Dominic sostiene las manos de la abuela, la mira a los ojos y dice:
– ¿Quieres casarte conmigo?
La habitación permanece en absoluto silencio excepto por el bip del monitor que controla el pulso de la abuela.
Luego, mi madre dice inesperadamente:
– Dios mío, mamá, ni siquiera sabía que salías con alguien.
– Desde hace diez años. Desde que tu padre murió -dice la abuela con suavidad.
– ¿Quieres decir que hubiera podido alegrarme por ti hace diez años y que no me lo has dicho? -aúlla mi madre-. ¡Honestamente, mamá!
– Mike, por el amor de Dios, alégrate por ella ahora -dice mi padre-. Mírala. Su cabeza se ha roto como un coco y no para de sonreír. Es buena señal.
– Dejadle responder -interrumpo. Aguanto la respiración. Un sí de la abuela significa que llega a su fin la vida que adoro. Dominic, las colinas de Arezzo y la isla de Capri se quedarán con ella más rápido de lo que tardo en decir Gianluca. Pero la verdad es que la amo mucho, anhelo su felicidad más que la mía. Cruzo los dedos para que pronuncie el sí.
– Sí, Dominic, me casaré contigo -le dice la abuela. Dominic la besa con ternura.
Al oír la palabra «sí», mi familia, incluyendo a mi madre, quedan congelados, por decirlo de algún modo, como si vieran cómo explota una sartén con buñuelos en el fogón. Depende de mí suavizar la impresión. Después de todo, yo sí lo sabía.
– ¡Enhorabuena! -digo. Voy hacia la abuela y la rodeo con mis brazos intentando evitar la intravenosa en su brazo-. Me alegro muchísimo por ti.
Las lágrimas me inundan los ojos, pero en verdad estoy llena de felicidad por mi valiente abuela, que me enseña, incluso en este momento, cómo correr un riesgo, cómo vivir.
Siento que mis hermanos se congregan alrededor de mí.
Jaclyn empieza a llorar y dice:
– ¡Yo tampoco sabía que tenías novio! Me gustaría que todos dejaran de protegerme. Puedo manejarlo.
Mi madre dice «postpartum» a Gianluca mientras coge entre sus brazos a Jaclyn. Tess abraza a Alfred mientras mi padre se acerca a Dominic y le aprieta la mano. Dominic se pone de pie y abraza a mi padre.
– ¿Abuelo? -dice mi padre a Dominic, luego nos mira y se encoge de hombros-. Saludad todos al… abuelo.
Mis hermanas se ríen. De pronto, todos nos reímos. La familia completa.
Me parece justo afirmar que cuando las cosas se derrumban en mi vida, lo hacen en todos los sentidos. Así es como el destino se asegura de que he aprendido la lección. Sólo hay un lugar donde podría ordenar mis pensamientos y discernir lo que significa para todos la nueva vida de la abuela. Aquí, lejos de la refriega, en nuestra terraza.
Me escabullí del hospital y dejé que la abuela celebrase su compromiso con la familia. Roman debía volver al restaurante y lo guié a la salida, pero se sintió honrado de presenciar la proposición de Dominic, incluso me besó en la calle, inspirado por el amor que había visto en la habitación 317.
Observo un atasco en la West Side Highway, hay una retención desordenada de coches en la intersección, luces intermitentes, cláxones, algunos gritos apenas audibles. Pero en vez de desear que el ruido de la ciudad se atenúe, deseo que haya más, para que ahogue los pensamientos en mi cabeza.
La nueva imagen de mi abuela prometida en matrimonio en la cama del hospital ha marcado el fin de una época. Sin olvidar el hecho de que ahora soy la única mujer soltera de mi familia, aunque también me parece que la única sensata, que sabe lo que significa este cambio, en este momento y en el futuro. La verdad es que la abuela se casará y se irá. Mis hermanas criarán a sus familias. Mi madre se asegurará de que mi padre coma tofu con pasta integral porque esto le garantiza que él vivirá y evitará una recaída del cáncer de próstata. Mi hermano, tan pronto como terminé el brindis con champaña en honor de la boda de la abuela, pondrá el cartel «En venta» en el número 166 de Perry Street y nos dejará, a mí y a la compañía de zapatos Angelini, sin techo.
El sol se sumerge profundamente en la neblina que flota encima de Nueva Jersey y crea una franja violeta en el horizonte. El viento golpea la puerta de la terraza detrás de mí. No me vuelvo para asegurarme de que sólo es el viento, mantengo la mirada sobre el río Hudson, que muestra suaves remolinos y matices púrpuras del color del cristal de carnaval mientras dura la puesta de sol.
– ¿Valentina? -dice una voz detrás de mí.
– Si no eres Salvatore Ferragamo con una oferta de trabajo o Carl Icahn con un cheque para salvar esta compañía de zapatos…, vete.
De pronto, un poco más de un 1,80 de auténtico italiano se acerca a mí. Aunque tuviera los ojos cerrados sabría con certeza, por el olor a cedro, limón y cuero, que se trata de Gianluca Vechiarelli. Si fuera mi madre, o una de mis hermanas, me lanzaría a sus brazos. En momentos de desesperación les agrada apoyarse en un hombre, pero a mí no. Cruzo los brazos sobre mi pecho, doy un paso atrás para alejarme de él y dejo espacio suficiente para que pueda admirar el bajo Manhattan desde nuestra terraza.
– Te puedes quedar en la habitación púrpura. Tu padre que se quede en la de la abuela. El cuarto de baño está al final del vestíbulo, pero ya lo sabes, porque has pasado por ahí para llegar a la terraza.
– Gracias, pero nos quedamos en un hotel. The Maritime -dice.
– No hace falta. Vosotros sois familia.
– ¿No estás contenta con el compromiso? -me pregunta.
– Por ella, por la abuela, sí, y por Dominic, claro que estoy contenta.
– Va bene.
– ¿Y tú? ¿Te va bene a ti también?
Gianluca se encoge de hombros y frunce los labios, su boca es una línea recta. Son sus labios evasivos. Recuerdo esta expresión de la fábrica de seda del Prato, cuando yo sostenía una adorable pero evidentemente inútil selección de satén duquesa.
– Sí, bueno, será mejor que te subas al autobús del amor, Gianluca, puesto que ellos vivirán contigo.
– Lo sé -dice sonriendo.
– Supongo que el amor encuentra víctimas propicias sin importar dónde ni cuándo. Es como todo en la vida, de verdad, incluyendo la enfermedad. Es un juego limpio.
– ¿Por qué eres tan…?
– ¿Sarcástica? Es una coraza que cubre otra coraza.
– ¿Por qué apartas el amor como si lo pudieras encontrar todos los días?
– Creí que hablábamos de mi abuela.
– Habla conmigo. Te doy miedo. No soy con lo que has soñado.
– ¿Cómo sabes con qué sueño?
– Es muy sencillo. No tienes tiempo para el cocinero, aunque le amas. O quizá crees que le amas, así que te sientes obligada. La mujer que eres, la mujer apasionada, emerge cuando estás trabajando. Luego, te quedas tranquila. ¿Con los hombres? No. ¿Con el cuero? Muchísimo.
– Te equivocas. Trataría bien al hombre que me tratase bien como mujer y como zapatera, pero los hombres, al menos los que yo conozco, dirían que está bien que una mujer se dedique a su carrera, pero lo que quieren decir es: que no se dedique tanto que no pueda pasar tiempo conmigo. Yo puedo tener mi gran vida, pero debe acomodarse a la gran vida de él, como el pañuelo perfecto en los bolsillos del pecho. Eso conduce al sacrificio (por usar una palabra católica y para ser exactos). Los hombres quieren, necesitan, la rendición absoluta.
Gianluca se ríe y dice:
– ¿Sabes lo que necesitan los hombres?
– No te burles de mí.
– Si sabes lo que necesita un hombre, ¿por qué no se lo das y consigues tu propia felicidad?
Miro hacia el río. Y luego, mi momento de transformación personal retrocede como las luces de la cubierta del taxi acuático del río Hudson en su ronda nocturna. liega la iluminación lenta y certeramente. Primero, en la lejana distancia, luces débiles que titilan sobre las turbias olas; luego, conforme se acerca a la orilla del lado de Manhattan, se convierten en luces dirigidas por un reflector que guía a la barca hacia el puerto con brillante e impecable luz. Con esa clase de luz que no ayuda pero que revela la verdad con todos sus detalles. De pronto me veo a mí misma lisa y llanamente.