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– Tienes razón. Me enseñaron a no tener miedo de hablar con la gente. Pero no quiero tener que hablar de esto con mi padre.

– Lo sé -dije con ternura-. Mi padre murió hace diez años. Yo era hija única y estábamos muy unidos. Sé por lo que estás pasando.

Llevaba un ridículo traje de camarera de rayón negro con un delantal blanco. Se sonó la nariz con el delantal.

– ¿Quién cobra las indemnizaciones? -pregunté-. ¿Las personas que aparecen en las reclamaciones?

Negó con la cabeza.

– Es imposible saberlo, porque en realidad uno no va al banco a cobrar las indemnizaciones, sino que enseñas la reclamación al banco, ellos verifican que tengas una cuenta allí, y piden a la compañía de seguros que mande los cheques a aquella cuenta. Tendrías que saber en qué banco se presentaban las reclamaciones y esta información no constaba en los archivos; sólo había copias de carbón de las reclamaciones. No sé si conservan los originales, o si los mandan al director del departamento, o qué. Y Peter no quería ir tan lejos sin antes consultarlo con Masters.

– ¿Y qué papel desempeñaba el padre de Peter en todo esto?

Abrió los ojos, extrañada.

– ¿El padre de Peter? Pero si no tenía nada que ver…

– Algo tendría que ver porque lo asesinaron el otro día, el lunes.

Empezó a mover la cabeza hacia delante y hacia atrás y se puso pálida.

– Lo siento -dije-. He sido muy desconsiderada diciéndotelo de esta forma.

Le puse el brazo alrededor del hombro, y no dije nada más. Pero estaba segura de que Thayer ayudaba a McGraw y a Masters a cobrar las indemnizaciones. A lo mejor lo sabía algún directivo más del sindicato, pero seguro que no compartían un caramelo como aquel con todos. Si lo sabía demasiada gente, al final lo descubriría toda la plantilla. Seguramente sólo lo sabían Masters y McGraw, y tal vez algún médico que verificara las lesiones. Thayer les abrió una cuenta sin preguntar de dónde procedía tanto dinero. A cambio, Masters y McGraw le hacían un regalo todos los años, y cuando él amenazó con investigar sobre la muerte de Peter, le dieron la puñalada trapera: le dijeron que él también estaba involucrado y que podían juzgarlo. Tenía su lógica. Ahora sólo faltaba saber si Paul y Jill habían encontrado algo en el despacho de Thayer. O si Lucy no les había dejado entrar. Por el momento, tenía que centrarme en Anita.

Permanecimos un rato en silencio. Anita estaba ensimismada poniendo sus pensamientos en orden. Al rato dijo:

– Me siento mucho mejor después de habértelo contado.

Asentí. Se miró el uniforme absurdo que llevaba.

– Y yo, vestida así. Si Peter pudiera verme… -se le iba la voz-. Me gustaría irme de aquí, dejar de interpretar este papel absurdo de Jody Hill. ¿Crees que puedo volver a Chicago?

Medité la respuesta un momento.

– ¿Dónde te quedarías?

Se quedó pensando un rato.

– No lo sé. No puedo involucrar a Ruth y a Mary otra vez.

– Tienes razón. No sólo por ellas, sino también porque ayer me siguieron a la reunión de las Mujeres Universitarias Unidas, y es muy probable que Earl vigile a las chicas de la asociación durante unos días. Y no puedes volver a casa hasta que hayamos solucionado esto.

– Es verdad -dijo-. Pero es que estoy tan harta. Fue una buena idea venir aquí, pero me siento vigilada, y no puedo contarle a nadie lo que me pasa por la cabeza. Siempre me están chinchando con el tema de los novios, con el Dr. Dan, el hombre al que tiré el café encima esta mañana, y como no puedo decirles nada de Peter, creen que soy una antipática.

– Supongo que podría llevarte de vuelta a Chicago -dije arrastrando las palabras-. Pero tendrías que esconderte durante unos días hasta que solucione el tema… Podríamos publicar una lista con los nombres de los falsos asegurados, pero sólo conseguiríamos hacer daño a tu padre y probablemente no pillaríamos a Masters. Y yo quiero pillarle de forma que no tenga escapatoria hasta que yo lo haya resuelto todo. ¿Me sigues?

Asintió con la cabeza.

– Podría arreglármelas para esconderte en un hotel de Chicago sin que nadie supiera que estás allí. No podrías salir, pero alguien de confianza vendría a hacerte visitas para que pudieras charlar un rato y no volverte loca. ¿Te parece bien?

Hizo una mueca.

– Supongo que no puedo escoger. Por lo menos estaré de nuevo en Chicago, cerca de las cosas que conozco…

– Gracias -dijo al cabo de un rato-. Lo siento, soy muy egoísta. Aprecio mucho lo que estás haciendo por mí.

– No te preocupes por los buenos modales ahora; no lo hago para que me des las gracias.

Volvimos andando al Datsun. Los insectos zumbaban y revoloteaban por el césped, y los pájaros cantaban sin cesar. Una mujer con dos niños pequeños había venido al parque. Los chicos retozaban por el suelo y ella leía un libro y los controlaba de vez en cuando. Tenían una cesta con comida debajo de un árbol. De camino al coche, la mujer gritó:

– ¡Matt! ¡Eve! ¿Por qué no comemos un poco?

Los chicos corrieron hacia ella. Tuve un ataque de envidia. En un día de verano tan bonito, sería agradable ir de picnic con mis hijos en vez de esconder a una fugitiva de la policía y de la mafia.

– ¿Quieres recoger algo en Hartford? -pregunté.

Negó con la cabeza.

– Tendría que pasar un momento por Ronna y decirles que me voy.

Aparqué enfrente del bar y mientras ella iba a despedirse, yo busqué una cabina para llamar al Herald Star. Eran casi las diez, y Ryerson estaba en su despacho.

– Murray, tengo la historia de tu vida si puedes esconder a un testigo crucial durante unos días.

– ¿Dónde estás? -preguntó-. Parece que llames desde el polo norte. ¿Quién es el testigo? ¿La hija de McGraw?

– Murray, tu mente funciona más deprisa que una calculadora. Quiero que me lo prometas y que me ayudes.

– Ya te he ayudado -protestó-. Y muchas veces. Primero te di las fotos, y después te hice el favor de no publicar tu esquela para poder recoger el documento de tu abogado.

– Murray, si hubiera otra persona en quien pudiera confiar, lo haría ahora mismo. Pero sé que tú eres absolutamente incorruptible a cambio de una buena historia.

– Está bien. Haré lo que pueda para ayudarte.

– De acuerdo. Estoy en Hartford, Wisconsin, con Anita McGraw. Quiero llevarla a Chicago y tenerla escondida hasta que solucione el caso. Eso significa que nadie absolutamente puede tener la menor idea de que está allí, porque si lo averiguan, tendrás que escribir su esquela. Yo no puedo llevarla hasta Chicago porque me están buscando. La llevaré a Milwaukee para que coja el tren y quiero que vayas a buscarla a Union Station. Recógela y llévala a un hotel, lo bastante lejos del Loop para que no pueda reconocerla algún esbirro de Smeissen que pulule por ahí. ¿Lo harás?

– Jo, Vic. Todo lo haces a lo grande, tú. Pero ¿qué pasa? ¿Por qué está en peligro? ¿Fue Smeissen el que mató a su novio?

– Murray, te lo digo en serio. Si publicas algo antes de que se haya acabado la historia, encontrarán tu cadáver en el río de Chicago. Te lo aseguro: yo misma lo pondré allí.

– Tienes mi palabra de honor, y cumpliré como un señor a la espera de la exclusiva de la ciudad de Chicago. ¿A qué hora llega el tren?

– No lo sé. Te llamaré otra vez desde Milwaukee.

Cuando colgué, Anita ya había vuelto y me esperaba al lado del coche.

– No les ha hecho mucha gracia que me vaya -dijo.

Me eché a reír.

– Ya te preocuparás por eso de camino a Chicago. Así tendrás la mente ocupada.

16.- El precio de una reclamación

Tuvimos que esperarnos en Milwaukee hasta la 1.30 a que llegara un tren con destino a Chicago. Dejé a Anita en la estación y fui a comprarle unos pantalones y una camiseta. Después de lavarse y cambiarse en el lavabo de la estación, parecía haber rejuvenecido y haber recobrado parte de la salud. Cuando se quitara aquel tinte negro que le sentaba tan mal, estaría mucho mejor. Pensaba que su vida ya no valía nada; pero aunque entonces le pareciera que no tenía remedio, sólo tenía veinte años: se recuperaría.