunas instantáneas pequeñas de color con el vivido azul del Ektachrome de los años sesenta, algunas de la cámara Instamatic de los setenta. Cuando sus hijos nacieron hay más fotos aún, hechas con una Polaroid, el tipo de fotografías que nosotros solíamos hacer, reveladas sobre una mesa y pegadas en cuadrados de cartón. Con delicadeza, coloco una pila de fotografías sobre la mesa. La más grande, una fotografía en blanco y negro de Costanzo y Rosa el día de su boda, fue hecha por un profesional. Es una mujer morena, pequeña, con un par de impresionantes ojos marrones. Me recuerda a mi hermana Jaclyn. Rosa lleva un minúsculo adorno de fantasía en el cabello, cubierto con una red y un vestido estilo bailarina blanco de satén con escote y la cintura ajustada que da lugar a una falda acampanada. En sus diminutos pies lleva elegantes zapatos altos de charol. Costanzo está detrás de ella y la sujeta por la cintura.

– Me case el veintitrés de septiembre de 1963, fue el día más feliz de mi vida.

– Bella -le digo.

– La llamaba bella Rosa y a veces sólo bella. -Se le rompe la voz.

– Y tú eres muy guapo -digo, y hago el movimiento de abanicar como él había hecho conmigo. Se ríe. Después de todo, recuerdo y nunca lo olvidaré, es italiano. El ego masculino llega intacto con la partida de nacimiento-. La añoras muchísimo.

– No puedo hablar de ella. En mi vida, a pesar de todas las palabras que he oído, nunca he encontrado alguna que pueda describir lo que ella significó para mí. Lo intento, pero incluso la palabra amor no es suficiente. Era mi mundo. Desde que murió, no he dejado, ni por un momento, de amarla y pensar en ella.

Me acerco por encima del banco, tomo la mano de Costanzo y digo:

– Todas las mujeres deberían ser amadas como tú amaste a Rosa.

– Me resulta difícil vivir sin ella. Casi imposible. Cuando la muerte me llegue, será bienvenida, porque veré a Rosa de nuevo. Sólo espero que ella quiera a este hombre viejo.

– Oh, claro. Los hombres mayores tenéis mucho que decir.

No es sólo arte lo que he aprendido en Capri.

– Murió en 1987. Nada ha sido igual. Los higos no saben igual ni el vino ni los tomates. Se llevó todo lo bueno. Todo lo que he aprendido acerca de la vida lo aprendí de ella, sobre todo, del amor. -Costanzo se pone en pie y me mira-. Espera, tengo algo para ti -dice mientras va hacia la tienda.

He pasado una semana en Da Costanzo aprendiendo cosas que necesitaba saber. He aprendido acerca del gropponi, el mejor cuero de vaca para hacer suelas; del capretto, el cuero de cordero más suave, maravilloso para hacer las correas, y del vitello, la piel más firme, que funciona bien en una suela completa. Y he aprendido que el mundo exterior a esta isla está invadiendo la artesanía que nació aquí, engullendo las técnicas y los diseños de Costanzo sin su permiso, sólo para fabricar en serie su versión para la multitud.

Astutos empresarios estadounidenses acuden aquí, compran las sandalias de Costanzo, se las llevan a casa, las copian y en el acto roban los diseños e incluso tienen la desvergüenza de ir a los mismos proveedores que Costanzo e intentan comprar los materiales que utiliza para elaborar las sandalias de su firma. Los proveedores, al tanto de los ladrones, rehúsan vender los suministros a los arribistas. La lealtad sigue siendo el mejor atributo italiano.

Costanzo también me ha enseñado cosas pequeñas, consejos que aunar a los hábitos de trabajo que, a la larga, forman parte de la técnica del artista. Cuando corto un tacón, ahora cojo mi navaja y pelo el borde como la piel de una manzana hasta conseguir la talla exacta del pie del cliente. Costanzo me ha enseñado a coser suturas lisas dentro del zapato para que sean más cómodos para el cliente. Me ha enseñado a aceptar el color, nunca a temerlo. Si el primer ministro de Italia puede llevar unos mocasines de cuero color melón, cualquiera puede. También aprendí algunas cosas yo sola. Aprendí que los turistas en Capri son tan ruidosos porque la isla los cautiva y alzan la voz por la emoción. Aprendí que viajar sigue siendo la mejor manera de sacudir la vida, cambiar el punto de vista y adquirir inspiración, pero debes estar bien despierto y alerta para captarlo, si no es un desperdicio. Y aprendí que mi abuela no necesita que la cuide ni que me preocupe por ella, es autosuficiente. Está bien por su cuenta.

Costanzo regresa a la mesa con una caja de zapatos.

– Costanzo, nunca te agradeceré lo suficiente esta semana.

– Eres una buena zapatera -asiente lentamente con la cabeza-. Como yo cuando era joven.

– Eso significa mucho para mí, es todo lo que necesito.

– Trabajas duro, cuando seas tan vieja como yo sabrás lo que se siente por haber pasado tu vida haciendo algo hermoso para otros. Eso es lo que damos al mundo. Bueno, tengo un regalo para ti -dice.

– No hacía falta que lo hicieras.

Costanzo me entrega una caja de zapatos. Antes de quitar la tapa recuerdo lo que le pedí el primer día de trabajo: «¡Hazme unas sandalias!».

– No son para ti, tienes los pies demasiado grandes para estos zapatos.

Lanzo una mirada a Costanzo y le digo en un tono que le causa risa:

– Mille grazie.

Abro la caja y miro dentro. Levanto el revestimiento de lino. Aguanto la respiración y saco el zapato, una revelación en forma, detalle y figura.