– Querido Gianluca… -empiezo. Parece sorprendido de que me dirija a él con cariño-. Roman Falconi necesita una esposa que esté en la caja registradora del Ca' d'Oro, como su madre apoyó a su padre en el restaurante de ambos. Tú necesitas una amiga, una mujer que pueda dejarlo todo e ir a sentarse contigo cerca del lago…, aquél con las grullas.
– El lago Argento.
– Exacto, exacto. Una mujer que pueda sentarse contigo en esta etapa de tu vida y estar ahí. Quieres paz, tranquilidad y naturaleza. Quieres algo fácil.
– Ahora me estás psicoanalizando.
– Gianluca, es la verdad. Escúchame, me siento indiscutiblemente atraída por ti y esa atracción me cogió por sorpresa, pero cuando te conocí tenía novio. Si te soy franca, no eres mi tipo. Eres, no obstante, guapo, tienes unas manos hermosas y, lo más sexy de todo, eres un buen padre. Pero no soy la chica indicada para ti. Ahora mismo, no soy la chica indicada para nadie. De hecho, en este momento prefiero el arte. Prefiero la alegría que proporciona crear algo con el trabajo de mis propias manos.
– No tienes que elegir entre una cosa o la otra. Puedes tener el amor y el trabajo juntos.
– ¡Pero no puedo! Lo he intentado. He pasado el último año tratando de estar ahí para Roman. No puedo pasar uno más tratando de estar para ti. Todos terminan decepcionados, tristes e insatisfechos…
– ¿Eso es lo que crees? -dice, y niega con la cabeza.
– Eso es lo que sé.
Gianluca mira hacia el río Hudson, como yo he hecho tantas veces. Observa un plano canal gris, mientras yo admiro un río que conecta con el ancho mar, un universo de posibilidades. Puedo decir que a él no le interesa para nada mi río.
Después de un rato dice:
– Tu ciudad… es muy ruidosa.
Se dirige hacia la puerta y oigo cómo se cierra lentamente mientras él baja por las escaleras hacia el interior de la casa. Me doy media vuelta hacia el río, que nunca me ha decepcionado. Es mi constante, mi misa. Me apoyo sobre la barandilla y miro de arriba abajo la West Side Highway, que en el crepúsculo parece un rollo desplegado de seda violeta de la India perforada por diminutos espejos. Amo este río y esta ciudad, son mi hogar. Sí, es ruidosa, pero es mía…, y así es como me gusta.
La mesa del Día de Acción de Gracias de la abuela tiene una bandada de gansos de papel hechos por sus bisnietos en el centro. Enciendo las velas anaranjadas del candelabro debajo de la araña de luces. Gabriel ayuda a mis hermanas a traer los platos de la cocina a la mesa. Le doy un abrazo rápido a Gabriel y le digo:
– Gracias por venir.
– El gusto es mío. Necesitaba una razón para preparar mis arándanos y tu invitación me ha dado la excusa perfecta.
– ¿Viene Roman? -pregunta mi madre.
– Manda una tarta de frutas -digo. Siempre me hizo gracia que complaciera así a su novia, la zapatera, la zapatera remendona-. Tenía que trabajar -miento.
En vez de convertir esta fiesta en un análisis de mi separación con Roman, he decidido ser tan ambigua con el tema como lo ha sido mi madre al hablar de su edad todos estos años. Cuando la abuela salió del hospital, Roman y yo acordamos darnos un tiempo, pero entre completar los pedidos de la tienda y cuidar a la abuela, no lo cuidé a él. Decidimos romper.
– Nadie trabaja con más ahínco que Roman -suspira mamá.
Tess me pasa un picador de hielo para llenar las copas en la mesa. Me sigue con los recipientes de salsa.
– ¿No piensas decirle a mamá lo de Roman? -me pregunta en voz baja.
– No.
– Ella sentía curiosidad por Gianluca, ya sabes.
– No hay nada que contar.
Evito mirar a Tess, que sabe la historia completa: la luna sobre Capri, los besos, la gruta. En su mente eso es un montón de nada.
– ¡Hay mucho que contar! Te enamoraste de Roman y luego la luz te golpeo de nuevo en Italia, con Gianluca. ¡Dos hombres extraordinarios un mismo año! Es un cuento de hadas. Eres la Cenicienta, todo hay que decirlo, con dos príncipes -suelta Tess mientras alinea las servilletas de tela cerca de los platos.
– Ah, sí, excepto cuando me probé los zapatos de muestra, que eran del treinta y nueve y yo calzo el cuarenta y dos.
– Demasiado apretados -dice Tess.
– ¡Estoy cansada! Pero seamos realistas, soy una Cenicienta que se hará sus propios zapatos.
La familia se reúne alrededor de la mesa. Mi padre se sien-ta en la cabecera y la abuela en el otro extremo. El levanta su copa y dice:
– Primero, demos gracias por la buena salud de nuestra familia y, en especial, por la recuperación de la abuela después de la caída. Y luego, ya que estamos en eso, demos gracias a Dios por la nueva Teodora, el bebé T. -Jaclyn mece su bebé entre los brazos-. Y también, Señor, por las sorpresas que guarda la vida. El compromiso de la abuela me viene a la mente y ¿por qué no? Fue impactante. Gabriel, es bueno verte…
Como sucede con muchas de las oraciones de mi padre, ésta tampoco tiene un verdadero final, así que nos miramos y animosamente hacemos la señal de la cruz para poder servir la comida.
– Quiero que todos vean esto -dice Tess, y muestra un ejemplar de la revista In Style-. Estoy tan orgullosa de ti. -Tess hace circular una fotografía lustrosa de Anna Christina, la estrella de Lucia, Lucia, que lleva un par de zapatos Ángel, con piel de cabritilla color coral y con los adornos del ala del ángel de oro. Le mandé a Debra McGuire un par a California y me pidió cinco pares más, uno de los cuales terminó en los pies de esta estrella cinematográfica emergente.
Mamá mira con orgullo la fotografía y dice:
– Me encantan, son muy Valentine.
– Los pedidos llegarán por montones, lo sé -dice Tess para apoyarme.
Cuando la revista llega a Alfred, la mira y se la pasa a Pamela, que, por primera vez desde que conoció a mi hermano, parece cumplidamente impresionada con nuestra familia.
– ¿Tenéis fecha para la boda, abuela? -pregunta Jaclyn.
– Será en 2009, el día de San Valentín, en Arezzo -explica la abuela y me sonríe-. Adoro esa fiesta y el nombre de mi nieta, ¿ves?
Mientras damos buena cuenta de la cena de acción de gracias, mi familia discute los planes de viaje para la boda, el aeropuerto, la compañía de coches de alquiler y el número de habitaciones que reservaremos en el Spolti Inn. Mis hermanas imaginan la ropa que llevarán, cómo conseguirán que sus maridos falten al trabajo, y mi madre, perpleja, se pregunta cómo encontrará un buen servicio de catering y un florista de bodas en el pueblo de alta montaña de la Toscana.
Alfred me pasa la revista.
– Un respiro afortunado -me dice en voz baja.
– Mientras haga frente a los pagos de este lugar, no puedes cerrarlo -digo con amabilidad y firmeza. Ya no me enzarzo en pequeñas rabietas. No tengo la energía para discutir con mi hermano y encargarme de salvar la compañía de zapatos. Alfred, por supuesto, no me responde. Sabe que la mujer que era hace un año ha sido sustituida por un gorila de trescientos kilos con un plan de negocios. Ya no reñimos ruidosamente, pero por lo menos sabe dónde estoy. Por ahora.
Mis hermanas me ayudan a fregar los platos y a limpiar la cocina mientras los hombres ven el fútbol. Es el último Día de Acción de Gracias de la familia en Perry Street. En esta misma fecha, el próximo año, la abuela vivirá con su nuevo esposo en el piso superior de la curtiduría.
Empaqueto las sobras para que todos se lleven algo a casa. Gabriel se lleva el último trozo de la tarta de Roman, sabiendo que será la última vez que la consiga sin pedirla en el Ca' d'Oro. Mando arriba a la abuela, a la cama, para que hable con Dominic por teléfono. Me emociona estar sola al final de un largo día. Escucho la llave en el cerrojo de abajo. Mi madre ha debido de olvidar algo. Luego oigo una voz que me llama con suavidad desde el hueco de la escalera: