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Se había detenido, observando cómo se desmoronaban las rocas a su paso, cómo su cuerpo se encorvaba y erguía alternativamente, cuán ruidosa era el agua. Luego llegó a un recodo y vio a los persas.

Dos de ellos vadeaban río abajo. Evidentemente, la captura significaba para ellos algo lo bastante importante para sobreponerse a sus creencias religiosas, que les vedaban profanar un río. Otros dos andaban por la orilla opuesta, ocultándose entre los árboles; uno era Harpago. Sus largas espadas silbaban en sus manos.

—¡Alto! —clamaba el ciliarca—. ¡Alto, griego! ¡Ríndete!

Everard permaneció quieto y callado, como un muerto. El agua bañaba sus tobillos. La pareja que se echó al río para enfrentársele parecía irreal, como metida en un pozo de sombras, con las oscuras caras como borrones; de forma que él solo veía las blancas vestiduras y el brillo de los sables.

Le dio un golpe el corazón; los perseguidores habían visto su huella en el arroyo. Se separaron, uno en cada dirección, corriendo, más rápidos sobre tierra firme que él podía hacerlo en el río.

Habiendo llegado más allá de su posible alcance, empezaron a retroceder más despacio, sin apartarse de la orilla, pero seguros de alcanzarle.

—¡Cogedle vivo! —repitió Harpago—. ¡Si es preciso, rompedle las piernas, pero cogedle vivo!

—¡Muy bien, avutarda, tú te lo has buscado! —exclamó Everard en inglés.

Los dos hombres que estaban en el agua echaron a correr, aullando. Uno de ellos tropezó y cayó de boca. El otro se dejó deslizar por la rampa que tenía a su espalda.

El barro era resbaladizo. Everard clavó allí el borde inferior de su escudo y se sujetó a este. Harpago se aproximaba con frialdad. Cuando lo tuvo a su alcance, la espada del viejo noble zumbó, golpeando de arriba abajo. Everard hurtó la cabeza y recibió el golpe en el casco, que retumbó. El filo del arma resbaló unos centímetros por el borde del escudo y le hirió levemente el hombro derecho. Sintió solo un arañazo, que desdeñó, porque le absorbía entonces la idea de vender cara su vida.

Se movió entre la hierba, alzando el borde del escudo para protegerse los ojos. Harpago se lanzó contra sus rodillas. Everard lo rechazó con su corta espada. El arma del medo silbó. A poca distancia, un asiático ligeramente armado no tenía probabilidad contra el hoplita, como la Historia iba a probarlo dentro de dos generaciones.

«¡Vive Dios! —pensó Everard—. Solo con que tuviese coraza y grebas podría apoderarme de los cuatro.»

Usó con habilidad su gran escudo, parando con él todo golpe y amago y procurando quedar cada vez más cerca del indefenso vientre de Harpago, como a cubierto de su larga espada. El ciliarca reía sardonicamente entre sus grises patillas y brincaba fuera del alcance de Everard. Cuestión de ganar tiempo, desde luego. Y le salió bien.

Los otros tres hombres treparon a la orilla y gritando corrieron hacia ellos. Fue aquel un ataque desordenado. Soberbios luchadores, individualmente, los persas desconocían la táctica del ataque en masas disciplinadas —que les destrozaría en Maratón y Gaugamela. Pero la lucha de cuatro contra uno, y este sin armadura, era insostenible. Everard se resguardó la espalda contra el tronco de un árbol. El primero de sus atacantes se le acercó imprudentemente y su espada chocó en el escudo del griego. La de este alcanzó al otro por encima del oblongo bronce, hallando solo una suave y pesada resistencia que le causó a Everard una sensación ya bien conocida. Retiró su arma y se hizo a un lado rápidamente. El persa cayó al suelo, desangrándose; Everard lo miró, y al verlo exánime levantó los ojos al cielo.

Los persas rodearon al griego por ambos lados; las ramas colgantes les imposibilitaban el uso de los lazos; tenían que combatir. El patrullero empujó con su escudo al adversario que se hallaba a la izquierda, lo que significaba exponer el costado derecho; pero como sus enemigos tenían orden de cogerle vivo, podía arriesgarse. El de la derecha le tiró un tajo a los tobillos. Saltó él en el aire y el arma silbó bajo sus pies. El atacante de la izquierda le amagó bajo. Everard sintió un sordo choque y el acero mordió en su pantorrilla, pero se libró de él. Un rayo de sol cayó sobre la sangre, haciendo resaltar su rojo brillante. Everard sintió que la pierna se le doblaba.

—¡Así, así! —aplaudió Harpago—. ¡Hacedle pedazos!

Everard gruñó tras de su escudo.

—¡Una tarea que el chacal de vuestro jefe no tiene el valor de hacer por sí mismo, después que le he hecho morder el polvo!

Aquello era una argucia. El ataque contra él cesó un momento.

Tambaleándose, avanzó:

—Sí; vosotros, persas, sois los canes de un medo. ¿No pudisteis escoger otro que fuera más hombre que esa criatura, que traicionó a su rey y ahora os lanza contra un solo griego?

Aun en aquella lejana comarca y remota época, un oriental no podía quedar humillado de semejante modo. Harpago no había sido nunca cobarde. Everard sabía cuán injustos eran sus ataques. El ciliarca escupió una maldición y se lanzó contra él. Everard tuvo la momentánea visión de unos salvajes ojos hundidos en una faz aquilina. El medo avanzó con sordo e inseguro paso. Los dos persas vacilaron un segundo, lo que bastó para que chocaran Everard y Harpago. El sable de este se alzó y volvió a chocar con el casco de su enemigo; hendió el escudo y trató de herir la otra pierna. Una túnica suelta y blanca ondeó a los ojos de Everard, que inclinó los hombros y clavó la espada en su adversario. Luego la retiró con aquel giro, profesional y cruel, que hace mortales las heridas, y se volvió a tiempo de parar un golpe con su escudo. Por un instante, él y el persa compitieron en furia. De reojo vio que el otro adversario daba vueltas a su alrededor para cogerle por la espalda.

«Bueno —pensó de un modo vago— he matado al hombre peligroso para Cynthia.»

—¡Teneos! ¡Alto!

La voz era una débil vibración en el aire, menos sonora que las corrientes de la montaña. Pero los guerreros retrocedieron y bajaron las espadas.

Harpago luchaba por incorporarse en el charco de su propia sangre. Su piel aparecía gris.

—¡No, teneos! ¡Esperad! Hay un designio aquí. Mithra no me habría fulminado a menos que…

Hizo a sus enemigos una señal con la cabeza. Everard bajó la espada, avanzó cojeando y se arrodilló junto a Harpago, el cual se dejó caer en sus brazos.

—Tú eres compatriota del rey —dijo con voz ronca que salía de sus sangrientos labios—. No me lo niegues. Pero sábelo… Harpago, hijo de Khshavavarsha, no es un traidor.

El delgado cuerpo se irguió, imperioso, como ordenando a la muerte que esperara.

—Yo sabia la existencia de fuerzas celestes… o infernales… (no lo sé bien aún), que favorecían la llegada del rey. Las empleé, y también a este, no en mi provecho, sino en beneficio de la lealtad jurada a mi propio soberano, Astiages, el cual necesitaba un Ciro, a menos de consentir que el reino se despedazara. Después, por su crueldad, Astiages perdió el derecho a mi juramento. Pero yo aún era un medo. Vi en Ciro la única esperanza, la mejor esperanza del país de Media, porque ha sido un buen rey para nosotros también, honrándonos en sus dominios casi igual que a los persas. ¿Lo comprendes, paisano del rey?

Unos sombríos ojos buscaron a Everard con vaga mirada.

—Yo quería capturarte, coger tu aparato, aprender su uso y luego matarte, sí; pero no por mi bien, sino por el del reino. Temía que te llevaras al rey a vuestra patria, adonde sé que él anhela ir. Y entonces, ¿qué sería de nosotros? Sé piadoso, puesto que tú también has de esperar merced.