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Sara Paretsky

Valor seguro

Nº 1 Warshawki

1.- Verano

El ambiente de la noche era húmedo y denso. Mientras bordeaba el lago Michigan con el coche dirección sur, el hedor de los arenques perfumaba ligeramente el aire sofocante. En el parque se veían destellos de pequeñas barbacoas nocturnas. Un montón de luces rojas y verdes se deslizaban por el agua e iluminaban a la gente que intentaba aliviarse del bochorno. Fuera del agua el tráfico era denso, la ciudad se revolvía inquieta intentando respirar. Era julio en Chicago.

Dejé la avenida paralela al lago en la calle Randolph y giré por el río Wabash bajo los arcos de acero del metro aéreo. Aparqué en Monroe y bajé del coche.

A medida que te alejabas del lago, la ciudad era más tranquila. South Loop, sin más atractivo que algunos peep-shows y el calabozo de la ciudad, estaba desierto. Un borracho que se tambaleaba era mi única compañía. Crucé el Wabash y entré en el edificio Pulteney, al lado del estanco de la calle Monroe. Por la noche parecía un sitio horrible para tener un despacho. El mosaico de la entrada estaba sucio y desconchado, y se diría que nunca fregaban el linóleo rajado del suelo. El vestíbulo tiene que transmitir una sensación de tranquilidad a los clientes potenciales.

Llamé al ascensor. Nada. Probé otra vez. Tampoco pasó nada. Empujé la pesada puerta que llevaba a las escaleras y subí lentamente hasta el cuarto piso. Hacía fresco en las escaleras y me demoré unos minutos antes de encaminarme por el pasillo mal iluminado hacia la parte este, donde los alquileres son más baratos porque todos los despachos dan al metro aéreo del Wabash. Aun con aquella luz tan tenue, alcancé a leer el rótulo de la puerta: V. I. Warshawski, investigadora privada.

Había llamado a mi contestador desde una gasolinera del norte de la ciudad; pura rutina de camino a casa antes de ducharme, poner el aire acondicionado y cenar tarde. Me sorprendí cuando me dijeron que habían llamado y me preocupé cuando me dijeron que no habían querido dejar un nombre. Los clientes anónimos son un coñazo. Casi siempre esconden algo, a menudo delictivo, y no se identifican para que no puedas saber antes de tiempo qué esconden.

El tipo se presentaría a las nueve y cuarto, así que no tendría tiempo de cenar. Había perdido la tarde bajo un calor sofocante intentando encontrar la pista de un impresor que me debía 1.500 dólares. La primavera pasada impedí que una cadena hiciera competencia desleal a su empresa, y ahora me arrepentía de haberlo ayudado. Si mi cuenta bancaria no estuviera tan anémica, habría ignorado la llamada. Tal como estaban las cosas, me armé de valor y abrí la puerta.

Con la luz encendida mi despacho tenía un aire espartano pero no desagradable; me animé un poco. Así como mi piso siempre está hecho un desastre, mi despacho suele estar ordenado. Había comprado la mesa grande de madera en una subasta de la policía. La pequeña Olivetti portátil había pertenecido a mi madre, al igual que la reproducción de los Uffizi que colgaba encima del archivador verde. Intentaba causar buena impresión a los clientes. Dos sillas un tanto incómodas completaban mi conjunto de muebles. No pasaba mucho tiempo aquí y no necesitaba más comodidades.

Hacía días que no había venido y tenía un montón de facturas y cartas acumuladas. Una empresa de ordenadores quería hacerme una demostración de lo que eran capaces de hacer los ordenadores para ayudarme en mi negocio. No sé si un IBM portátil sería capaz de encontrar clientes que pagaran.

El ambiente estaba cargado. Repasé las facturas para saber cuáles eran urgentes. La póliza del coche… mejor pagarla. Tiré el resto a la basura; la mayoría eran primeros avisos de facturas y algunas, segundos avisos. Normalmente sólo pago las facturas la tercera vez que llegan. Si realmente quieren cobrar, no se olvidan de ti. Metí la póliza en el bolso, fui hacia la ventana y puse el aire acondicionado al máximo. La habitación se quedó a oscuras. Había fundido los plomos del frágil sistema eléctrico de Pulteney. ¡Estúpida! No se puede poner el aire acondicionado al máximo en un edificio así. Maldije a los encargados del edificio y a mí misma y me pregunté si el cuarto de los fusibles estaría abierto por la noche. Con el tiempo que llevaba en el edificio había aprendido a arreglar la mayoría de las cosas que podían estropearse, incluido el váter del séptimo piso, que se atascaba, como mínimo, una vez al mes.

Volví a recorrer el pasillo y bajé por las escaleras hasta el sótano. Una bombilla pelada iluminaba el final de las escaleras. La puerta del cuarto de los suministros tenía un candado. Ton Czarnik, el irascible portero del edificio, no se fiaba de nadie. Sé abrir algunos candados pero ahora no tenía tiempo para uno americano. Un día de estos. Conté hasta diez en italiano y volví a subir las escaleras con menos entusiasmo que antes.

Oí unos pasos a lo lejos y supuse que era mi visita anónima. Cuando llegué arriba, abrí la puerta sigilosamente y lo observé en la tenue luz. Estaba llamando a mi despacho. No podía verlo muy bien pero me pareció que era un hombre bajo y robusto. Tenía aspecto agresivo y cuando vio que nadie contestaba, abrió la puerta sin dudarlo un instante y entró. Recorrí el pasillo y entré tras él.

El neón de metro y medio del Arnie's Steak Joynt despedía destellos rojos y amarillos en la calle y entraban ráfagas de luz en mi despacho. Al abrir la puerta, vi como mi visita se daba la vuelta.

– Estoy buscando a V. I. Warshawski -dijo con voz ronca y segura, la voz de un hombre acostumbrado a salirse con la suya.

– Sí -dije, y fui hacia la mesa para sentarme.

– Sí, ¿qué? -preguntó.

– Sí, soy yo, V. I. Warshawski. Llamó a mi contestador para concertar una cita, ¿verdad?

– Sí, pero no sabía que esto supondría subir cuatro pisos para llegar a un despacho oscuro. ¿Por qué coño no funciona el ascensor?

– Los inquilinos de este edificio son unos fanáticos de la vida sana. Decidimos suprimir el ascensor. Todo el mundo sabe que subir escaleras previene los infartos.

En un destello del Arnie vi que hacía una mueca.

– No he venido aquí para escuchar tonterías -dijo exagerando su voz ronca-. Cuando pregunto algo espero una respuesta.

– En ese caso, haga preguntas razonables. ¿Y puede decirme por qué necesita a un detective privado?

– No lo sé. Necesito ayuda, pero este lugar… ¿Por qué está tan oscuro?

– Porque no hay luz -el genio me dominaba-. Si no le gusta mi aspecto, váyase. A mí tampoco me gusta la gente que no deja su nombre.

– Está bien, está bien -dijo para apaciguar los ánimos-. Cálmese. Pero ¿tenemos que sentarnos aquí, a oscuras?

Solté una carcajada.

– Se fundieron los plomos unos minutos antes de que usted llegara. Podemos ir al Arnie's Steak Joynt si quiere luz.

No me habría importado echarle un buen vistazo.

Negó con la cabeza.

– Da igual, quedémonos aquí.

Se movía nervioso hasta que decidió sentarse en una silla.

– ¿Tiene nombre? -pregunté para llenar el silencio mientras él pensaba.

– Ah, sí, disculpe -dijo mientras revolvía en su cartera.

Sacó una tarjeta y me la dio. Me la puse a la altura de los ojos para mirarla aprovechando algún destello del Arnie. «John L. Thayer. Vicepresidente ejecutivo, Banco Fiduciario Dearborn.» Apreté los labios. No acostumbraba a pasearme por la calle La Salle pero John Thayer era un nombre importante en el banco más grande de Chicago. Dinero calentito, pensé. Cúrrate a este pez gordo, Vic, me dije dándome ánimos. Tienes el alquiler en las narices.

Me puse la tarjeta en el bolsillo de los tejanos.

– Entonces, Sr. Thayer, ¿cuál es el problema?

– Se trata de mi hijo. En realidad se trata de su novia. Al fin y al cabo es ella la que…