– ¿Valentine?
Roman entra en el salón. Estoy de pie cerca de la encime-ra de la cocina y le miro.
– ¿Qué tal la tarta? -pregunta.
– Deliciosa. Tengo tu bandeja -digo, y la levanto.
– Por eso he venido, por la bandeja -sonríe.
Le miro, absorbiendo todos sus detalles, desde su largo cabello hasta sus calcetines Wigwam. Observo sus pies, incluso tengo la intención de aceptar sus zuecos amarillos de plástico, pero esta noche lleva auténticos zapatos y son -¡por fin!- un par de mocasines de ante. Desde esta posición estratégica y en este momento de nuestra historia, no puedo creer que hayamos roto. Me parece insólita la manera como deseo lo que no puedo tener y, cuando lo tengo, no lo entiendo.
– ¿Siempre vigilas a tus novias cuando has terminado con ellas?
– Sólo a ti -dice. Se acerca, me coge entre sus brazos, me besa en la mejilla y luego en el cuello-. No he terminado contigo.
– Roman, la atracción nunca fue nuestro problema.
– Lo sé -dice. Él también ha pensado en nosotros y, evidentemente, ha llegado a la misma conclusión que yo-. Valentine, hay tanta pasión…
– Quizá deberíamos seguir siendo amigos y luego, cuando seamos viejos, reconectar como la abuela y Dominic y alquilar un Silverstream para viajar alrededor del país.
– Qué idea más mala -dice Roman. La forma en que lo dice me hace reír-. ¿Sabes?, pienso en la primera vez que te vi en la terraza y en que no debí verte. Aunque no pude evitarlo. No quería evitarlo. A veces vuelvo a pensar en esa noche, cuando no te conocía, y la manera como imaginaba que serías, si alguna vez tenía suficiente suerte para conocerte. Y luego te conocí y eras mucho mejor que la mujer que había imaginado. En ese momento me enamoré de ti. Superaste mis expectativas y todavía ahora me sorprendes como ninguna mujer lo ha hecho nunca. Es raro. Sé que ha terminado, pero no lo puedo aceptar.
Sujeto con firmeza a Roman y le digo:
– No iré a ningún sitio, pero ahora mismo no puedo estar contigo, porque no mereces estar en segundo lugar, debes ser el primero. No quiero que me esperes, pero si lo haces, cuando las cosas se hayan calmado en el futuro y pienses en mí -le digo, cogiendo su cara con las manos-, usa la llave.
– Trato hecho -dice.
Roman sabe y yo sé que tal vez nunca utilice la llave, que acabará en el fondo de un cajón y que algún día, cuando esté buscando alguna cosa, la encontrará y se acordará de lo que significamos el uno para el otro. Pero, por el momento, la guardará en su bolsillo y cuando necesite convencerse de que hay una posibilidad la sacará, la mirará y considerará el viaje a través de la ciudad hasta el West Village.
Me acuerdo de la bandeja de la tarta y se la meto bajo el brazo. Observo cómo se va; a medida que sus pasos caen sobre las escaleras, recuerdo que nunca le hice el par de botas que le prometí. Había tantas cosas que pensaba realizar, tantas cosas que quedaron inacabadas…
El sol resplandece entre los rascacielos como una piedra ojo de tigre al inicio de esta mañana de diciembre. El cielo retiene la luz como si estuviera envuelta dentro de un abrigo gris de lana. La abuela y yo estamos en la esquina de la Quinta Avenida y la calle Cincuenta y Ocho, sujetamos nuestros vasos de café caliente, el de ella negro, el mío con leche y sin azúcar. El diamante de corte esmeralda de su anillo de compromiso destella contra las columnas azules de su vaso de la cafetería griega. Una hermosa composición de colores.
Como dos arquitectos de la antigua Roma, miramos nuestra obra maestra con fríos ojos clínicos y absorbemos cada detalle. Cambio el peso de mi cuerpo de un pie al otro mientras la estudio. La abuela da un par de pasos hacia atrás e inclina la cabeza para cambiar ligeramente el punto de vista. No construimos una catedral, ni siquiera una estatua de jardín, fabricamos unos zapatos de boda y aquí están, en los escaparates navideños de Bergdorf. Todas nuestras colecciones participan. Observar un siglo de nuestros zapatos en los escaparates nos quita el aliento.
Los camiones de reparto pasan con estruendo, pero no les prestamos ninguna atención. Los martillos neumáticos acompasan el bullicio y nos recuerdan que no importa la hora del día o de la noche; en la ciudad de Nueva York alguien, en algún sitio de esta isla, está haciendo algo. Seguimos ahí durante lo que parece una eternidad.
– Entonces, ¿qué opinas? -pregunto finalmente.
– ¿Sabes?, durante mucho tiempo tu abuelo y yo discutimos qué película era mejor, si el Dr. Zhivago o Tal como éramos. Yo voté por Tal como éramos porque trataba de mi generación…, pero ahora -bebe su café y luego continúa-, ahora, al ver estos escaparates y el drama en los detalles del estilo ruso, debo decir que me quedo con Dr. Zhivago.
– Yo también -digo, y le paso el brazo alrededor de los hombros.
Estos escaparates navideños se dirigen a los adultos. Unas cuantas manzanas al sur, si te colocas detrás de los postes de color rojo de Sacks en la Quinta Avenida o de Lord & Taylor, puedes apreciar miniaturas de encantadoras aldeas navideñas hechas para los niños. Se observan montañas cubiertas de nieve con destellos luminosos, patinadores que dan vueltas sobre lagos congelados y trenes de juguete cargados de diminutos regalos envueltos en papel de plata.
En cambio aquí, en Bergdorf, no hay nada kitsch, todo es para la flor y nata. Aquí hay un sofisticado cuento navideño de verdadero amor al estilo ruso, escenificado por las glamurosas novias estadounidenses. El festín de Rhedd Lewis empieza en los escaparates de la calle Cincuenta y Siete oeste, llega a la entrada de la tienda, en la Quinta Avenida, y concluye en los escaparates de la calle Cincuenta y Ocho oeste.
Mientras nuestros ojos siguen la acción del primer escaparate, observamos unos enormes caballos de madera dorados que tiran de esmaltados carruajes y enjoyados trineos barrocos en los que se sientan las novias magníficamente vestidas. Tras una inspección más exhaustiva, se observa que las joyas de los trineos son auténticas -pendientes llenos de cabujón, bejuquillos que gotean macizas gemas, relucientes pulseras y enormes anillos de piedras grandes-, que crean la sensación de estar ante un mosaico resplandeciente.
Al fondo están los huevos Fabergé abiertos, más adelante hay diamantes y perlas desparramadas sobre una cama de arroz de boda. Hay libros viejos esparcidos por el suelo y páginas sueltas que flotan por el aire. En cada escaparate las páginas y las palabras cambian, ahí está el Dr. Zhivago, por supuesto, y Anna Karenina, Las tres hermanas, Los hermanos Karamazov y Guerra y paz, muy apropiados para una boda (!).
Murales pintados a mano de la campiña rusa aparecen como telón de fondo, colinas llanas y casi cuadradas entre los campos de nieve blanca. Estos escaparates, cuadros sofisticados, relatan una historia, ya que las novias están rodeadas de maniquíes que representan a rusos de la clase trabajadora (vestidos con monos verdes, delantales de arpillera y botas de trabajo en pies enfundados en calcetines de lana tejidos a mano). Como artistas al servicio de las novias aparecen las costureras, los cultivadores de orquídeas, las criadas, los cocheros y, sí, incluso un zapatero, que se arrodilla y pone un zapato (¡nuestro modelo Lola!) a una novia vestida de terciopelo blanco con un tocado de armiño.
La yuxtaposición de las sofisticadas novias representa a los ricos enamorados en contraposición con los trabajadores, quienes, no me pasa inadvertido, hacen realidad los sueños de los millonarios. Se necesitan muchas manos para crear belleza. Las novias llevan vestidos muy elaborados de los principales diseñadores, incluyen a Rodarte, Marc Jacobs, Zac Posen, Marchesa, John Galliano y Karl Lagerfeld. Sus firmas, en letras doradas, figuran en la esquina de cada escaparate.