El amanecer anunciaba un día tan caluroso y húmedo como el anterior. Intento hacer ejercicio cuatro veces por semana. Me había saltado los dos días anteriores con la esperanza de que pasara la ola de calor, pero decidí que debía salir esa mañana. Cuando los treinta son un grato recuerdo, cuanto más tiempo pasas sin hacer ejercicio, más te cuesta arrancar de nuevo. Además, tengo muy poca fuerza de voluntad, y prefiero hacer ejercicio antes que hacer régimen, y correr me ayuda a mantenerme en forma. No es que me apasione, especialmente en mañanas como ésta…
Los 500 dólares que me dio John Thayer la noche anterior me animaron bastante, y me puse los pantalones cortos y la camiseta con una sonrisa. El dinero me ayudaba a olvidarme del calor. Corrí unos 7 kilómetros sin mucho esfuerzo alrededor del lago y del puerto de Belmont y volví a mi pisito de Halsted. Sólo eran las ocho y media y ya estaba sudando a mares. Bebí un gran vaso de zumo de naranja y preparé café antes de ducharme. Tiré la ropa sudada en una silla y dejé la cama sin hacer. Tenía trabajo y no me sobraba el tiempo. Además, ¿quién iba a verla?
Mientras tomaba café y arenque ahumado, pensaba la manera de abordar a Peter Thayer acerca de su novia desaparecida. Si la familia del chico no la aceptaba, seguramente a Peter le sentaría mal que su padre contratara a un detective privado para buscarla. Tendría que hacerme pasar por alguien relacionado con la universidad. ¿Una compañera de clase que quería pedirle apuntes? Soy demasiado vieja para parecer universitaria, ¿y si Anita no se había matriculado en el trimestre de verano? Podría trabajar en una revista alternativa y buscar a Anita para pedirle que escribiera algo. Un artículo sobre sindicalismo… Thayer dijo que Anita presionaba a Peter para que se hiciera sindicalista.
Amontoné los cacharros en el fregadero y los miré con el ceño fruncido: de mañana no pasa. Saqué la basura: soy desordenada pero no una cerda. Tenía periódicos acumulados desde hacía días y tardé un rato en llevarlos hasta el vestíbulo. El hijo del portero se sacaba un sobresueldo con el reciclaje de papel.
Me puse tejanos y un top amarillo y me miré al espejo con satisfacción. En verano me veo más guapa. Heredé de mi madre el color aceituna de la piel y el bronceado me sienta muy bien. Se me escapó una sonrisa. La recuerdo cuando decía: «Sí, Vic, eres guapa, pero ser guapa no lo es todo en esta vida. Cualquier chica puede ser guapa, pero para cuidar de ti misma tienes que ser inteligente. Debes tener una profesión. Tienes que trabajar». Quería que fuera cantante y tuvo paciencia para enseñarme. Seguro que no le habría gustado que fuera detective. Y a mi padre tampoco. Era policía; un polaco en un mundo de irlandeses. Nunca pasó de sargento. En parte, debido a su falta de ambición, pero también debido a sus antepasados. Estoy convencida. Tenía grandes esperanzas puestas en mí. Se me congeló la sonrisa y me di la vuelta con brusquedad.
Antes de dirigirme hacia el sur de la ciudad, fui al banco a ingresar los 500 dólares. Primero lo primero. El cajero los cogió sin pestañear; no podía esperar que a todo el mundo le impresionaran como a mí.
A las diez y media entré por Belmont en la avenida Lake Shore con mi Chevy Monza. El sol deslumbrante se reflejaba en los remolinos del lago con un brillo cobrizo. Las amas de casa, los niños y los detectives son las únicas personas que están en la calle a esta hora del día. En tan sólo veintitrés minutos me planté en Hyde Park y aparqué en Midway.
Hacía diez años que no venía al campus, pero vi que no había cambiado tanto; por lo menos no tanto como yo. Leí en alguna parte que los estudiantes estaban sustituyendo el aspecto desaliñado por un estilo más cuidado tipo el de los años cincuenta. Sin duda, esta moda había pasado de largo de Chicago. Jóvenes de sexo indeterminado se paseaban, de la mano o en grupos, con el pelo revuelto, pantalones cortos deshilachados y camisetas tipo obrero agujereadas; seguramente la relación más directa que establecían con el mundo del obrero. Teóricamente, una quinta parte de los estudiantes pertenecía a familias con una renta anual de más de 50.000 dólares pero con la pinta que tenían me era imposible adivinar quiénes eran.
Dejé atrás la luz cegadora y entré en un vestíbulo de piedra mucho más fresco para llamar a secretaría. «Estoy buscando a una estudiante: la señorita Anita Hill.» Una voz estridente de vieja me dijo que esperara. Oí un crujido de papeles. «¿Puede deletreármelo?» Por supuesto. Más frufrú de papeles. La voz estridente me dijo que no les constaba ninguna estudiante con ese nombre. ¿Quería decir que no se había matriculado en el trimestre de verano? Quería decir que no tenían ninguna estudiante con ese nombre. Pregunté por Peter Thayer y me sorprendió que me diera la dirección de la calle Harper. Si Anita no existía, ¿por qué tendría que existir el chico?
«Disculpe las molestias, pero soy su tía. ¿Podría decirme qué clases tiene hoy? No está en casa y sólo estoy de paso por Hyde Park.» Supongo que le pareció que era de fiar porque la Sra. Estridente me dijo que Peter no se había matriculado aquel trimestre pero que tal vez la facultad de Ciencias Políticas podría ayudarme a encontrarlo. Le agradecí enormemente su ayuda y colgué.
Miré el teléfono con cara de duda y reflexioné sobre el siguiente paso. Si no existía Anita Hill, ¿cómo iba a encontrarla? Y si no existía una tal Anita Hill, ¿por qué me habían contratado para buscarla? ¿Y por qué me habían dicho que los dos estudiaban en la universidad si la chica no estudiaba allí? Quizás se confundió al decirme que estudiaba en la universidad de Chicago; tal vez estudiaba en Roosevelt y vivía en Hyde Park. Decidí probar en el piso.
Fui a buscar el coche. El aire era irrespirable y el volante estaba ardiendo. Entre los papeles del asiento de atrás encontré una toalla que me había llevado a la playa semanas atrás. La desenterré y la puse encima del volante. Me perdí un poco en las calles de sentido único porque llevaba años sin pasar por aquel barrio pero al final llegué a Harper. El número 5462 era un edificio de tres pisos cuya fachada había sido amarilla en otra época. La entrada olía como las paradas del metro: una extraña mezcla de moho y pipí. En una esquina había una bolsa arrugada de Harold's Chicken Shack y unos cuantos huesos de pollo esparcidos por el suelo. La puerta que daba a las escaleras no cerraba bien. Imaginé que nadie se había molestado en repararla desde hacía meses. La mayor parte de la pintura había saltado. Arrugué la nariz. Comprendía perfectamente que a los Thayer no les gustara el sitio en el que vivía su hijo.
Los nombres del interfono estaban escritos a mano en tarjetitas enganchadas a la pared con cinta adhesiva. Thayer, Berne, Steiner, McGraw y Harata vivían en el tercer piso. Supuse que se trataba de la comuna asquerosa que disgustaba tanto a mi cliente. Pero no había ninguna Hill. O se equivocó con el apellido de Anita, o la chica usaba un nombre falso. Llamé al interfono y esperé. No contestaron. Probé otra vez. Tampoco.
Eran las doce y decidí hacer una pausa. El Wimpy que recordaba al lado del centro comercial ya no existía y en su lugar había un restaurante medio griego. Tomé una ensalada de carne deliciosa y un vaso de Chablis y volví al piso. Seguramente los chicos tenían algún trabajito de verano y no volverían hasta las cinco, pero aquella tarde yo no tenía nada previsto aparte de buscar al impresor que se escaqueaba de pagar.
Mientras llamaba otra vez, salió un chico joven con unas pintas…
– ¿Sabe si hay alguien en el piso de Thayer y Berne? -le pregunté.
Me miró con los ojos vidriosos y masculló que no había visto a ningún vecino del tercero durante varios días. Le enseñé la foto de Anita y le dije que estaba buscando a mi sobrina.
– Debería estar en casa pero no sé si tengo la dirección correcta -añadí.
Me miró con cara de aburrimiento.
– Creo que vive aquí, pero no sé cómo se llama.
– Anita -dije, pero ya se había ido arrastrando los pies.