La señora C. interrumpió de nuevo, y súbitamente el relato. Se levantó del sillón. Parecía que su voz iba a quebrarse. Volvióse hacia la ventana, miró en silencio unos minutos por los cristales, o, quizá, sólo apoyó la frente contra el frío vidrio. No me atreví a mirarla, pues comprendí el angustioso dolor de la anciana. Permanecí, pues, en silencio, y así esperé hasta que ella, con pasos lentos, tornó a sentarse junto a mí.
– Bueno; ya le he dicho lo más difícil. Espero que creerá sí le juro otra vez por todo lo más sagrado, por mi honor y por mis hijos, que hasta aquel instante no había reparado en la posibilidad de una unión con aquel desconocido; y que si llegué a caer fue de una manera inconsciente, sin la intervención de mi voluntad. Me precipité en aquella situación como quien, lo hace por un escotillón abierto inesperadamente en el llano camino de mi existencia.
Prometí confesarle a usted y decirme a mí misma toda la verdad; repito pues, una vez más, que debido únicamente a un exaltado empeño de auxiliarlo y no por ningún otro móvil, por ninguna inclinación personal, en fin, sin segunda intención alguna, sin el menor presentimiento, vine a caer en aquella aventura trágica y extraña.
De cuanto ocurrió en la habitación durante la noche me permitirá que no le hable; yo no he olvidado un solo segundo aquellas horas, ni jamás llegaré a olvidarlas nunca. Porque aquella terrible noche luché por salvar la vida al hombre, y tal lucha, repito, era de vida o muerte. Nítidamente, a través de mis nervios, percibí que aquel desconocido, sintiéndose perdido definitivamente, con la avidez y la angustia de un condenado a muerte, afanábase en buscar aún un postrer auxilio. Se aferraba a mí como quien ve abierto el abismo a sus pies. Yo concentré todas mis energías para lograr salvarle. Horas así no se viven más que una sola vez en la vida. Entre millones y millones de personas, sólo una se encontrará en circunstancias semejantes. Sin aquella horrible casualidad, yo no hubiera sospechado jamás con cuánta avidez, con cuánta desesperación, con cuán desesperante frenesí, el hombre que se siente perdido se empeña todavía en sorber una vez más las rojas gotas de la vida. Apartada, hacía 20 años, de las demoníacas fuerzas de la existencia, nunca habría comprendido en qué forma magnífica y fantástica la naturaleza junta algunas veces en fugaces instantes el calor y el frío, la muerte y la vida, la alegría y el dolor. Aquella noche estuvo tan llena de luchas y de palabras, de pasión y de cólera, de odio y de lágrimas, de promesas y de embriaguez, que me parece que duró mil años. Hundidos en el abismo, dando tumbos, él deseando locamente la muerte, yo absolutamente ajena a lo que había de acontecer, salimos los dos de aquel tumulto mortal transformados, con otros sentidos y muy distintos sentimientos.
Mas no quiero hablar de eso, no puedo ni debo describirlo. Sólo mencionaré aquel inconcebible minuto de mi despertar, por la mañana. Salí de un sueño de plomo, de las profundidades de una noche que nunca hubiera sospechado. Mucho demoré en abrir los ojos; cuando lo hice, lo primero que vi fue, sobre mi cabeza, un techo que me era totalmente desconocido; después, deslizando la mirada, una habitación odiosa, repelente, fea, extraña, en la que, al punto no pude recordar cómo había entrado. Primeramente, intenté persuadirme de que aquello era aún un sueño, un sueño más claro y transparente que aquel otro, denso y confuso, del que acababa de salir… Pero por las ventanas penetraba la luz del sol, una luz matutina, diáfana, absolutamente real. De la calle llegaba el rumor de los coches y de los tranvías, el ruido de la gente. No soñaba, no; sino que estaba despierta del todo. Me incorporé en el lecho, y entonces… al volver la mirada a un lado… jamás llegaré a describir mi terror, entonces vi, a mi lado, a un hombre extraño, desconocido absolutamente; un hombre medio desnudo, del que nada recordaba.
Nunca; aquel estado de terror, lo sé, no puede describirse. Fue tal la impresión recibida, que me desplomé sin fuerzas. Pero aquella súbita postración no fue tal como la hubiera deseado. Al contrario. Conservando una perfecta lucidez, recordé en un instante todo; y todo me pareció inexplicable. Ante la repugnancia y la vergüenza de verme junto a un hombre desconocido, en el lecho extraño de un hotel sospechoso, no experimenté más que un deseo: el de morir. Recuerdo perfectamente que mi corazón cesó de palpitar, que mi respiración se paralizó cual si fuera a extinguirse mi existencia; y mi conciencia, esa conciencia lúcida, que lo concibe todo y nada comprende…
Jamás sabré qué tiempo permanecí en aquella situación, con todos mis miembros helados. Los muertos deben de yacer en sus ataúdes con análoga rigidez. Yo, únicamente sé que supliqué a Dios que interpusiera cualquier poder celestial para que aquello no fuera real, no fuera verdadero. Pero mis sentidos superagudizados no me permitían engañarme: escuchaba a los que hablaban en el cuarto inmediato; oí correr el agua; afuera, en el corredor, escuchaba pisadas; y cada uno de estos ruidos me convencía en forma inexorable de que me hallaba cruelmente despierta. No puedo saber cuánto duró tan terrible estado; tales instantes no pueden medirse con las vulgares medidas de nuestra existencia corriente. Pero, de pronto, me asaltó otro temor: el horrible temor de que aquel desconocido, cuyo nombre y dirección en absoluto ignoraba, despertara y me hablase. No quedaba sino un recurso: vestirme y huir antes de que despertase. No ser vista nunca más por él, no cruzar con él ni una sola palabra más. ¡Partir a tiempo, lejos, lejos, lejos! Retornar a mi vida. a mi hotel; y luego tomar el primer aren y escapar para siempre de aquella ciudad maldita, de aquel país. No tropezar nunca más con aquel individuo; no verlo más, no tener a mi lado a ningún testigo, ningún delator, ningún cómplice… Esta idea me arrancó de mi postración, sigilosamente, deslizándome furtivamente, como una malhechora, avanzando palmo a palmo para no hacer ruido, salté del lecho y tomé mis ropas. Me vestí temblando, temerosa de que se despertara… Pronto estuve lista para partir… Sólo faltaba el sombrero, que se hallaba al otro lado, a los pies de la cama. Al dirigirme allí, de puntillas, no pude resistir la tentación; tuve que dirigir una mirada al rostro de aquel hombre desconocido que había venido a interponerse en el camino de mi vida como una piedra caída desde lo alto. Quería solamente dirigirle una simple mirada, pero… ¡qué extraño!, el joven que allí estaba, durmiendo, érame realmente desconocido. En el primer momento no logré reconocer el rostro de la noche anterior. Pues los rasgos crispados, tumefactos y tirantes del individuo, mortalmente excitados de la víspera, habían desaparecido enteramente… El hombre que allí dormía mostraba un rostro diferente, infantil, pueril, radiante de pureza y serenidad. Los labios que estaban anoche convulsos y apretados contra los dientes, soñaban hoy tiernamente abiertos, dibujando casi una sonrisa; el cabello sobre la tersa frente y una suave ondulación comunicaba el tranquilo respirar del pecho al cuerpo en total reposo.
Es posible que recuerde usted que le dije que nunca había visto en un hombre tal expresión de avidez y de pasión tan intensa, tan desmesuradamente execrable como en aquel desconocido descubierto en la mesa de juego. Pues le diré, además, que nunca, ni en los niños de pecho, que, cuando duermen, sonríen con una expresión de gozo angelical, nunca había visto una expresión de tan pura serenidad, de sueño realmente tan venturoso. En el rostro aquel adquirían forma exterior, con maravillosa plasticidad, todos los sentimientos. En aquel instante asistía a un alejamiento paradisíaco de todas las pesadumbres íntimas, a la liberación, a la salvacíón de un espíritu. Ante aquel espectáculo sorprendente, parecióme que, cual un manto negro y pesado, desprendíase de mi cuerpo toda la angustia, todo el temor. Y dejé de sentirme avergonzada, experimentando casi una sensación de júbilo. Súbitamente, lo que ofrecía de horrible y de inconcebible aquella situación mostró para mí un sentido y una razón de ser. Me sentí contenta y orgullosa, pensando que aquel hombre joven, bello, delicado, que sereno y silencioso allí dormía, como una flor, quizá sin mi abnegada intervención, hubiera sido encontrado entre las rocas, con el rostro partido, bañado en sangre, destrozado, sin vida y con los ojos espantosamente abiertos. Yo lo había salvado. Y ahora -no puedo manifestarlo de otro modo- contemplaba maternalmente a aquel muchacho dormido, a quien de nuevo -¡con dolor, como a mis propios hijos!- había dado el ser.