– ¿Nunca se han cargado a nadie por culpa de un puente levadizo? Me refiero a alguien que se cabreara tanto que disparara a un barco o algo por el estilo.
– Todavía no -dijo Murray-. Pero si pasa, ya me ocuparé de entrevistarte. ¿Qué tomas?
La cerveza no me apasiona especialmente; pedí vino blanco.
– Encontré lo que buscabas -dijo Murray alargándome una carpeta-. Teníamos muchas de McGraw, pero sólo he encontrado una de Masters; creo que está recibiendo algo del ayuntamiento de Winnetka. No llegamos a publicarla, pero el ángulo es muy bueno. Te he traído un par de copias.
– Gracias -dije abriendo la carpeta.
La foto de Masters estaba muy bien. La tomaron justo cuando le daba la mano al presidente de los boy-scouts de Illinois. A su derecha había un chico con uniforme y ademán solemne que parecía su hijo. La foto tenía dos años.
De McGraw me había traído varias. La primera que miré la habían tomado a la entrada de un juzgado federal mientras McGraw andaba con actitud amenazadora delante de tres empleados de tesorería. La segunda, en circunstancias más agradables, era de su condecoración como presidente de los Afiladores nueve años atrás. La mejor para mi objetivo era un primer plano que le hicieron sin que se diera cuenta. Estaba relajado y concentrado.
Se la enseñé a Murray.
– Esta es muy buena. ¿Dónde estaba?
Murray sonrió.
– En la audiencia que hizo el senado sobre el crimen organizado y los sindicatos.
No me extrañaba que estuviera tan concentrado.
Se acercó un camarero para tomar nota de lo que queríamos. Yo pedí mostaccioli y Murray, espagueti con albóndigas. Tenía que volver a mis sesiones de jogging aunque me dolieran los músculos; estaba comiendo mucha fécula últimamente.
– Y ahora, Warshawski, la detective más guapa de todo Chicago, dime para qué necesitas las fotografías -dijo Murray frotándose las manos e inclinándose hacia mí-. He leído en alguna parte que el pobre Peter Thayer trabajó en Ajax, concretamente para el Sr. Masters, un viejo amigo de la familia. También recuerdo de entre todo el cotilleo que se ha publicado acerca de la muerte del chico, que su novia era la encantadora y entregada Anita McGraw, hija del conocido líder sindicalista Andrew McGraw. Y me pides fotos de los dos. ¿Estás sugiriendo, por casualidad, que los dos actuaron en connivencia en el asesinato del chico Thayer, y probablemente en el de su padre también?
Me puse seria.
– Mira, Murray. La historia es ésta: McGraw siente un odio exacerbado hacia los capitalistas. Cuando descubrió que su propia hija, que siempre había estado alejada del mundo de los que mandan, estaba planteándose, no sólo casarse con el hijo de un capitalista, sino con el hijo de uno de los hombres más ricos de Chicago, pensó que lo único que podía hacer era meter al chico unos metros bajo tierra. Su psicosis es tan exagerada que decidió cargarse también al padre para…
– Ahórrate el final -dijo Murray-, puedo imaginármelo. ¿Quién es tu cliente, McGraw o Masters?
– Supongo que la comida corre a cargo del periódico, porque está claro que es una comida de negocios.
El camarero dejó los platos en la mesa de forma muy brusca, marca de la casa de casi todos los restaurantes que sirven comidas de negocios. Cogí las fotos justo a tiempo para que no se mancharan de espagueti y esparcí queso por encima de la pasta: me encanta con mucho queso.
– ¿Tienes un cliente? -dijo al mismo tiempo que pinchaba una albóndiga con el tenedor.
– Sí.
– Pero no vas a decirme quién es.
Sonreí y asentí para darle la razón.
– ¿Crees que Mackenzie es el asesino de Peter Thayer? -preguntó Murray.
– No he hablado con él. Pero si Mackenzie mató al hijo, es normal preguntarse quién mató al padre. No me convence la idea de que dos personas de una misma familia mueran en una sola semana por razones y personas que no tienen nada que ver las unas con las otras: las leyes de la probabilidad van contra esa teoría -contesté-. ¿Y tú, qué piensas?
Sonrió al estilo de Elliot Gould.
– Hablé con el teniente Mallory cuando empezó el caso y no me habló de robo. Ni del chico ni del piso. Tú encontraste el cadáver, ¿no? ¿Te pareció que habían entrado a robar en el piso?
– No sabría decirte si se llevaron algo porque no sé qué se supone que tenía que haber en aquel piso.
– Por cierto, ¿cómo fuiste a parar al piso? -preguntó como quien no quiere la cosa.
– Por nostalgia, Murray. Estudié en aquella zona y me picó el gusanillo de ir a ver si habían cambiado las cosas.
Murray se echó a reír.
– Está bien, Vic. Tú ganas, pero comprende que tenía que intentarlo.
Yo también me eché a reír. No me importó que lo intentara. Me terminé la pasta; ningún niño había muerto nunca en la India por mi imperdonable defecto de no rebañar el plato.
– Si descubro algo que pueda interesarte, ya te avisaré -le dije.
Murray me preguntó cuántos partidos creía que les quedaban a los Cubs antes de que los eliminaran. No estaban en forma. Ya habían perdido dos juegos.
– Sabes, Murray, tengo muy pocas ilusiones en la vida y los Cubs son una de ellas.
Removí el café con la cuchara.
– Pero supongo que la segunda semana de agosto. ¿Y tú?
– A ver, si estamos en la tercera semana de julio… les doy diez partidos más. Martin y Buckner no pueden con el equipo.
Tenía razón, por desgracia. Seguimos hablando de béisbol, y al final pagamos la cuenta a medias.
– Tengo que decirte una cosa, Murray.
Me miró con atención y casi me dio por reír. Le había cambiado tanto la expresión en un segundo. Parecía un sabueso rastreando el terreno.
– Creo que tengo una pista. No sé exactamente lo que significa ni por qué es una pista, pero he hecho una copia para mi abogado. Si me borraran del mapa, durante un tiempo, o para siempre, le he pedido que te la dé a ti.
– ¿Qué es? -preguntó Murray.
– Tendrías que ser detective, Murray. Haces tantas preguntas como nosotros y te emocionas de la misma forma cuando tienes una pista. Te voy a decir una cosa: Earl Smeissen está metido en el caso. Él me puso este precioso ojo morado que tú, caballero donde los haya, has evitado mencionar. No es del todo imposible que acabe flotando en el río de Chicago. Mira por la ventana de tu despacho cada hora o cada dos para comprobarlo.
Murray no pareció muy sorprendido.
– ¿Ya lo sabías? -le pregunté.
Esbozó una sonrisa.
– ¿Sabes quién arrestó a Donald Mackenzie?
– Sí. Frank Carlson.
– ¿Y para quién trabaja Carlson? -preguntó.
– Para Henry Vespucci.
– ¿Y sabes quién le ha cubierto la espalda a Vespucci durante estos últimos años?
Medité la respuesta.
– ¿Tim Sullivan?
– ¡Acaba de ganar una preciosa muñeca de porcelana! -dijo Murray-. Como eres tan lista, te diré con quién pasó Sullivan las últimas navidades en Florida.
– ¿!Con Earl!? No…
Murray se echó a reír.
– Sí. Con el mismísimo Earl Smeissen. Si te vas a mezclar con esta gente, será mejor que tengas mucho cuidado.
Me levanté y me puse la carpeta bajo el brazo.
– Gracias, Murray. No eres la primera persona que me lo dice. Gracias por las fotos. Si averiguo algo ya te lo diré.
Cuando saltaba la barrera que separaba la terraza de la acera, oí que Murray gritaba algo. Me alcanzó jadeando al final de las escaleras que van del nivel del río hasta la avenida Michigan.
– Quiero que me digas qué le dejaste a tu abogado -dijo sin aliento.
Le sonreí.
– Hasta la vista, Murray -dije y me monté en un autobús que pasaba por ahí.
Tenía un plan, aunque en realidad estaba dando palos de ciego. Suponía que McGraw y Masters tenían un asunto entre manos. Tenían que verse en alguna parte. Aunque seguramente les bastaría con el teléfono y el correo electrónico para llevar sus negocios, McGraw temía que le pincharan el teléfono o le interceptaran el correo. Lo más seguro es que prefiriera hacer los negocios cara a cara. Así que tenían que verse de vez en cuando. En un bar, por ejemplo. Y si se encontraban en un bar, lo más sencillo sería escoger uno cerca del despacho de Masters o de McGraw. Claro que también era posible que se vieran en un sitio lo más alejado posible de sus despachos para que nadie los relacionara. Pero total, como estaba dando palos de ciego… Como no tenía los recursos para recorrerme toda la ciudad, di por sentado que sí quedaban para verse, y si lo hacían en un bar, tenía que ser un bar cerca de sus despachos. A lo mejor mi plan no serviría para nada, pero es todo lo que se me ocurría. Tenía más esperanzas de averiguar algo sobre Anita al día siguiente en la reunión de mujeres radicales, pero mientras tanto no podía estar inactiva.