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—Si vas, de todos modos, a cambiar el curso de la Historia, ¿por qué utilizarme ahora? Ven a buscarme siendo Ciro el Grande un año, lo bastante para que me sea familiar Ecbatana, pero…

—Lo siento; no. No me atrevo. Así y todo, nos ceñimos demasiado al viento, tal como vamos. Dios sabe a qué secundario recoveco de la historia universal puede afectarle esto. Aunque nos saliera bien lo que tú dices, la Patrulla nos enviaría desterrados a otro planeta por correr tal riesgo.

—Bien; comprendo.

—Y tú —prosiguió Everard— no eres tampoco un tipo suicida. ¿Desearías que tu yo actual no hubiera existido nunca? Piensa un minuto en lo que eso significa.

Accionó sus mandos. Keith se estremeció al exclamar:

—¡Mithra! ¡Tienes razón! ¡No hablemos más de ello!

—Ya llegamos —afirmó Everard, girando el conmutador principal.

Se hallaban sobre una ciudad amurallada, de extraña disposición. Aunque alumbrada por la luna, la ciudad era a sus ojos un negro montón de edificaciones. Everard buscó en las bolsas. Dijo:

—Aquí están. Ponte éstas ropas. Me las dieron los muchachos de la oficina del Medio Mohenjodaro al conocer mi intento. Su situación es tal que necesitan a menudo este tipo de disfraces.

El aire silbaba apagadamente cuando pusieron proa a tierra.

Dennison pasó una mano sobre los hombros de Everard y señaló:

—Aquello es el palacio. El dormitorio regio está en el ala este.

El edificio era más pesado y menos esbelto que el suyo en Pasargadae. Everard contempló un par de blancos toros alados, en un jardín otoñal, del tiempo de los asirios. Al ver que las ventanas que tenía delante eran harto estrechas para entrar por ellas, lanzó un juramento y se dirigió a la puerta más próxima. Un par de centinelas a caballo vieron lo que se les venía encima y dieron un grito. Las bestias se encabritaron y los jinetes cayeron. La máquina de Everard enfiló la puerta. Un nuevo milagro no iba a modificar la Historia, especialmente porque entonces se creía en ellos tan firmemente como hoy se cree en las píldoras de vitaminas, y, posiblemente, con más razón. Unas lámparas guiaron su paso por un corredor, donde esclavos y guardias chillaron aterrados. A la puerta del regio dormitorio sacó la espada y llamó con el pomo.

—Empieza a hablar, Keith —ordenó—. Tú conoces la versión meda del ario.

—Abre, Astiages —rugió Dennison—. Abre al mensajero de Ahuramazda.

Con cierta sorpresa por parte de Everard, el hombre que estaba dentro obedeció. Astiages era tan valeroso como la mayoría de su pueblo. Pero cuando el rey (de cara gruesa y tosca, como de persona de mediana edad) vio a dos seres vistosamente vestidos, con halos en torno a sus cabezas y alas luminosas, sentados en un trono de hierro que flotaba en el aire, cayó de rodillas.

Everard oyó a Keith tronar en el mejor estilo castrense, usando un dialecto que no pudo seguir, diciendo:

¡Oh vasallo inicuo; la cólera del cielo está sobre ti! ¿Crees que tu menor pensamiento, aunque se oculte en la oscuridad que lo engendró, está siempre oculto al Ojo del Día? ¿Piensas que el omnipotente Ahuramazda permitirá un hecho tan vil como el que meditas?…

Everard no escuchaba, absorto en sus propios pensamientos. Harpago estaba, probablemente, en esta misma ciudad, aún no manchado por la culpa y lleno de juventud. Ahora no sufriría jamás el peso de tal crimen; jamás abandonaría a un niño en la montaña ni se apoyaría en su lanza mientras el niño lloraba y temblaba, para acabar inmóvil. Ahora se rebelaría por su propia cuenta, sería el ciliarca de Ciro, pero no moriría en brazos de su enemigo en una selva encantada; y cierto persa, cuyo nombre ignoraba Everard, no caería bajo la espada de un griego ni entraría lentamente en el no ser.

«Aún está impresa en mis células cerebrales la memoria de los dos hombres que maté; hay una cicatriz en mi pierna; Keith Dennison tiene todavía cuarenta y siete años y ha aprendido a pensar como rey.»

—Sabe, Astiages —proseguía Keith— que ese niño, Ciro, es el favorito del cielo. Y el cielo es misericordioso; estás advertido de que si manchas tu alma con su inocente sangre, tu pecado jamás se borrará. ¡Deja que Ciro crezca en el Anshan, o andarás eternamente con Ahriman. ¡Mithra ha hablado!

Astiages se arrastraba con la cara pegada al suelo.

¡Vámonos! —concluyó Dennison en inglés.

Everard saltó a las colinas persas en dirección a un futuro treinta y seis años posterior. La luz de la luna caía sobre los cedros, cerca de una carretera y de una corriente de agua. Hacía frío y aullaba un lobo.

Hizo aterrizar al vehículo, saltó de él y empezó a despojarse de sus vestidos. La barbuda faz de Dennison salió de la máscara con gesto de extrañeza.

—Me pregunto… —dijo, y su voz casi se perdía en el silencio de la montaña— si no habremos puesto demasiado terror en el alma de Astíages. La Historia dice que, cuando la rebelión persa, él hizo la guerra a Ciro durante tres años.

—Siempre podemos llegar al principio de las hostilidades y darle una visión que le infunda confianza —arguyó Everard tratando de ser realista—. Pero no creo que sea necesario. Apartará sus manos del príncipe; pero cuando un vasallo se rebela, ¡bueno!, será… bastante loco para despreciar lo que entonces parecerá solo un sueño. Además, los intereses de los propios nobles medos, arraigados allí, apenas le permitirían ceder. Pero dejemos eso… ¿No tiene el rey que presidir una procesión en las fiestas del equinoccio de otoño?

—Sí. Vamos de prisa.

—La luz del sol brillaba ardiente sobre Pasargadae. Dejaron su vehículo oculto y anduvieron a pie, como dos viajeros entre muchos que formaban una corriente, celebrando el cumpleaños de Mithra. Por el camino preguntaron qué había ocurrido, pretextando una ausencia de varios años. Las respuestas les satisficieron, concordando con detalles que la memoria de Dennison recordaba, pero que la Historia no ha recogido.

Al fin se detuvieron, bajo un helado cielo azul, rodeados de miles de personas, e hicieron acatamiento a Ciro el Grande cuando pasó a su altura cabalgando entre sus cortesanos Kobad, Creso y Harpago, y seguido del orgullo y la pompa de Persia.

—Es más joven que yo murmuró Dennison—. Ya sospeché que lo sería. Y un poco más bajo… Una cara enteramente distinta, ¿no? Pero servirá.

—¿Quieres quedarte a la fiesta? —propuso Everard.

—No —respondió Dennison, arrebujándose en la capa, pues el aire era frío y crudo—. Regresemos. Ha pasado mucho tiempo. Como si nunca hubiera sucedido.

—¡Eso! —pero Everard parecía más sombrío de lo que correspondía a un rescatador.

«Como si nunca hubiera sucedido…»

10

Keith Dennison salió del ascensor de un edificio neoyorquino. Estaba vagamente sorprendido de no haber recordado el aspecto. Ni siquiera hacía memoria del número correspondiente al cuarto, y tuvo que consultar su agenda. Detalles, detalles… Trataba de dominar su temblor.

Cynthia en persona abrió la puerta al acercarse él.

—¡Keith! —exclamó, casi interrogando.

El no pudo decir sino esto:

—Ya te advirtió Manse que volvería, ¿no? Me dijo que iba a hacerlo.

—Sí. No importa. No creía que tu aspecto pudiese haber cambiado tanto. Pero no importa. ¡Oh, amor mío!

Le hizo pasar, cerró la puerta y cayó en sus brazos.

El miró en torno suyo. Había olvidado el estilo recargado del cuarto. Aunque nunca coincidió con el gusto de su esposa, se había rendido a él.

El hábito de ceder a una mujer, e incluso el de pedirle opinión, era cosa que tenía que reaprender. Y no sería fácil.

Ella levantó su húmeda faz al encuentro del beso. ¿Era aquella como él la imaginaba? No podía recordar, no podía. En todo el tiempo de su separación solo había recordado que era pequeña y rubia. Había vivido con ella pocos meses. Cassandane le había llamado aquella misma mañana su estrella matutina, le había dado tres hijos y había hecho siempre cuanto él quiso durante catorce años.