Выбрать главу

Volví al salón y me vestí para salir. Lotty me miraba sin decir nada mientras cargaba la Smith & Wesson y la metía en la pistolera. Llevaba tejanos ajustados y una chaqueta primaveral encima de una camiseta de canalé.

Unos diez minutos más tarde sonó el teléfono.

– Sin problemas -dijo Paul-, pero hay alguien enfrente del edificio vigilando. Creo que será mejor que no baje por el callejón porque podría seguirme o mirar detrás de la casa de Lotty. Te espero al final del callejón, a la salida.

Le transmití la información a Lotty, que asintió con la cabeza.

– ¿Por qué no sales por el sótano? Así no te verán en la calle principal, y la puerta de detrás está camuflada por las escaleras y por los cubos de basura.

Me llevó hasta el sótano. Estaba muy nerviosa y alerta a cualquier ruido. Por la ventana vimos como la noche empezaba a dejar paso a un amanecer grisáceo. Eran las 4.40 y el silencio era sepulcral. Oímos una sirena a lo lejos, pero no pasaban coches por la calle de Lotty.

Lotty había traído una linterna para evitar encender la luz y que se viera desde la calle por la ventana lateral. Enfocó las escaleras para que pudiera guiarme, y luego la apagó. La seguí sigilosamente. Al final de las escaleras me agarró la muñeca y me llevó a través de bicicletas y una lavadora, y muy despacio abrió los cerrojos de la puerta. Se oyó un pequeño clic cuando cedieron. Esperó unos minutos antes de abrir la puerta. Se abrió sin apenas ruido; las bisagras estaban engrasadas. Me deslicé hacia fuera con zapatos de suela de crepé.

Observé el callejón escondida tras las basuras. Freddie estaba sentado contra la pared al final del callejón, unas dos manzanas más abajo. Me pareció que estaba dormido.

Subí las escaleras sigilosamente.

– Dame diez minutos -susurré al oído de Lotty-. Tengo que buscar alguna forma de escaparme sin que me vea.

Lotty asintió sin decir nada.

Desde las escaleras observé a Freddie otra vez. ¿Tenía la habilidad de hacerse el dormido? Salí de detrás de los cubos de basura y caminé hasta el siguiente edificio apoyada en la pared y con la mano derecha en la culata. Freddie no se movió. Arrimada a la pared, me deslicé por el callejón. Cuando estaba más o menos a la mitad, me puse a correr silenciosamente.

15.- La camarera del sindicato

Paul me estaba esperando, como me había prometido. Era un chico inteligente; había aparcado de forma que no se viera el coche desde el callejón. Entré en el coche por la puerta del copiloto y la cerré.

– ¿Algún problema? -dijo mientras arrancaba y se alejaba del bordillo.

– No, pero he reconocido al hombre dormido que estaba en el callejón. Será mejor que llames a Lotty desde la clínica. Dile que no deje a Jill sola en el piso. Y que mañana llame al teniente Mallory para pedir un escolta que las acompañe a la clínica.

– Claro.

Paul era un encanto. Estuvimos en silencio en el corto trayecto hacia la clínica. Le di las llaves de mi coche y le recordé dónde lo había aparcado.

– Es un Monza azul marino.

– Buena suerte -dijo con voz cálida-. No te preocupes por Jill, ni por Lotty. Yo me ocuparé de ellas.

– Lotty no me preocupa nunca -dije mientras me deslizaba al asiento del conductor-. Es una fuerza de la naturaleza.

Ajusté los retrovisores y quité el freno de mano. Lotty conducía un Datsun, tan práctico y sencillo como ella.

Desde Addison hasta Kennedy, comprobé por el retrovisor que no me siguieran; no vi a nadie. El calor era muy pegajoso; la noche húmeda dejaría paso a un día de niebla y contaminación. El horizonte clareaba y yo me escabullía por las calles vacías. En la autopista no había casi ningún coche y llegué al peaje de Milwaukee en cuarenta y cinco minutos.

El Datsun de Lotty era práctico, pero hacía tiempo que no conducía un coche que no fuera automático, y rascaba un poco las marchas al reducir la velocidad.

Tenía una radio FM y escuché la WFMT hasta pasada la frontera de Illinois. Cuando la emisora empezó a solaparse con las otras, apagué la radio.

Eran las seis de la mañana cuando llegué a la carretera de circunvalación de Milwaukee. Nunca había ido a Hartford, pero en cambio había ido muchas veces a Port Washington, cincuenta kilómetros al este del lago Michigan. Si la orientación no me fallaba, el camino era el mismo, salvo que, treinta kilómetros al norte de Milwaukee, tenía que torcer al oeste en la carretera 60 en vez de al este.

A las 6.50 aparqué el Datsun en la calle principal de Hartford, delante del café Ronna-Comidas Caseras y del banco nacional de Hartford. El corazón me latía con fuerza. Me desabroché el cinturón de seguridad, salí del coche y estiré las piernas. 210 kilómetros en dos horas y diez minutos: no estaba mal.

Hartford es el centro de la industria lactaria en Wisconsin. Tienen una sucursal de la Chrysler que construye fuera-bordas, y en la colina una fábrica de conservas Libby. Pero los principales ingresos del pueblo proceden del campo, y la mayoría de gente a esa hora ya se había levantado. Según el cartel de la puerta, Ronna abría a las 5.30, y cuando yo entré a las siete, la mayor parte de las mesas estaban ocupadas. Compré el Milwankee Sentinel en la caja de periódicos que había en la entrada y me senté en una mesa vacía al fondo del bar.

Una camarera se encargaba de atender a todos los clientes de la barra, y otra atendía las mesas. No paraba de entrar y salir por la puerta de la cocina cargada de platos. Tenía el pelo corto y rizado, y se lo había teñido de negro. Era Anita McGraw.

Estaba sirviendo tortitas, huevos fritos, tostadas y patata con cebolla dorada en una mesa abarrotada de hombres vestidos con peto que bebían café, y después trajo un huevo frito a un joven muy guapo que estaba sentado en la mesa de al lado y que vestía una camisa de color azul marino. Anita me miró con la cara de agobio que ponen las camareras cuando están desbordadas de trabajo.

– Ahora mismo le atiendo. ¿Quiere café?

Asentí con la cabeza.

– Cuando puedas, no tengo prisa -le dije mientras abría el periódico.

Los hombres vestidos con peto se metían con el chico guapo; deduje que él era veterinario y los otros, granjeros que le habían contratado alguna que otra vez.

– ¿Te dejas barba para que piensen que eres adulto? -dijo uno.

– No, para esconderme del FBI -contestó el veterinario.

En aquel momento Anita me estaba trayendo una taza de café; le temblaron las manos y derramó un poco encima del veterinario. Anita se sonrojó y le pidió mil disculpas. Me levanté y le cogí la taza de las manos antes de que derramara el resto, y el chico le dijo de buen humor:

– Si te tiran café encima te despiertas más rápido, sobre todo si está caliente. Pero no te preocupes, Jody -dijo mientras ella le limpiaba la mancha de café de la manga sin mucho resultado-, esto es lo mejor que me caerá hoy encima.

Los granjeros se echaron a reír y Anita vino a preguntarme qué quería comer. Pedí una tortilla Denver sin patatas, pan integral y zumo. Cuando vas al campo, tienes que comer un desayuno campesino.

El veterinario se acabó el huevo y el café.

– Las vacas me reclaman -dijo, y dejó dinero en la mesa y se fue.

Le siguieron más clientes. Eran las 7.15, hora de trabajar. Para los granjeros, esta comida era una pequeña pausa entre muñir las vacas y hacer unos cuantos encargos en el pueblo. Algunos se demoraban ante una segunda taza de café. Cuando Anita me trajo la tortilla, sólo quedaban clientes en tres mesas y unos pocos más en la barra.

Me comí media tortilla, sin prisas, y me leí el periódico de cabo a rabo. La gente entraba y salía del bar. Ya iba por la cuarta taza de café. Cuando Anita me trajo la cuenta, le di un billete de cinco y encima le puse una de mis tarjetas. Le había escrito: «Me envía Ruth. Estoy en el Datsun verde aparcado aquí enfrente».