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Y se calló. Muchas personas, sobre todo los hombres, no están acostumbradas a compartir los problemas y les cuesta un poco soltarse.

– Verá, sin ánimo de ofender, pero creo que no debería hablar de esto con usted. A menos que tenga un socio o algo así.

No dije nada.

– ¿Tiene algún socio? -insistió.

– No, Sr. Thayer -dije con voz suave-. No tengo ningún socio.

– No creo que sea un trabajo para una chica sola.

Noté como el pulso me vibraba en la sien.

– Me he saltado la cena después de un día muy caluroso para encontrarme con usted.

Mi voz se volvió ronca de ira. Me aclaré la garganta e intenté tranquilizarme.

– No se ha identificado hasta que he insistido. Ha escogido mi despacho y a mí y no puede preguntar nada de forma directa. ¿Intenta descubrir si soy honrada, rica, dura o qué? Si quiere referencias, búsquelas. Pero no me haga perder el tiempo de esta forma. No tengo que convencerlo para que me contrate, ya que fue usted quien insistió en que nos viéramos tan tarde.

– No cuestiono su honradez -se apresuró a decir-. Ni intento ponerla de mala leche. Pero es una chica, y el asunto podría ponerse feo.

– Soy una mujer, Sr. Thayer, y sé cuidar de mí misma. Si no supiera, no estaría en este negocio. Si el asunto se pone feo, ya me las arreglaré, o lo intentaré. Pero éste es mi problema, no el suyo. Bien, ¿quiere hablarme de su hijo o puedo irme a casa a poner el aire acondicionado?

Mientras meditaba la respuesta aproveché para respirar hondo en un intento de calmarme y liberar la tensión acumulada en la garganta.

– No sé -dijo finalmente-. Lo siento, pero me estoy quedando sin alternativa.

Me miró pero no pude ver su cara.

– Todo lo que le diga tiene que ser estrictamente confidencial.

– De acuerdo, Sr. Thayer -dije suspirando-. Sólo usted, yo y Arnie.

Se aguantó la respiración pero recordó que estaba intentando ser conciliador.

– Se trata de Anita, la novia de mi hijo. Eso no quiere decir que Pete, mi hijo, no me traiga de cabeza también.

Droga, pensé con aire taciturno. Todos estos tipos de los barrios altos sólo piensan en droga. Cuando se trata de un embarazo, lo pagan y ya está. Aunque yo no podía andarme con remilgos, así que resoplé para darme ánimos.

– Anita no es una chica muy conveniente, que digamos, y desde que anda con Pete, él ha empezado a tener unas ideas muy peculiares.

La voz ronca daba un aire excesivamente formal a sus frases.

– Me temo que sólo descubro cosas, Sr. Thayer. No puedo hacer mucho acerca de las ideas de un chico.

– No, no. Ya lo sé. Pero es que han estado viviendo juntos en una especie de comuna asquerosa… ¿Le he dicho que estudian en la Universidad de Chicago? De todas formas, Pete empezaba a decir que quería formar un sindicato en vez de estudiar empresariales, así que fui a hablar con la chica. Para que entrara en razón, sabe, y…

– ¿Cuáles el apellido de la chica, Sr. Thayer?

– Hill. Anita Hill. Bueno, como le he dicho, fui a hablar con ella para que entrara en razón y luego desapareció.

– Parece que su problema ya se ha solucionado.

– Ojalá fuera así. Pero Pete dice que la compré para que desapareciera. Y me amenaza con cambiarse el apellido y desaparecer del mapa si ella no aparece.

Ya lo he oído todo, pensé. Me pagan por encontrar a una persona y así conseguir que su novio estudie empresariales.

– ¿Fue el responsable de su desaparición, Sr. Thayer?

– ¿Yo? Si lo fuera, podría hacer que volviera.

– No necesariamente. Ella podría haberle sacado 50 de los grandes y haberse largado. O usted podría haberle pagado para que desapareciera para siempre. Podría haberla matado o haber contratado a alguien para que la matara y colgarle el muerto a otro. Un tipo como usted tiene muchos recursos.

Creo que eso le hizo un poco de gracia.

– Sí, supongo que todo esto podría ser cierto. De todas formas, quiero que la encuentre; que encuentre a Anita.

– Sr. Thayer, no me gusta rechazar un trabajo pero ¿por qué no va a la policía? Ellos están mejor equipados que yo para este tipo de cosas.

– La policía y yo -dijo, y luego se detuvo-. No me apetece contar mis problemas personales a la policía -dijo con firmeza.

Ahí estaba la clave… Pero ¿qué había empezado a decir?

– ¿Y por qué le preocupa tanto que se complique el asunto? -me pregunté en voz alta.

Se revolvió un poco en la silla.

– Algunos de estos estudiantes pueden ser un poco salvajes -masculló.

Levanté las cejas con escepticismo, pero en la oscuridad él no lo vio.

– ¿Por cierto, cómo encontró mi nombre? -pregunté como si se tratara de una encuesta de un producto: «¿Nos conoció a través de Rolling Stone o a través de un amigo?».

– En las Páginas Amarillas. Quería a alguien en la zona del Loop pero que no conociera a mis socios.

– Sr. Thayer, cobro 125 al día, más gastos. Y necesito un depósito de 500 dólares. Hago informes sobre mis progresos, pero los clientes no me dicen cómo debo trabajar de la misma manera que ni las viudas ni los huérfanos no le dicen a usted cómo dirigir el banco.

– ¿Entonces, acepta mi caso? -preguntó.

– Sí -dije escuetamente-. A menos que la chica esté muerta, no debería ser demasiado complicado encontrarla. Necesito la dirección de su hijo en la universidad -añadí-. Y una foto de la chica, si es que tiene alguna.

Vaciló un momento, hizo semblante de decir algo, y me dio la dirección: 5462 South Harper. Ojalá fuera el sitio que buscaba. También me dio una foto de Anita Hill. Con la luz intermitente no podía estar muy segura pero parecía una foto del anuario escolar. Mi cliente me pidió que lo llamara a casa para informarle, en vez de a la oficina. Anoté el número de su casa en la tarjeta y me la metí en el bolsillo otra vez.

– ¿Cuándo cree que sabrá algo? -preguntó.

– No puedo decirle nada hasta que no haya empezado, Sr. Thayer. Pero empezaré con su caso mañana por la mañana.

– ¿Por qué no empieza esta noche? -inquirió.

– Porque tengo que hacer otras cosas -contesté escuetamente.

Como cenar y tomar una copa.

Insistió un poco, no porque pensara que yo cambiaría de opinión, sino porque estaba acostumbrado a salirse con la suya. Al final desistió y me dio 500 dólares en billetes.

Me los miré de reojo bajo la luz del Arnie.

– Acepto cheques, Sr. Thayer.

– Prefiero que los del banco no sepan que he acudido a un detective privado. Y mi secretaria lleva las cuentas de mi talonario.

No me extrañé demasiado. Hay muchos ejecutivos que encargan esta tarea a sus secretarias. Yo pensaba que sólo Dios, Hacienda y mi banco debían tener acceso a mis operaciones financieras.

Se levantó para irse y salí con él. Cuando yo había cerrado la puerta, él ya estaba bajando las escaleras. Quería verle mejor y corrí tras él. No quería tener que ver a todos los hombres de Chicago bajo una luz de neón para reconocer a mi cliente. La luz de la escalera no era muy buena pero vi que tenía la cara cuadrada y las facciones muy marcadas. Seguramente irlandés, pensé; no tenía el aspecto que esperaba de un segundo cargo del Banco Dearborn.

Llevaba un traje caro y hecho a medida pero tenía más pinta de salir de una película de Edward G. Robinson que del octavo banco más grande del país. Pero ¿y yo? ¿Acaso tenía pinta de detective? En realidad, la gente no intenta averiguar de qué trabaja una mujer por la manera en que viste, pero se quedan atónitos cuando descubren lo que hago.

Mi cliente se fue dirección este, hacia la avenida Michigan. Me encogí de hombros y crucé la calle para entrar en el Arnie. El propietario me sirvió un Johnnie Walker Black doble y un entrecot de su colección privada.

2.- Abandonar los estudios