– Pero traicionaste al sindicato. Lo traicionaste cuando empezaste el negocio de las reclamaciones falsas con Masters -dijo Anita con lágrimas en los ojos.
– Tienes razón -dijo pasándose la mano por el pelo-. Seguramente la estupidez más grande que he hecho en mi vida. Lo conocí un día en el parque Comiskey. Me lo presentaron. Masters tenía esa idea en la cabeza desde hacía años, supongo, pero necesitaba a alguien de fuera que le mandara las reclamaciones. Estaba ciego. Sólo me importaba el dinero. No pensé en las consecuencias que eso podía tener. Es como una historia que me contaron una vez. Había un hombre, griego, creo, que era tan avaricioso que pidió a los dioses que todo lo que tocara se convirtiera en oro. Pero los dioses son muy listos: te dan lo que pides pero al final resulta que no es lo que quieres. En resumen, este hombre era como yo: tenía una hija a la que amaba por encima de todas las cosas. Pero no pensó en las consecuencias, y cuando la tocó, se convirtió en oro. Esto es lo mismo que me ha pasado a mí.
– El rey Midas -dije-. Pero se arrepintió, y los dioses lo perdonaron y resucitaron a su hija.
Anita no sabía con qué cara mirar a su padre. McGraw se la miraba con ojos de súplica. Murray estaba esperando mi historia. No dije adiós.
Sara Paretsky