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– Ah, sí, buenísimas -dijo Jill entusiasmada-. ¿Sabes que Carol cocina desde los siete años? Yo no sé hacer nada; no sé planchar, ni siquiera sé hacer huevos revueltos. Carol dice que tendría que casarme con alguien que tenga mucho dinero.

– O cásate con alguien que sepa planchar y cocinar -le dije.

– Podrías practicar cómo se hacen los huevos revueltos esta noche -sugirió Lotty-. ¿Cenarás aquí, Vic?

– ¿Podríamos cenar pronto? A las siete y media tengo que ir a una reunión en la universidad de Chicago. He quedado con alguien que tal vez pueda ayudarme a encontrar a Anita.

– ¿Cómo lo ves, Jill?

Jill hizo una mueca.

– Creo que me casaré con un rico.

Lotty y yo nos echamos a reír.

– ¿Qué os parece bocadillos de manteca de cacahuete? -sugirió-. Sé cómo se hacen.

– Haré una fritata, Lotty -le prometí-, si tú y Jill compráis espinacas y cebollas de vuelta a casa.

Lotty hizo una mueca.

– Vic es buena cocinera pero lo ensucia todo -dijo a Jill-. Preparará una comida sencilla para cuatro en media hora y tú y yo tendremos que pasarnos la noche limpiando la cocina.

– ¡Lotty! -protesté-. ¿Por una fritata? Te prometo que… -me lo pensé un momento y me eché a reír-. De acuerdo, no haré promesas. No quiero llegar tarde a la reunión. Jill, tú lavarás los platos.

Jill me miró desorientada. A lo mejor creía que me había enfadado porque no quería hacer la cena.

– Oye, que no tienes que ser perfecta. A Lotty y a mí nos caerás igual de bien aunque te pongas de mal humor, no te hagas la cama o no quieras hacer la cena. ¿De acuerdo?

– Por supuesto -dijo Lotty divertida-. Soy amiga de Vic desde hace quince años y nunca he visto que se hiciera la cama.

Jill sonrió.

– ¿Hoy vas a investigar también?

– Sí. Al norte de la ciudad. Voy a buscar una aguja en un pajar. Me gustaría almorzar con vosotras, pero no sé exactamente a qué hora acabaré. De todas formas, llamaré a la clínica alrededor de las doce.

Fui a la habitación de invitados para ponerme pantalones cortos, camiseta y zapatillas. Jill entró cuando estaba a medio vestir. Me notaba los músculos tensos después de tanto ejercitarlos. Tendría que tomarme el jogging con más calma de lo habitual. Cuando Jill entró, me noté un poco sudada, pero no por el esfuerzo, sino por las agujetas del día después. Me estuvo mirando un rato.

– ¿Te importa si me visto mientras estás aquí? -preguntó al fin.

– No -mascullé-. A no ser que prefieras estar sola.

Me puse derecha.

– ¿Has pensado en llamar a tu madre?

Hizo una mueca.

– Lotty ha tenido la misma idea. Pero he decidido ser una fugitiva y quedarme aquí.

Se puso los tejanos y una camiseta enorme.

– Me gusta vivir aquí.

– Es la novedad. Dentro de unos días echarás de menos tu playa privada -le di un achuchón-. Pero te puedes quedar en casa de Lotty el tiempo que quieras.

Se echó a reír.

– Está bien. Llamaré a mi madre.

– Buena chica. Adiós, Lotty -dije mientras salía.

La avenida Sheffield está a un kilómetro y medio del lago. Calculé que si corría hacia el lago unas ocho manzanas hasta Diversey y volvía, habría corrido unos seis o siete kilómetros. Me lo tomé con calma, para destensar los músculos y porque el calor era sofocante. Suelo correr un kilómetro en cinco minutos pero hoy me conformaba con hacerlo en ocho. Estaba sudando como una cerda cuando llegué a Diversey, y me temblaban un poco las piernas. Reduje el ritmo pero estaba tan cansada que no prestaba demasiada atención al tráfico. Cuando salí del camino del lago, un coche patrulla apareció delante de mí. El sargento McGonnigal iba en el asiento del acompañante.

– Buenos días, Srta. Warshawski.

– Buenos días, sargento -dije intentando respirar con normalidad.

– El teniente Mallory me ha pedido que la buscara -dijo mientras salía del coche-. Ayer recibió una llamada de la policía de Winnetka. Parece que consiguió engatusarlos para que la dejaran entrar en casa de los Thayer.

– ¿Ah sí? No sabía que había tanta cooperación entre las fuerzas de la ciudad y las de los suburbios.

Me incliné hasta tocarme los dedos de los pies varias veces para que no se me agarrotaran los músculos.

– Están preocupados por la chiquilla de los Thayer. Creen que debería estar con su madre.

– Qué considerados. Pueden llamarla a casa de la Dra. Herschel y preguntarle qué le parece. ¿Ha salido a buscarme para decirme eso?

– No exactamente. La policía de Winnetka ha encontrado un testigo del coche que disparó a Thayer, aunque no vio el tiroteo.

Hizo una pausa.

– ¿Ah sí? ¿Y con una sola identificación ya van a detener a alguien?

– Por desgracia, el testigo sólo tiene cinco años. Está asustadísimo y sus padres han contratado a abogados y a guardias de seguridad. Parece ser que estaba jugando en la cuneta de la calle Sheridan; sus padres le tenían prohibidísimo que fuera allí, pero como estaban durmiendo, se escapó. Precisamente fue allí por eso, porque entra dentro de lo prohibido. Estaba jugando a un juego muy raro, ya sabes cómo son los niños; jugaba a que estaba acechando a Darth Vader cuando de repente vio el coche. Un coche grande y negro, dice, enfrente de la casa de los Thayer. Estaba a punto de acecharle, cuando de repente vio en el asiento del acompañante a un hombre que le puso los pelos de punta.

McGonnigal hizo otra pausa para asegurarse de que le estaba siguiendo. Puso un énfasis especial en las siguientes palabras.

– Al final nos dijo, después de muchas horas y promesas a sus padres de que no le citaríamos a juicio y que no publicaríamos la noticia en el periódico, que lo que le asustó de aquel hombre fue que el Zorro lo había atacado. ¿Por qué el Zorro? Porque el hombre en cuestión tenía una señal en la cara. Eso es todo lo que sabe. Lo vio, se asustó y se fue corriendo. No sabe si el hombre lo vio o no.

– Una pista muy interesante -comenté educadamente-. Sólo tenéis que buscar un coche negro y grande y un hombre con una marca en la cara, y preguntarle si conoce al Zorro.

McGonnigal se encendió.

– Los policías no somos tan estúpidos como cree. No podemos llevar eso a juicio porque se lo prometimos a los padres y a los abogados, pero Zorro, la marca del Zorro, es una Z, y el teniente y yo queremos saber si conoce a alguien con una zeta en la cara.

Hice una mueca. Tony, el chico para todo de Earl, tenía una cicatriz en forma de Z. Negué con la cabeza.

– ¿Debería?

– No hay mucha gente que tenga esta marca. Nosotros pensamos que a lo mejor se trata de Tony Bronsky. Un tal Zav le marcó la cara hace siete u ocho años cuando Tony intentó robarle la novia. Ahora anda con Earl Smeissen.

– ¿Ah sí? -dije-. Earl y yo no somos precisamente amigos. No conozco a todos sus colegas.

– El teniente pensó que le gustaría saberlo y está convencido que no soportaría que le pasara algo a la hija de Thayer mientras está con usted.

Se metió en el coche.

– Al teniente le encanta el dramatismo -le dije cuando estaba a punto de arrancar-. Creo que ha visto demasiadas reposiciones de Kojak a altas horas de la madrugada. Dígaselo de mi parte.

McGonnigal se fue y yo hice el camino de retorno a pie. Ya no me apetecía hacer ejercicio. Lotty y Jill ya se habían ido. Bajo una ducha de agua caliente, relaje los músculos y pensé en el mensaje de McGonnigal. No me extrañaba que Earl estuviera envuelto en el asesinato de John Thayer. Lo que me preocupaba es que Jill corriera realmente peligro. Y si corría peligro, ¿empeoraba las cosas que estuviera con Lotty y conmigo? Me sequé con una toalla y me pesé. Había adelgazado casi un kilo; qué raro, con toda la fécula que comía últimamente.