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En esta parte del hotel vendían billetes de aviones, y justo cuando pasaba por delante de los mostradores, un portero dijo: «Ultimo aviso para los pasajeros que van al aeropuerto. El autobús va directo a O'Hare Field». Sin pensármelo un momento y sin mirar atrás, adelanté a un grupo de sonrientes azafatas y subí al bus. Las azafatas subieron detrás mío tranquilamente; el conductor comprobó que todo el mundo hubiera subido y arrancó. Cuando giramos por Michigan, vi a un hombre que miraba a un lado y al otro de la calle. Tal vez era Freddie.

El autobús cruzó el Loop pesadamente hasta llegar a la calle Ontario, unas doce manzanas al norte, mientras yo miraba por la ventanilla de atrás; creo que la escasa imaginación de Freddie no consideró la posibilidad de que me hubiera subido al bus.

A las nueve y media llegamos a O'Hare. Al salir del bus me escondí a la sombra de una enorme columna que sostenía la terminal, pero no vi ningún sedán gris. Estaba a punto de salir de mi escondite cuando pensé que a lo mejor tenían un segundo coche; comprobé que no hubiera ningún vehículo que hiciera el mismo recorrido más de una vez, y me fijé en los ocupantes de los coches para ver si reconocía a algún socio de Smeissen. A las diez decidí que ya no había peligro y cogí un taxi para ir a casa de Lotty.

Le dije al conductor que me dejara al principio de la calle. Cogí el callejón que daba detrás del edificio con la mano agarrada a la pistola. No vi a nadie excepto a un grupito de adolescentes aburridos que bebían cerveza.

Tuve que dar varios porrazos a la puerta trasera para que Lotty me oyera y me abriera. Arqueó sus negras y espesas cejas en señal de sorpresa.

– ¿Problemas? -dijo.

– Un poco, en el centro. A lo mejor hay alguien vigilando la casa.

– ¿Jill? -preguntó.

– No creo. Se piensan que les llevaré hasta Anita McGraw. Mientras no la encuentre, o la encuentren ellos primero, creo que estamos bastante a salvo.

Moví la cabeza para mostrar mi preocupación.

– Pero no me gusta. Podrían secuestrar a Jill si pensaran que sé dónde está Anita. Estoy segura de que alguna de estas malditas radicales sabe dónde está, pero creen que son nobles y que están ganando una guerra contra la pasma, y no van a decírmelo. Es frustrante.

– Entiendo -dijo Lotty muy seria-. A lo mejor no es tan buena idea que Jill se quede aquí. Está mirando una película con Paul -añadió señalando el salón con la cabeza.

– He dejado el coche en el centro -dije-. Cuando salí de la universidad, vi que me seguían. Los despisté en el Loop y cogí un autobús hasta O'Hare, un viaje muy largo y caro para deshacerme de ellos, pero funcionó. He quedado con Jill para que me acompañe mañana a Winnetka para rebuscar entre los papeles de su padre, pero tal vez sería mejor que se quedara aquí.

– Vamos a consultarlo con la almohada -sugirió Lotty-. A Paul le encanta cuidar de Jill pero creo que no tendría muchos recursos para enfrentarse a hombres armados. Además, está estudiando arquitectura y no debería perderse demasiadas clases.

Fuimos al salón. Jill estaba acurrucada en el sofá-cama mirando la película. Paul, tumbado en el suelo boca arriba, alzaba la vista a cada rato para comprobar que Jill estaba bien. Jill parecía no darse cuenta de la impresión que daba, la de su primera conquista, pero estaba encantada de la vida.

Fui a la habitación de los invitados para hacer unas cuantas llamadas. Larry Anderson me dijo que mi piso estaba a punto.

– Pensé que no querrías guardar el sofá, así que se lo llevó uno de los chicos. Y respecto a la puerta, tengo un amigo que tiene buena mano con la carpintería. Tiene una puerta de roble muy bonita que consiguió de no sé qué mansión. Si quieres, puede ponértela y añadirle unos cerrojos.

– Larry, no sé cómo agradecértelo -dije, conmovida-. Lo de la puerta me parece muy buena idea. ¿Cómo habéis cerrado hoy?

– Con clavos -dijo alegremente.

Larry y yo habíamos estudiado juntos pero él abandonó antes que yo. Charlamos un rato y después colgué para llamar a Ralph.

– Soy yo, Sherlock Holmes -dije-. ¿Cómo van tus reclamaciones?

– Muy bien. El verano es la época de más accidentes con tanta gente en la carretera. Tendrían que quedarse en casa, pero seguro que entonces se cortarían las piernas con el cortacésped y tendríamos que indemnizarles de todas formas.

– ¿Devolviste la reclamación a su sitio sin problemas?

– De hecho, no. No encontré el archivo. Pero he mirado en su cuenta bancaria. Tuvo que pasarle algo grave porque hace cuatro años que le mandamos un cheque semanal -dijo, y se le escapó la risa-. Quería fijarme en la cara de Yardley para ver si era culpable de asesinato múltiple, pero se ha tomado la semana libre, supongo que por el disgusto de la muerte de Thayer.

– Vaya.

No iba a molestarme en contarle que había descubierto una relación entre Masters y McGraw; estaba cansada de discutir con él sobre si tenía un caso o no.

– ¿Cenamos juntos mañana por la noche? -preguntó.

– Mejor el jueves -sugerí-. Mañana no sé cómo voy a acabar el día.

Cuando acababa de colgar, llamaron.

– Residencia de la Dra. Herschel -contesté.

Era mi periodista favorito: Murray Ryerson.

– Me han soplado que Tony Bronsky seguramente mató a John Thayer.

– ¿Ah sí? ¿Y vas a publicarlo?

– Creo que sólo publicaremos una foto de una banda de gángsters. No tenemos pruebas, nadie lo vio en el escenario del crimen, pero huele a chamusquina. Nuestro asesor legal dice que es mejor que no pongamos su nombre porque nos podrían llevar a juicio.

– Gracias por mantenerme informada -dije educadamente.

– No he llamado sólo por caridad -dijo Murray-. Aunque no sea muy astuto, he caído en la cuenta de que Bronsky trabaja para Smeissen. Cuando charlamos ayer en el restaurante, mencionamos a Smeissen varias veces. ¿Qué pinta en este asunto? ¿Por qué mataría a un respetable banquero y a su hijo?

– No tengo ni pajolera idea, Murray -dije, y colgué.

Volví al salón para ver el final de la película, Los cañones de Navarone, con Lotty, Jill y Paul. Estaba inquieta y con los nervios a flor de piel. Lotty no tenía scotch. No tenía nada de alcohol excepto brandy. Fui a la cocina y me serví un buen trago. Lotty me miró inquisitivamente pero no dijo nada.

Alrededor de medianoche, cuando la película estaba a punto de acabarse, sonó el teléfono. Lotty lo cogió desde su cuarto y volvió angustiada. Me hizo una señal para que la siguiera hasta la cocina.

– Era un hombre -susurró-. Preguntó si estabas aquí, y cuando le dije que sí, colgó.

– Mierda -musité-. Ahora no podemos hacer nada. Mañana por la noche mi piso ya estará listo. Me iré de aquí y me llevaré esta bomba de relojería de tu casa.

Lotty movió la cabeza de un lado para otro y torció el gesto.

– No te preocupes, Vic. Sé que algún día harás una donación a la Asociación de Médicos de América.

Lotty mandó a Jill a la cama sin miramientos. Paul desplegó su saco de dormir. Le ayudé a arrimar la pesada mesa de nogal a la pared, y Lotty le trajo una almohada de su habitación y se fue a dormir también.

Hacía mucho calor. Las delgadas paredes de ladrillo de casa de Lotty resguardaban un poco del bochorno y los ventiladores removían el aire sin cesar en la cocina y en el comedor para facilitar el sueño. Pero para mí, el aire era irrespirable. Tumbada en el sofá-cama en camiseta, sudaba, dormía un poco, me despertaba, daba vueltas y volvía a dormirme. Al final me levanté enfadada. Quería hacer algo, pero no podía hacer nada. Encendí la luz. Eran las 3.30.