– Jill? -dije.
– ¿Estás aquí, Vic? -dijo con un hilillo de voz-. Lo siento. Paul me llamó esta mañana para decirme que cogería el tren para venir a verme y salí para recogerlo en la estación. Pero por el camino me encontré con el Sr. Masters, se paró y me dijo que me llevaba en coche. Le pregunté por el papel y me obligó a venir con él. Lo siento, Vic. Sé que no tendría que haber dicho nada.
– No te preocupes, cariño -empecé a decir, pero Masters me interrumpió.
– Ah, estás aquí. Pensábamos venir a verte, a ti y a la doctora que Jill admira tanto, un poco más tarde, pero nos has ahorrado un viaje.
Miró hacia mi pistola, que ya le estaba apuntando, y sonrió de una forma insultante.
– Yo de ti la guardaría. A Tony no le cuesta disparar, y sé que no soportarías que le pasara algo a Jill.
Tony Bronsky había entrado detrás de Masters. Earl también iba con ellos. Ralph sacudía la cabeza como si intentara despertar de un sueño. Guardé la pistola en el bolsillo.
– No culpes a la chica -me dijo Masters-. Pero no tendrías que haberla involucrado. Cuando Margaret Thayer me dijo que había vuelto a casa, intenté encontrar la forma de hablar con ella sin que se enterara su familia. Pura casualidad que anduviera por Sheridan cuando yo pasaba por allí. Pero conseguimos sacarle algo, ¿verdad, Jill?
Entonces vi que tenía un moratón en una mejilla.
– Qué bueno eres, Masters -dije-. Qué valiente pegando a las niñas. Me gustaría verte con una abuela.
Tenía razón: era una estúpida por haberla traído a casa de Lotty y haberla involucrado en cosas que ni Masters ni Smeissen querían que se supieran. Pero me guardé los reproches para más tarde. Ahora no tenía tiempo.
– ¿Quieres que la liquide? -dijo Tony con los ojos brillantes de felicidad, y su cicatriz en forma de Z tan intensa que parecía una herida reciente.
– Todavía no, Tony -dijo Masters-. Primero tenemos que averiguar lo que sabe, y a quién se lo ha contado. Lo mismo digo, Ralph. Es una lástima que te hayas traído a la polaca a casa. No queríamos matarte a menos que fuera absolutamente necesario, pero me temo que tendremos que hacerlo.
Masters se giró hacia Smeissen.
– Earl, tú tienes más experiencia en estas cosas que yo. ¿Cómo lo hacemos?
– Quítale la pistola a la Warchoski -dijo Earl con su aguda voz-, y después que se siente en el sofá con el tipo este para que Tony pueda apuntar a los dos a la vez.
– Ya le has oído -dijo Masters dirigiéndose hacia mí.
– No -gritó Earl-. No te acerques más. Que tire la pistola. Tony, apunta a la niña.
Tony apuntó a Jill con la Browning. Yo tiré la Smith & Wesson al suelo. Earl se acercó y le dio una patada para apartarla. Jill estaba pálida como un muerto.
– Al sofá -dijo Masters.
Tony seguía apuntando a Jill. Me senté en el sofá. Era muy cómodo, no te hundías cuando te sentabas. Distribuí el peso del cuerpo en ambas piernas.
– Vamos -dijo Earl a Ralph.
Ralph estaba aturdido. Le caían gotas de sudor por la frente. Se tropezó con la gruesa alfombra cuando vino a sentarse a mi lado.
– Masters, huele tan mal tu negocio, que si quieres cubrirte las espaldas, tendrás que matar a todo Chicago -dije.
– ¿Ah sí? ¿Quién más lo sabe? -dijo con aquella sonrisa insultante.
Estuve a un tris de romperle la mandíbula.
– El Star está más o menos al caso. Mi abogado también, y algunas personas más. Ni siquiera el gran Earl podrá sobornar a toda la pasma si os cargáis a todos los miembros de la redacción de un periódico.
– ¿Es verdad, Yardley? -preguntó Ralph.
Apenas le había salido la voz, y tuvo que aclararse la garganta.
– No me lo creo. No quise creérmelo cuando Vic intentó decírmelo. Tú no mataste a Peter, ¿verdad?
Masters sonrió con autosuficiencia.
– Claro que no. Fue Tony, pero tuve que acompañarlo, como he hecho hoy, para poder entrar en el piso. Y Earl ha venido como cómplice. Earl normalmente no participa, ¿verdad, Earl? Pero no queremos tener problemas de chantaje.
– Muy buena táctica, Masters -lo alabé-. Por eso está tan gordo Earl, porque lleva años sin mover el culo.
Earl se sonrojó.
– Pedazo de zorra, te acabas de ganar una paliza de Tony antes de que te mate -gritó.
– Vamos, Earl -dije mirando a Masters-. Earl nunca pega a nadie. Siempre deja que lo hagan sus hombres. Pensaba que era porque no tenía cojones, pero la semana pasada descubrí que me equivocaba, ¿verdad, Earl?
Earl se abalanzó hacia mí, como era de esperar, pero Masters lo retuvo.
– Tranquilo, Earl; sólo intenta provocarte. Haz lo que quieras con ella, pero cuando hayamos averiguado qué sabe y dónde está Anita McGraw.
– No lo sé, Yardley -dije con una sonrisa.
– ¡Anda ya! -dijo inclinándose para pegarme en la boca-. Has desaparecido esta madrugada. El gilipollas que contrató Smeissen para que te vigilara se durmió y tú te escapaste. Pero hablamos con algunas de las Mujeres Unidas de la reunión a la que fuiste ayer, y Tony persuadió a una de ellas para que nos dijera dónde estaba Anita. Cuando llegamos a Hartford, Wisconsin, al mediodía, Anita acababa de irse. La mujer del restaurante te describió bastante bien. Pensó que eras la hermana mayor de Jody Hill. Y ahora, dime: ¿dónde está?
Recé en silencio para agradecer la prisa que tuvo Anita en dejar Hartford.
– No me creo que este chanchullo sólo sean los veintitrés nombres que encontró Jill en el documento original -dije-. Aun con 250 dólares a la semana no puedes pagar los servicios de un tipo como Smeissen. Y pagar a alguien que me vigilara las veinticuatro horas del día tiene que haberte costado un pastón, Masters.
– Tony -dijo Masters sin alterarse-, pégale. Fuerte.
Jill ahogó un grito. Buena chica. Muy valiente.
– Si matas a la chica, no podrás hacer nada para detenerme -dije-. Estás en un pequeño apuro. En el momento en que Tony deje de apuntar a Jill, ella se tirará al suelo y se esconderá detrás de aquel sillón, y yo saltaré encima de Tony y le romperé el pescuezo. Y si la mata, haré lo mismo. Por supuesto que no me gustaría ver cómo pegas a Jill, pero si la matas, pierdes tu única arma.
– ¡Mata a Warchoski de una vez! -gritó Earl-. Tiene que morir de todas formas.
Masters movió la cabeza.
– No la mataremos hasta que nos haya dicho dónde está la hija de McGraw.
– ¿Sabes qué, Yardley? Te cambio a Jill por Anita. Si dejas que Jill se vaya a casa, te diré dónde está Anita.
Aunque parezca mentira, Masters estuvo a punto de aceptar.
– ¿Me tomas por un idiota o qué? Si dejo que se vaya, llamará a la policía.
– Claro que te tomo por un idiota. Como dijo Dick Tracy, todos los gángsters son idiotas. ¿De cuántos falsos asegurados consigues indemnizaciones fraudulentas para tu cuenta?
Sonrió con insolencia, otra vez.
– De casi trescientos, repartidos por todo el país. El documento que encontró Jill es muy antiguo. Ya veo que John no se preocupó de comprobar hasta qué punto había aumentado la lista.
– ¿Cuánto sacaba Thayer por supervisaros la cuenta?
– Lo siento, pero no he venido hasta aquí para contestar a las preguntas de una sabelotodo -dijo Yardley sin perder los estribos-. Quiero saber qué has descubierto.
– Bastantes cosas, la verdad -dije-. Sé que acudiste a McGraw para contactar con Smeissen cuando Peter Thayer te habló de los archivos comprometedores. Sé que no le dijiste a McGraw a quién te ibas a cargar, y cuando lo descubrió, se le pusieron los pelos de punta. Lo tienes atrapado, ¿eh? Sabe que quieres cargarte a su hija, pero no puede declarar como testigo de la acusación, o no tiene cojones para hacerlo, porque de todas formas él sería declarado instigador de la muerte de Peter por haberte puesto en contacto con Smeissen. A ver, ¿qué más? Sé que convenciste a Thayer para que dejara de investigar la muerte de su hijo al decirle que él era cómplice del delito por el que murió Peter. Y que si seguía investigando, su imagen saldría tan dañada que tendría que dimitir de su cargo en el banco. Sé que estuvo dándole vueltas durante un par de días hasta que vio que no podía vivir con ese sentimiento de culpa, te llamó y te dijo que no sería cómplice de la muerte de su hijo. Tú llamaste a súper Tony para que lo liquidara a la mañana siguiente antes de que Thayer le contara la historia al fiscal.