– Tú estás tan ocupada como yo -dice, y su expresión se suaviza-. Creo que te gusta la idea de estar conmigo, pero creo que yo no soy para ti.
Si yo fuera más joven y él fuera otra persona, pensaría que esto es alguna clase de recriminación, diseñada para distraerme de la indiscreción sexual de la cocina. Pero no es una recriminación, él tiene razón. Me gusta que esté ahí cuando le necesito, pero yo tampoco estoy muy presente en esta relación.
– Lo siento. -Me resulta casi imposible decir lo siento, pero lo hago. Y luego digo la cosa más difícil de decir de todas, porque la creo-. Te amo, de verdad.
Roman me mira, luego niega con la cabeza, como si no pudiera asimilarlo.
– Creo que hay algo más.
– ¿Estás de broma? Yo soy la que te acaba de pillar en la cocina con una mujer.
– No me has pillado. Ha sido algo inocente. Desde que volviste de Italia has estado distante y no me permites acercarme a ti. Te he rogado que me perdones por haberme perdido las vacaciones. He tratado de compensarte. Otras personas tienen carreras exigentes y lo solucionan. Creo que nuestras agendas son sólo excusas. No tenemos lo que hace falta. Simplemente no lo tenemos.
– Yo creo que sí.
La idea de perderle me hace sentir desesperada. Experimento una oleada de pánico, le prometería cualquier cosa sólo para que me diera otra oportunidad. Quiero una oportunidad para hacerlo bien, para demostrar mis sentimientos, entregarme, comprometerme y mostrarle cuánto le amo. Mi mente se llena de imágenes con él, las últimas Navidades tostando nubes con los niños en la terraza, jugando a baloncesto con mis sobrinas, cogiendo del brazo a la abuela en la calle sin ningún motivo. No estoy lista para despedirme de este buen hombre. Pero no sé cómo ayudarle a entender quién soy y de lo que soy capaz, porque no le he dado ningún indicio de la persona que soy. La mayoría del tiempo no hemos mantenido una relación demasiado íntima, más bien ha sido distante, y no sé por qué.
– Valentine, si esto es auténtico, entonces deberíamos intentarlo.
– Necesito pensar en ti, Roman. No quiero que esto se convierta en una tirita gigante que termina con nosotros en la cama, para suavizarlo todo y que sigamos bien durante un par de semanas, y que esto… vuelva a ocurrir. Hay algo mal y necesito averiguar qué es. Mereces algo mejor.
– ¿Lo dices en serio? -exclama. Hay un gesto en su cara que no le he visto en mucho tiempo: esperanza.
– Además, besé a un hombre en Capri. Ya está, ya lo he dicho. Me hacía sentir mal, lo siento. Lo siento mucho. La verdad es que no tengo derecho a entrar con paso firme en el Ca' d'Oro y juzgarte por verte con la rubita cuando yo hice algo tan estúpido.
– ¿Por qué? -me pregunta.
– Estaba furiosa contigo. Eso fue todo.
– Me tranquilizas.
– ¿Qué? -digo. No puedo creer que ésta sea su reacción, ¿dónde está la cólera? Los celos.
– Sabía que algo iba mal y ya me lo has dicho.
– Aún quiero estar contigo -le digo.
– Y yo quiero que funcione -admite.
– Bueno, ve dentro y dile a esa maître que la plaza está ocupada.
– ¿Quieres venir conmigo? -dice sin soltarme la mano.
– No creo. -Le beso-. Ven a casa esta noche.
– ¿Y Teodora?
– Le cerraré la puerta y pondré la radio con Cousin Brucie. No oirá nada.
– Nos vemos después -dice.
– Toma -digo. Busco en mi bolso y le doy un juego de llaves, las llaves que he intentado darle durante meses. Penden de un llavero del hotel Quisisana.
Roman mira el llavero y dice:
– Estás decidida.
– Sí, lo estoy.
Me doy media vuelta, camino calle abajo y cuando llego a la esquina miro hacia atrás. Él sigue ahí, observándome. Le saludo con la mano. Me ama. Eso es algo que no estoy preparada para perder.
– Abuela, ¡ya estoy en casa! -grito desde el hueco de la escalera. Estoy deseando quitarme este vestido, ponerme el pijama y terminar nuestra discusión acerca de Dominic. Quiero dejar a la abuela dormida antes de que llegue Roman. Esta noche quiero confiarle mis pensamientos sobre Roman y que besé a Gianluca, y preguntarle qué haría si estuviera en mi lugar. Creo que ella elegiría a Roman, igual que yo.
– Abuela, ya estoy en casa -grito de nuevo mientras entro en la cocina. El televisor está encendido y ella no está en su silla. Qué raro, suele apagar el aparato antes de subir. Pongo mi bolso en la mesa y me empiezo a quitar el abrigo, luego veo los pies de la abuela en el suelo, detrás de la encimera. Me apresuro hacia la encimera. La abuela yace en el suelo. Me arrodillo junto a ella, respira, pero no responde cuando le digo su nombre. Cojo el teléfono y marco el 911.
La ambulancia ha trasladado a la abuela al hospital de Saint Vicent. Despertó en casa, pero estaba confundida y no recordaba haberse caído. Mis padres llegaron pronto al hospital, a esta hora de la noche casi no hay tránsito de Queens a la ciudad. Tess, Jaclyn y Alfred cruzan las puertas, sus caras están llenas de temor. Son casi las diez de la noche, pero la abuela ha pedido a mi madre que llamara a su abogado, su viejo amigo Ray Rinaldi, que vive en Charles Street. Mi madre ha hecho exactamente lo que ella le ha dicho y ahora Ray está dentro de la UCI con ella.
Roman empuja la puerta de cristal y corre hacia mí.
– ¿Cómo se encuentra?
– Está débil. No sabemos qué ha pasado -dice mi madre.
La abuela nunca ha enfermado ni ha sufrido ninguna clase de herida grave. Mi madre no está acostumbrada a esto y ahora está asustada. Mi padre la rodea con sus brazos. Ella grita:
– No quiero perderla.
– Está en buenas manos. Se pondrá bien -consuela Roman a mi madre-. No te preocupes.
Una enfermera sale de la UCI, examina al grupo y dice:
– ¿Hay aquí alguna Clementine?
– Valentine -digo, agitando la mano.
– Sígame -dice.
La UCI está llena y la abuela descansa en la esquina más lejana. Dos cortinas azules la separan de un anciano cuyo pecho se levanta mientras duerme. Conforme me aproximo a la cama de la abuela, Ray Rinaldi cierra una carpeta de papel. Ahora Ray es un abuelo con una gruesa mata de cabello gris y una cartera que parece haber gozado de mejores días.
– Te veré afuera -me dice. Luego me da una palmada en la espalda-. Teodora, todo se hará de acuerdo con tus deseos.
– Gracias, Ray -susurra la abuela y consigue sonreír. Cierra los ojos.
Me pongo al lado de la cama y le sostengo la mano. Sus ojos tiemblan tratando de abrirse, parecen dos comas negras, no son en absoluto los ojos italianos enormes con forma de almendra que tenía cuando gozaba de buena salud. Sus gafas, con una cadena, descansan en su pecho, como estaban cuando se cayó. Un morado azul violáceo ha aparecido debajo de su ceja, donde la cara chocó contra la encimera. Pongo con cuidado la mano encima del cardenal, la piel está tibia. Me mira y luego cierra los ojos.
– No sé qué ha pasado.
– Ellos lo descubrirán.
– No me sentía bien. Me levanté por un vaso de agua, eso es lo último que recuerdo hasta que llegó la ambulancia.
La abuela aparta la mirada, como si buscase una señal de tráfico en la distancia.
– ¿No estarás viendo a nuestra Santa Madre, verdad? -digo en broma-. No empecemos con las visiones místicas.
Miro en la misma dirección que ella y todo lo que veo es una pared con una pizarra llena de nombres de pacientes y medicamentos escritos por las enfermeras.
– ¿Así es? -me dice.
– ¿Qué quieres decir?
– ¿Así termina?
– ¡De ninguna manera! No vas a ninguna parte. ¡Anímate! Tienes una nueva bisnieta con tu mismo nombre. Mi madre quiere llevarte a un crucero. Olvídalo, odias esos viajes. Aquí tengo algo mejor: todavía tienes que enseñarme a estampar el cuero. Tengo muchas cosas que aprender y eres la única persona que me las puede enseñar. Y Dominic, ¡Dominic te ama!