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—¡Hum, hum!

El miedo se manifestaba en la mezquina estatura, y Harpago hizo la señal de la cruz, que era un símbolo mitraico. Dijo ásperamente.

—¿Qué has descubierto, además?

—Nada, gran señor. Nadie pudo decirme…

—¡Mientes! —aulló Harpago—. ¡Todos los griegos son embusteros! Ten cuidado; hablas con ligereza de las cosas santas. ¿A quién más le has mencionado esto?

Everard observó un ligero tic nervioso en la boca de Harpago. El, por su parte, sintió como una bola fría en el estómago. Había dado con alguna cosa que el ciliarca creía completamente sepultada; algo ante lo cual el riesgo de chocar con Creso, que tenía el deber de proteger a su huésped, era desdeñable. Y la más sencilla defensa contra tal riesgo eran la risa y la mofa… después que las tenazas y el potro le hubieran sacado al extranjero todo lo que sabía.

«Pero ¿qué demonios coronados sabia?»

El peregrino seguía protestando:

—A nadie, mi señor. Nadie, sino el oráculo y el dios Sol, cuya voz es, y que me ha enviado aquí, ha sabido esto antes de esta noche.

Harpago respiró hondamente, contenido por la invocación. Pero luego añadió, irguiendo visiblemente los hombros:

—Solo tenemos tu palabra; la palabra de un griego, sobre que el oráculo te habló; sobre que no vienes a espiar secretos de Estado. Pero, aun admitiéndolo, el dios puede muy bien haberte hecho llegar aquí para destruirte por tus pecados. Consultaremos sobre esto.

E hizo un signo al capitán.

—¡Llévalo abajo! ¡En nombre del rey!

¡El rey!

La palabra deslumbró a Everard. Saltó sobre sus pies y gritó:

—¡Sí, el rey! El oráculo me dijo… que habría una señal y que luego debería llevar su palabra al rey de los persas.

—¡Agarradle! —vociferó Harpago.

Los guardias se precipitaron a obedecerle. Everard se echó atrás, clamando por el rey Ciro tan alto como pudo. Que le arrestaran… Sus palabras llegarían hasta el trono, y… Dos hombres le arrinconaron contra la pared, levantando sus hachas. Más hombres se apretujaban tras ellos. Por encima de sus yelmos se veía a Harpago, incorporado en su lecho.

—¡Lleváoslo y degolladle! —ordenó.

—Mi señor —protestó el capitán—, ha invocado al rey.

—¡Para hechizarlo! Ahora lo reconozco: es el hijo de Zohak y agente de Ahriman. ¡Matadle!

—No; esperad. ¿No comprendéis que este traidor quiere impedirme decir al rey…? ¡Fuera, puercos!

Una mano se cerró sobre su brazo derecho. Había estado dispuesto a permanecer en prisión varias horas, hasta que el gran jefe supiera del asunto y le libertara; pero después de aquello las cosas se precipitaban excesivamente. Lanzó un gancho de izquierda, que terminó aplastando una nariz. El guardia retrocedió. Everard le quitó el hacha de las manos, miró en torno suyo y paró el golpe de otro guerrero, a su izquierda.

Los «Inmortales» atacaron. El hacha que Everard empuñaba sonó contra metal, lo hendió y aplastó un nudillo. En la lucha sobrepasaba a la mayoría. Pero no tenía en aquel combate más probabilidades que una pelota de celofán. Un golpe silbó sobre su cabeza; lo esquivó tras una columna, de la que saltaron astillas. Se abrió un claro y él se abalanzó sobre un guerrero vestido de malla, al que hizo caer, y luego escaló un espacio abierto bajo la cúpula. Harpago echó a correr, escondiendo su sable bajo sus ropas; el viejo miserable era aún bastante valiente. Everard giró sobre sí mismo para enfrentarlo, de modo que el ciliarca quedaba entre él y las tropas. Sable y hacha chocaron. Everard trató de estrechar distancias; un forcejeo entre ambos evitaría que los persas le arrojaran sus lanzas, pero quedaban a retaguardia para cerrarle el paso. ¡Por Judas, aquel podía ser el fin de otro patrullero!

—¡Alto! ¡Esconded vuestros rostros! ¡El rey llega!

Por tres veces sonó una trompeta. Los guardianes se cuadraron en sus puestos, contemplando al gigante que, vestido de escarlata, aparecía indignado a la puerta, golpeando el tapiz. Harpago bajó su arma. Everard casi lo descabezó; más luego, recordando y oyendo los apresurados pasos de los guerreros en la antesala, dejó caer también el hacha. Por un momento el ciliarca y él se echaron mutuamente el aliento a la cara.

—Así que… oyó mis palabras… y vino… en seguida —resolló Everard.

—Ten cuidado —le susurró el medo, acurrucado como un gato—. Te estoy observando. Si envenenas su mente, también tú probarás el veneno… o el puñal.

—¡El rey! ¡El rey! —vociferaba el heraldo.

Everard se echó al suelo cerca de Harpago.

Un piquete de «Inmortales» entró en la estancia y formó a los lados del lecho.

Luego, el propio Ciro entró ondeando los pliegues de su túnica al movimiento de su ágil andar. Le seguían algunos cortesanos, de piel atezada, que tenían el privilegio de llevar armas ante el rey. Más atrás, un esclavo retorcía sus manos, temeroso por no haber tenido tiempo de extender una alfombra o llamar a los músicos.

La voz del rey resonó en el silencio, preguntando:

—¿Qué es esto? ¿Dónde está el extranjero que preguntaba por mí?

Everard aventuró una ojeada. Ciro era alto, ancho de hombros y esbelto de cuerpo, y parecía ser mayor de lo que Creso decía, pues aparentaba unos cuarenta y siete años. Tenía la cara estrecha y morena, ojos castaños, una cicatriz de arma blanca en la mejilla izquierda, nariz recta y labios gruesos. Llevaba cepillado hacia atrás su cabello, ya algo gris, y la barba más recortada de lo que era costumbre en Persia. Vestía lo más sencillamente posible, dada su posición.

—¿Dónde está el extranjero del que el esclavo corrió a hablarme?

—Soy yo, Gran Rey.

Levántate y dime tu nombre.

Everard se puso en pie y dijo en inglés:

—¡Hola, Keith!

6

Las parras desbordaban en torno a una pérgola de mármol, tanto que casi ocultaban a los arqueros que los rodeaban, guardándolos. Keith Dennison, tendido en un banco, contemplaba la sombra de las hojas en el suelo y decía amargamente:

—Por fin podemos hablar a solas. El idioma inglés no se ha inventado todavía.

Calló un momento y luego prosiguió con voz ronca:

—A veces he pensado que lo más difícil de soportar en mi situación era el no tener nunca un minuto para mí solo. Lo más que puedo hacer es echar a todo el mundo de la habitación en que estoy; pero se clavan en los alrededores, al paso de la puerta, bajo las ventanas, vigilando, escuchando… Espero que se achicharren sus queridas y leales almas.

—El aislamiento tampoco se ha inventado aún —le recordó Everard—. Y, de todos modos, los hombres como tú nunca gozaron mucho de él en el curso de la Historia.

Dennison alzó su rostro fatigado.

—Tengo ganas de preguntarte qué ha sido de Cynthia —manifestó—; pero de seguro que para ella esto ha sido… Quizá no se le haya hecho muy largo…, una semana o dos, tal vez… ¿Has traído, por casualidad, cigarrillos?

—Los dejé en el saltatiempo —repuso Everard—. Me figuré que ya tendría bastantes dificultades sin tener que explicar su uso. Nunca imaginé encontrarte metido en esta aventura.

—Ni yo tampoco —se encogió de hombros Keith—. Ha sido la cosa más rematadamente fantástica. Las paradojas del tiempo…

—Pero ¿qué sucedió?

Dennison se frotó los ojos y lanzó un suspiro.

—Me encontré cogido en el engranaje de los intereses locales. ¿Sabes que, a veces, todo lo sucedido antes de ahora se me antoja irreal, como un sueño? ¿Existieron alguna vez cosas como la cristiandad, la música de contrapunto o la Declaración de los Derechos del Hombre? Y no quiero mencionar a toda la gente que he conocido. Tú mismo, Manse, me pareces no estar aquí, y temo que he de despertar… Bien; déjame que recuerde.