– Vic, cielo -me saludó-. ¿Puedes creerte que la Gestapo tuvo la desfachatez de entrar en mi piso? No sé si te buscaban a ti, a Jill o a la hija de McGraw; sólo sé que han estado aquí.
– Oh, Lotty -dije con el estómago revuelto-, lo siento mucho. ¿Te han destrozado muchas cosas?
– No, nada; sólo los cerrojos, pero Paul está aquí cambiándolos. Lo que me molesta es que entraran por la cara.
– Ya -dije llena de remordimientos-. Te pagaré lo que haga falta. Ahora vengo a recoger mis cosas y me iré.
Colgué y decidí que me era igual si me habían tendido una trampa. Y si Smeissen sabía que había vuelto a casa, mucho mejor; no quería poner en peligro a Lotty otra vez ni que la invadieran de nuevo. Fui corriendo hasta su piso y sólo eché un vistazo rápido a la calle para comprobar que no hubiera algún francotirador esperándome. No vi ninguna cara conocida y nadie me disparó mientras subía por las escaleras.
Paul estaba cambiando un cerrojo de la puerta. Sus facciones cuadradas acentuaban su preocupación.
– Esto tiene muy mala pinta, Vic. ¿Crees que Jill corre peligro?
– No creo -dije.
– Creo que iré a ver cómo está.
Le sonreí.
– Buena idea, pero ten cuidado, ¿eh?
– No te preocupes -dijo con una sonrisa impresionante-. Aunque en realidad no sé si la protejo del mañoso o de su cuñado.
– Seguro que de los dos.
Avancé por el piso. Lotty intentaba clavar una mosquitera a la puerta trasera. Para tener tan buenas manos con la medicina, era realmente inútil. Cogí el martillo y en un momento acabé la reparación. Lotty tenía las facciones crispadas y su boca se había convertido en una línea finísima.
– Me alegro de que advirtieras a Paul para que el sargento Mc-no-sé-qué nos llevara a la clínica. Primero me enfadé, contigo y con Paul, pero al final vi que salvó la vida de Jill.
Su acento vienes era mucho más fuerte cuando estaba enfadada. Pensé que exageraba con el peligro que corría Jill, pero no me pareció prudente tocar el tema. Entré en todas las habitaciones del piso y le di la razón: no habían destrozado nada. Ni siquiera se habían llevado las muestras de medicamentos, algunas de las cuales tenían un precio muy alto en la calle.
Durante la inspección, Lotty soltó una sarta de insultos mezclados con palabras en alemán, una lengua que yo no entendía. Desistí de intentar calmarla, y me limité a asentir con la cabeza y a darle la razón. Paul acabó de arreglar la puerta y vino a preguntar si podía hacer algo más.
– No, cielo. Muchas gracias. Ve a ver a Jill, y cuídala. No queremos que le pase nada.
Paul aceptó con fervor. Me devolvió las llaves del coche y me dijo que lo había aparcado en Seminary con Irving. Había pensado dejarle el coche, pero prefería tenerlo por si acaso: no sabía lo que me depararía la noche.
Llamé a Larry para confirmar que mi piso estaba listo. Me dijo que sí, y que había dejado las llaves nuevas a los vecinos del primer piso; le parecieron más simpáticos que la Sra. Álvarez, del segundo.
– Todo está a punto, Lotty. Ya puedo irme a casa. Siento no haberme marchado ayer y haber dormido con la puerta cerrada con clavos: te habría ahorrado la invasión.
Torció la boca para soltar una sonrisa sardónica.
– Déjalo, Vic. Ya se me ha pasado el ataque de mala leche. Se acabó. Estoy un poco melancólica porque me quedo sola. Echaré de menos a los niños. Son tan encantadores… Ah, me olvidé de preguntártelo. ¿Encontraste a la hija de McGraw?
– Olvidé decírtelo: la encontré. Y tendría que comprobar si está instalada y a salvo en su nuevo escondite.
Llamé a mi contestador: sí, después de una impaciente espera, alguien había llamado y había dejado un mensaje: «sí». Pedí a los del servicio del contestador que me pasaran las llamadas de mi despacho a casa. Con los periplos de los últimos días, había olvidado llamar a alguien para que me ordenara los papeles, pero por lo menos la puerta ya estaba arreglada. Ya me encargaría de buscar a alguien al día siguiente.
Llamé a Ralph, pero no estaba. Ni en casa ni en la oficina. ¿Habría salido a cenar? ¿Estaba celosa?
– Bueno, Lotty, gracias por todo. Gracias por dejarme alborotar tu vida durante unos días. Has causado una impresión muy grande en Jill. Por teléfono me ha dicho que cuando la criada empezó a darle la vara, hizo como Lotty y no le prestó la menor atención.
– No creo que sea muy buena idea, que se base en mi personalidad. Es una chica muy guapa, es increíble que no haya pillado nada en estos barrios.
Se sentó en la cama mientras yo hacía la maleta.
– ¿Y ahora qué? ¿Ya puedes desenmascarar al asesino?
– Necesito encontrar algo para que se destape -dije-. Sé quién lo hizo, no quién disparó, aunque seguramente fue Tony Bronsky, pero podría haber sido cualquier otro matón de Smeissen. Me refiero a quién quería la muerte de aquel chico; sé quién fue, pero no puedo demostrarlo. Sé exactamente lo que pasó, cómo lo planearon -dije mientras cerraba la maleta-. Necesito tenderle alguna trampa -estaba hablando más conmigo misma que con Lotty-. O maquinar algo para que cante. Si puedo demostrar que él fue el único instigador de la muerte de Peter, a lo mejor consigo que todo salga a la luz.
Me había levantado, y ausente y con un pie encima de la cama, tamborileaba con los dedos en la maleta. Lotty dijo:
– Si fuera escultora, haría una estatua inspirándome en ti: Némesis cobra vida. Sé que encontrarás la manera… Lo veo en tu cara.
Se puso de puntillas y me dio un beso.
– Te acompaño hasta la calle. Si te disparan, podré recomponer tus pedacitos deprisa antes de que pierdas demasiada sangre.
Me eché a reír.
– Lotty, eres maravillosa. Pero cúbreme las espaldas, por favor.
Me acompañó hasta la esquina de Seminary, pero no había nadie en la calle.
– Eso es gracias al sargento Mc-no-sé-qué -dijo Lotty-. Creo que ha estado controlando la zona. Aun así, Vic, ten mucho cuidado. No tienes madre, pero eres como una hija para mí. No soportaría que te pasara algo.
– Lotty, no seas tan melodramática -protesté-. No te hagas vieja, por favor.
Encogió sus enjutos hombros de una forma muy europea y me dedicó una sonrisa sardónica, aunque me miró con preocupación mientras iba hacia el coche.
17.- Tiroteo en Elm Street
Larry y su amigo carpintero habían hecho un trabajo fantástico en mi piso. La puerta era una obra de arte, con flores grabadas en la madera. El carpintero me había puesto dos cerrojos, que cerraban con mucha suavidad. Habían dejado el piso reluciente como hacía tiempo que no lo veía. No había ni rastro del saqueo del fin de semana. Aunque Larry se había llevado el sofá hecho trizas, había puesto una mesa y unas sillas para reemplazar el espacio vacío. En la mesa de la cocina había dejado la factura. Dos personas a 8 dólares la hora, 256 dólares. La puerta, los cerrojos y la mano de obra, 315. Harina, azúcar, judías y especias, más almohadas nuevas para la cama, 97. No me parecía desorbitado. Aunque no sabía quién iba a pagármelo. Tal vez Jill podría pedir dinero prestado a su madre hasta que tuviera acceso a los fondos de inversiones de su familia.
Fui a buscar el joyero. Por algún milagro divino, los vándalos no se habían llevado las pocas joyas valiosas de mi madre, pero pensé que sería mejor guardarlas en la caja fuerte de un banco en vez de dejarlas allí para el próximo intruso. No vi los pedacitos de la copa veneciana que se rompió; Larry debía de haberlos tirado. Tendría que haberle dicho que no los tocara, pero en el fondo era igual; era imposible recomponer la copa. Las otras siete ocupaban un sitio destacado en el armario de porcelana empotrado, pero no podía mirármelas sin que se me hiciera un nudo en el estómago.
Volví a llamar a Ralph. Esta vez contestó al cabo de poco.
– ¿Qué pasa, Miss Marple? -preguntó-. Pensaba que estarías buscando al profesor Moriarty hasta mañana.