Выбрать главу

A un lado hay un viejo escritorio contra la pared y, al otro, un sillón con orejas, cubierto con una funda de pana blanca. Esta habitación tiene el mejor armario de la casa, empotrado, casi un vestidor, con repisas en las tres paredes. Ahí jugábamos a hombres de negocios cuando éramos niños. Tess y yo hacíamos de secretarias, y Alfred era el presidente del consejo de administración.

Enciendo el aire acondicionado. La abuela no puede dormir con frío, y yo no puedo dormir sin él. Cierro a mis espaldas la puerta de la habitación para que el frío se quede dentro. Paso por el cuarto de baño, que conserva la bañera original, con cuatro patas, y las baldosas a cuadros verde bosque y blanco que mi abuelo instaló cuando compró el edificio.

Fuera del cuarto de baño, al final del pasillo, hay una primitiva escalera de roble, labrado toscamente, que conduce al tejado. Mi abuela construyó los escalones después de años de usar una vieja escalera para llegar a la trampilla. Son innumerables las discusiones acerca de estas escaleras, y mi madre regularmente manda trabajadores para que las arreglen o sustituyan por escalones reglamentarios, pero la abuela los despacha. Se resiste a cambiar los escalones. La abuela está decidida a exprimir hasta la última gota de utilidad de cada objeto de esta casa, ya sean estas escaleras, el reloj de los años cuarenta que hay sobre su cómoda o el cuerpo en el que vive.

Descorro el cerrojo de la puerta mosquitera que lleva a la terraza con jardín y la abro de un empujón. Hubo un tiempo en el que no había pestillo en esa puerta, pero ahora cerramos todas las puertas y ventanas.

Me pongo de pie, cierro la puerta detrás de mí y examino el jardín más hermoso del mundo. Las farolas de Perry dan suficiente luz para iluminar la terraza de azul. Es nuestro espacio exterior oficial, que es como se le llama en Manhattan a cualquier cosa que tenga aire abierto a su alrededor. En verano, la comida del domingo se traslada a la terraza, donde empujamos los muebles contra las paredes para que el espacio quede a disposición de los nietos.

Durante el otoño y el invierno, la abuela y yo solemos hacer los descansos para el café aquí, envueltas en nuestros abrigos y guantes. Hemos tenido algunas de nuestras mejores conversaciones bajo este cielo urbano, sólo nosotras dos. Aunque pasamos mucho tiempo juntas mientras yo crecía, nunca estuvimos solas. Cuando salimos a la terraza, parece que nuestros problemas familiares, el taller y la presión del negocio quedan a kilómetros de distancia.

La disposición del «jardín» no ha cambiado desde que era niña. En la esquina sur hay una enorme mesa circular de hierro pintada de blanco que hace juego con las sillas. La mesa está flanqueada por tres cipreses enanos, plantados en tiestos de terracota. La fuente de agua muestra a un san Francisco de bronce que sostiene un aguamanil, con un pajarillo posado en su hombro.

A lo largo de la valla de separación discurre nuestro jardín oficial, una serie de cajones de madera basta de un metro y medio de profundidad con densas tomateras verdes. Alternamos los fiables tomates en rama con los tomates verdes de ensalada, que han demostrado ser más difíciles de cultivar. Las tomateras están plantadas en las mismas cajas de madera que construyó mi abuelo y las ramas están atadas con las cintas que utilizamos en la tienda a las mismas estacas que él usaba.

Cultivamos cerca de treinta plantas al año, que rinden suficientes tomates para proveer de salsa en conserva a toda la familia, y aun así nos sobran tantos tomates que nos los comemos durante todo el verano como si fueran manzanas.

Hay una malla metálica de medio metro junto a la valla de separación de la terraza, por encima de las plantas. Es en parte por seguridad, pero también para sostener las tomateras mientras crecen hacia el sol. Las densas y fragantes hojas crean un tapiz verde vivo que dura hasta el final del verano.

Cultivar tomates es cuestión de paciencia y método. Hacia el final de la primavera, nosotras colocamos con cuidado las plantas en un mantillo fértil. Pronto las ramitas se llenan de flores blancas, y unas semanas después estos brotes se convierten en pálidos racimos que, a su vez, se transforman en pequeños frutos verdes que crecen aún más antes de volverse naranjas y, finalmente, maduran hacia un intenso carmesí antes de que los recojamos. En plena cosecha, los gordos tomates rojos cuelgan de las verdes enredaderas y parecen rubíes suspendidos en una pulsera.

Me asomo a la pared delantera y miro más allá de la autopista del West Side, hacia el río Hudson. Las farolas forman brillantes charcos de luz amarilla, del color de las alas de una mariposa, sobre la acera que sigue la orilla del río.

En todos los años que he observado el río Hudson desde esta terraza, nunca he visto el mismo color dos veces, tampoco en el cielo. Un día el cielo es un estampado de leopardo con las manchas en gris; otro te encuentras resplandecientes estelas blancas sobre un naranja encendido, y aun un espacio azul claro con un puñado de nubes de color humo. Al igual que el cielo, el ánimo del río cambia en un instante, como un amante temperamental con poca memoria. A veces el oleaje es violento y otras está tranquilo, con ondas como las que se forman en una taza de té. Esta noche el río se extiende como un rollo de organza plateada, más allá de la estatua de la Libertad y debajo del puente Verrazano-Narrows, donde se despeña en el foso azul oscuro del océano. Parece que fluya desde siempre, y eso rae consuela.

Es una lenta noche de verano con sólo unos cuantos coches en la West Side Highway. No se oyen los sonidos habituales, el frenar de los camiones, las bocinas de los coches ni las sirenas; hoy reina la calma, como si todo Manhattan estuviera empapado de miel. Allá en lo alto, el cielo se ha vuelto azul turquesa con un borde de luz blanca pálida que parece una cortina de encaje, detrás del desorden de edificios que bordea el Hudson del lado de Jersey. No puedo encontrar la luna, pero el barco de la Circle Line navega hacia la costa de Manhattan lanzando destellos en la oscuridad de la noche como un topacio ahumado.

– Perdonad, chicos -les digo a los brillantes tomates rojos mientras presiono sus cubiertas duras y bruñidas, necesitadas del sol matinal para madurar completamente. La tierra bajo las tomateras está seca como si fuera aserrín. Desenrollo la vieja manguera verde y hago girar el grifo del agua. Mientras brotan, las tibias pulsaciones de agua se van enfriando. Me vuelvo para regar las plantas. Mi vestido de dama de honor es tan ajustado que me impide inclinarme, así que dejo la manguera, abro la cremallera de la parte de atrás y me quito el vestido. Mi instinto es salvar el vestido, pero ¿para qué? Me veo pálida con los colores pastel y no puedo imaginar ningún escenario en el que me lo pondría de nuevo.

El vestido queda frente a mí como un rígido fantasma rosa. Giro la manguera hacia él. Empapado, el satén se vuelve del color de un cóctel burbujeante de arándano, el tono exacto de la pintura del Palazzo Chupi, creación de Julián Schnabel, en la calle Once Oeste, que surge detrás de nuestro edificio como una villa toscana. Ése es el tono de rojo que me habría quedado bien.

Todo lo que queda en mi cuerpo es el Spanx, que parece un bañador color salmón del concurso de belleza Miss América de 1927. Las perneras ciñen mis muslos como vendajes. Mi abdomen queda tan apretado que se diría que la tela sostiene una costilla rota. Mis pechos parecen dos madalenas con glaseado rosa envueltas en plástico transparente. No hay ni un pliegue en mí mientras remojo las tomateras a lo largo del frente del edificio, y me siento liberada del vestido, de los zapatos y del papel de dama de honor.

Mientras riego las tomateras, el aire se llena del olor de la tierra negra y de un ligero aroma de café. Ponemos nuestros granos de café cerca de las raíces, un viejo truco de jardinería de mi abuelo. Pienso en él y en cómo la abuela tiene una visión completamente distinta del hombre que yo recuerdo y que quise. Parece que debajo del crujiente mantel blanco, que por exigencia de mi abuelo debía cubrir la mesa en cada comida, había cuestiones pendientes. Quizás la abuela se sincere conmigo algún día y me cuente la historia de su matrimonio, que es también la historia de la compañía de zapatos Angelini.