– Sólo quiero hacer zapatos y jugar a las cartas.
– ¡Y lo harás!
– … y cultivar tomates.
– Exacto. Cultivar tomates.
– … y quiero volver a Italia.
La abuela aparta la mirada, me ha definido, a su manera, los límites de su vida. ¿Podría haber algo más simple? Todo lo que cualquiera necesita para ser feliz: algo que hacer, amigos con los que reunirse a hablar y jugar a las cartas, una buena comida con los tomates de tu propio jardín y de vez en cuando un viaje a Italia, donde encontrar la paz y la comodidad en los brazos de un viejo amigo.
Miro alrededor de la UCI de Saint Vincent. Es limpia y funcional, no hay nada superfluo. Vaya sitio para recuperar la salud, que no se preocupa por tu salvación. Las enfermeras ya no llevan uniformes blancos almidonados con pequeños sombreros como solían llevar en las viejas películas. Ahora usan camisas hawaianas y pantalones verdes. Y a mí me cuesta aceptar el diagnóstico que da alguien vestido con un disfraz hawaiano.
– Le he pedido a tu madre que llamara a Ray -dice la abuela en voz baja-. Os he puesto a ti y a Alfred a cargo de la compañía de zapatos Angelini y en la escritura del edificio. Confío en que vosotros dos resolveréis las cosas.
Oigo las palabras de la abuela en mi cabeza, que me advierten de la pelea con mi hermano: «Más que nada quiero que mi familia se lleve bien». Alfred y yo somos una combinación improbable, incluso en las mejores circunstancias. Manejar juntos el negocio nunca funcionará. Sólo me queda rezar para que la abuela se recupere pronto y pueda realizar la vida que sueña y, mientras ella la vive, yo pueda encargarme de su compañía fijando mis propias condiciones.
– Vale, abuela -le digo-. Nos encargaremos de todo, te lo prometo. Y volverás conmigo a Perry Street en un abrir y cerrar de ojos.
– ¿Valentine? -Mi madre me despierta con amabilidad. Me he quedado dormida en la silla de la habitación de la abuela en el hospital de Saint Vincent.
– ¿Se encuentra bien? -digo, me siento y veo la cama vacía. La abuela se ha ido.
– Le están haciendo unas pruebas.
– ¿Qué hora es? -Me levanto la manga y miro mi reloj. Es casi mediodía.
– Lleva fuera desde las ocho -dice mi madre, y siento preocupación en su voz.
– ¿Sabéis qué ha sido?
Papá, Jaclyn, Tess y Alfred entran en la habitación.
– ¿Tuvo un derrame cerebral? -pregunta Tess.
– Aún no lo sabemos -dice mi madre.
Alfred respira profundamente y carraspea.
– No quiero tener la razón, pero esta vez me vais a escuchar. La abuela no puede hacer lo que antes hacía. -Me mira-. Tienes que dejar de presionarla -dice con tranquilidad.
Armand Rigaux, el médico de la abuela, un delgado y elegante hombre con el cabello entrecano, entra en la habitación con una carpeta. Nos agrupamos alrededor de él formando un círculo.
– Tengo buenas noticias -empieza el doctor Rigaux-. Teodora no ha tenido un derrame cerebral y su corazón no está en peligro.
– ¡Gracias a Dios! -dice mi madre, poniéndose la mano sobre el corazón en señal de alivio.
– Pero tiene artritis aguda en las rodillas. Se traban y cae. La caída de la otra noche fue un milagro. Se golpeó la cabeza con bastante fuerza y queremos asegurarnos de que no ha habido daño neurológico, así que permanecerá aquí para que le hagamos más pruebas.
– ¿Qué piensa de las prótesis de rodilla? -pregunto.
– Ahora mismo lo estamos valorando, parece ser una buena candidata. Y el periodo de recuperación será muy fácil con todas vuestras ganas de ayudar.
– Haría lo que fuese por mi madre -dice mi madre.
– Para ser sincero -dice el doctor Rigaux mirándonos-, la cirugía es la única manera de asegurar que esto no vuelva a pasar.
El tercer día que la abuela pasa en el hospital le realizan más pruebas. Junto a ella estamos mi madre, mis hermanos y yo, que hacemos turnos para hacerle compañía. Me voy durante un par de horas para hacer acto de presencia en la tienda, ducharme y mudarme. Cambio las sábanas de la habitación de la abuela para que mis padres puedan pasar la noche, así como las de la habitación antigua de mi madre, para que Jaclyn se quede si quiere.
La abuela tiene antojo de comida verdadera, no puede pasar un día más con el filete de fiambre de pavo con salsa amarina y el pote de gelatina. Lleno una bolsa con envases de Tupperware llenos de macarrones, panecillos, ensalada de alcachofa y un trozo de pastel de calabaza.
De vuelta en Saint Vincent, atravieso las puertas del hospital y me dirijo a la tercera planta. Cuando giro en la esquina del corredor, veo un grupo reunido fuera de la habitación de la abuela. Entro en pánico y echo a correr.
Cuando llego, Tess, Jaclyn y mi madre están juntas fuera de la habitación de la abuela. Bajo las estridentes luces verdes del hospital, las mujeres de mi familia parecen campesinas de una película de Antonioni, con la expresión desconsolada, el cabello oscuro y los ojos negros a juego con los círculos que tienen debajo.
– ¿Qué pasa?
– Está un poco abarrotado ahí dentro -dice Jaclyn.
– ¿Por qué?
No me responde, así que entro. Mi madre me sigue. Sentado en la cama, Dominic Vechiarelli sostiene la mano a la abuela. Parece que he visto un fantasma, porque me quedo boquiabierta y todas las miradas caen sobre mí. Pero es verdad, ahí está la prueba, el equipaje de Dominic está junto a la silla de las visitas.
Mi padre está al pie de la cama. Le hace una seña con la mano a mi madre para que se reúna con él. Papá le pone el brazo alrededor de los hombros. Roman está de pie al lado de mi padre, con téjanos y sus zuecos de trabajo. Me fijo en los zuecos porque él se balancea de un pie al otro y oigo el sonido del plástico.
Conforme mis ojos se sumergen en la lista de visitantes, advierto a Gianluca. Trato de no reaccionar. En Estados Unidos se ve más guapo que en cualquier otro momento que recuerde en Italia, más joven, lleva una cazadora de cuero, un jersey y téjanos desteñidos. Se me hace un nudo en la garganta al verlo, pero culparé al aire seco del hospital. Pamela y Alfred están lejos de la cama, cerca de la ventana.
– ¿Qué está pasando? -digo con suavidad. Aprieto la bolsa de comida que tengo en la mano porque parece ser la única cosa real en esta habitación.
Mi madre me pone su brazo sobre los hombros y dice:
– Cuando Dominic supo que mi madre estaba en el hospital, tomó un avión. Evidentemente, Ray Rinaldi tenía instrucciones de llamarle en cualquier momento que la abuela enfermase o estuviera necesitada de… algo.
Mi madre me mira confundida. No sabía nada de Dominic y ahora, de repente, descubre que Dominic Vechiarelli es el primer nombre en la lista de contactos de emergencia de la abuela.
– Ah, estás aquí… -balbuceo al mirar a Gianluca.
– He viajado con mi padre. No me pareció sensato que viajase solo -explica Gianluca, sin quitar los ojos de Roman.
Roman frunce el ceño mientras devuelve la mirada a Gianluca. Sospecha que éste es el hombre que besé. Pero se sobrepone a sus suspicacias y dice:
– He traído panna cotta para la abuela, como le gusta cómo la preparo… -Mete las manos en los bolsillos y me mira.
– Ahora que Valentine está aquí, ya puedo preguntarle a Teodora algo que he deseado preguntarle desde el verano. Por favor, venid, entrad todos -anuncia Dominic.
– No hay espacio -dice Tess con alegría desde el marco de la puerta.
– Por favor, apretaos -dice mi madre-. Somos una familia italiana extensa, lo nuestro es la solidaridad -anuncia, como si con eso se disculpara de las reducidas habitaciones de este hospital. El grupo se mueve para acomodar a mis hermanas y a sus esposos.