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– Y no te muevas de allí -añadió.

Jill estaba encantada. Me gustaría ver la cara que pondría su hermana si volviera a casa con Paul y lo presentara como su novio.

No había tráfico en la ciudad porque la mayoría de la gente había salido a tomar el fresco a pie. En verano, ésta es la parte del día que más me gusta. Hay algo en el aire que evoca la magia de la infancia.

No tuve ningún problema para aparcar en el campus, y entré en la sala de la asociación antes de que empezara la reunión. Habría una docena de mujeres vestidas con camisetas enormes y pantalones desteñidos o faldas tejanas hechas de retazos de pantalones y cosidas con las costuras fuera. Yo llevaba tejanos y una camiseta ancha para disimular la pistola, pero aun así, iba más arreglada que cualquiera de ellas.

Gail Sugarman, que se encontraba entre el grupo de mujeres, me reconoció enseguida y dijo:

– ¡Eh! Te has acordado de la reunión.

Todos los ojos se pusieron en mí.

– Se llama… -y se quedó cortada-. He olvidado cómo te llamas, pero me acuerdo que tenías un nombre italiano. Da igual. La conocí el otro día en la cafetería, le hablé de las reuniones, y aquí está.

– No serás periodista… -dijo una mujer del grupo.

– No -dije en un tono neutral-. Estudié filosofía y letras en esta universidad, una licenciatura que ya no existe. La semana pasada vine a hablar con Harold Weinstein y conocí a Gail por casualidad.

– Weinstein -rezongó otra mujer-. Se cree radical por llevar camisetas y despotricar contra el capitalismo.

– Es verdad -dijo otra-. Lo tuve en «El poder de las empresas y el poder de los sindicatos». Dijo que la opresión dejó de existir cuando Ford perdió la batalla contra el sindicato de trabajadores de automóviles en los años cuarenta. Si le decías que las mujeres estaban marginadas, no sólo en las empresas, sino también en los sindicatos, te contestaba que esto no era opresión, que sólo era un reflejo de las costumbres sociales de hoy en día.

– Con este argumento justifica todo tipo de opresión -dijo una mujer rechoncha con el pelo corto y rizado-. Claro, los campos de trabajo de Stalin reflejaban las costumbres soviéticas de los años treinta. Y qué decir del exilio de Scheransky condenado a trabajos forzados…

La delgadita y morena Mary, la mujer que estaba en la cafetería con Gail el viernes pasado, intentó poner orden en el grupo.

– No tenemos nada preparado para hoy -dijo-. En verano somos tan pocas que no podemos justificar la presencia de un conferenciante. Pero podemos sentarnos en círculo y hacer un debate.

Mary daba unas caladas interminables al cigarrillo, como si quisiera succionarlo entero. Tuve la impresión de que no se creía mi historia, pero a lo mejor era cosa de los nervios.

Me senté en el suelo de inmediato y doblegué las piernas hasta tener las rodillas a la altura de la barbilla. Me dolía un poco la pantorrilla. Las otras mujeres se fueron sentando poco a poco después de coger una taza de café con una pinta horrible. Cuando entré en la sala me fijé en aquel brebaje requemado y pensé que no era imprescindible tomar una taza para demostrar que formaba parte del grupo.

Cuando sólo faltaban dos mujeres para sentarse, Mary propuso que nos presentáramos.

– Hoy han venido dos compañeras nuevas -dijo-. Yo me llamo Mary Annasdaughter.

Se giró hacia la mujer que estaba sentada a su derecha, la que se había quejado por la exclusión de las mujeres en los sindicatos. Cuando me tocó presentarme, simplemente dije:

– Me llamo V. I. Warshawski, pero casi todo el mundo me llama Vic.

Cuando se acabó la ronda de presentaciones, una mujer se había quedado con la curiosidad.

– ¿Te identificas con las iniciales o Vic es tu nombre verdadero?

– Vic es un apodo -dije-. Normalmente me presento con las iniciales. Cuando empecé a trabajar de abogada descubrí que si mis colegas y oponentes de sexo masculino no conocían mi nombre de pila, no se atrevían a tratarme con tanta condescendencia.

– Muy bueno -dijo Mary retomando las riendas de la reunión-. Me gustaría ver qué podemos hacer para respaldar la caseta de Igualdad de Derechos en la Feria del Estado de Illinois. La Asociación Nacional de Mujeres monta todos los años una caseta y vende libros, pero este año quieren hacer algo más; han pensado organizar un pase de diapositivas y necesitan ayuda. Gente que pueda ir uno o más días a Springfield durante la segunda semana de agosto para ayudarlas con las diapositivas y la caseta.

– ¿Nos dejarán un coche? -dijo la regordeta del pelo rizado.

– Supongo que depende del número de voluntarios. Seguramente yo iré. Si os apuntáis, podemos coger el autobús todas juntas. No está tan lejos.

– ¿Y dónde dormiríamos? -alguien quiso saber.

– Yo había pensado acampar -dijo Mary-. Pero seguramente encontraréis mujeres de la organización que quieran compartir una habitación de hotel. Ya lo preguntaré.

– No me gusta la idea de hacer algo para la Asociación Nacional de Mujeres -dijo una mujer con las mejillas rosadas y el pelo hasta la cintura. Llevaba un peto y una camiseta encima; tenía el aspecto de una matrona victoriana.

– ¿Por qué, Annette? -preguntó Gail.

– No tocan los problemas realmente importantes: la posición social de la mujer, las desigualdades en el matrimonio, el divorcio, el cuidado de los niños… Además, siempre lamen el culo de algún político. A la que un candidato hace un miserable gesto hacia los niños, ya lo respaldan, y se olvidan de que no hay mujeres en su partido y de que su mujer es un mero florero que se queda en casa a apoyar su carrera.

– Nunca tendrás justicia social si no consigues primero unas igualdades políticas y económicas básicas -dijo una mujer corpulenta que se llamaba Ruth, creo-. Contra los poderes políticos se puede luchar. No puedes arrancar de cuajo la opresión de hombres y mujeres sin ninguna herramienta: la ley es tu herramienta.

Este argumento era muy viejo: se remontaba a los inicios del feminismo radical de finales de los sesenta. ¿Nos concentramos en la igualdad de derechos y de salarios, o intentamos cambiar toda la sociedad y establecer nuevos roles sexuales? Mary dejó que discutieran durante diez minutos. Después dio unos golpecitos en el suelo con los nudillos.

– No quiero que nos pongamos de acuerdo en lo que pensamos sobre la Asociación de Mujeres, ni siquiera sobre la Enmienda de la Igualdad de Derechos -dijo-. Sólo me gustaría saber a quién le gustaría ir a Springfield.

Gail fue la primera voluntaria, como era de esperar, y luego Ruth. Las dos que habían estado criticando las opiniones de Weinstein también se apuntaron.

– ¿Y tú, Vic? -preguntó Mary.

– Gracias, pero no -dije.

– ¿Por qué no nos dices qué has venido a hacer exactamente? -dijo Mary con sequedad-. Aunque sea cierto que estudiaste en la Universidad de Chicago, nadie viene a un grupo de discusión un martes por la noche para comprobar si ha cambiado el campus.

– Tienes razón, no ha cambiado tanto. He venido porque estoy buscando a Anita McGraw. Aunque no os conozca, sé que Anita estaba en este grupo, y espero que alguien pueda decirme dónde está.

– En ese caso, ya puedes irte -dijo Mary enfadada.

El grupo se me comía con las miradas. Sentía su hostilidad como una fuerza física.

– La policía ya ha venido varias veces. Ahora habrán pensado que podían meter a una poli para ver si conseguía sonsacarnos la dirección de Anita, suponiendo que la tuviéramos. Yo no sé dónde está, y no sé si alguien de esta sala lo sabe. Pero la pasma no puede dejarnos tranquilas, ¿no?