– Tomemos un coche -díjele-; demos una vuelta por la "Corniche".
El joven aceptó complacido. Por primera vez desde su llegada, parecía haberse percatado del paisaje. Hasta aquel instante sólo había conocido la atmósfera viciada del Casino, con aquella concurrencia odiosa y envilecida que se congregaba alrededor de las mesas de juego, así como el mar gris y embravecido de la noche anterior. Ahora, en vez, desplegábase ante nosotros el abanico inmenso de la playa asoleada y las miradas vagaban borrachas de lejanía en lejanía. Paseábamos lentamente (no había aún automóviles en aquellos días) por la ruta carretera, pasando por delante de innumerables chalets y deteniéndose ante perspect¡vas admirables. Cien veces, frente a cada residencia, a cada chalet sombreado por verdes pinos, un recóndito deseo apuntaba en mi mente: ¡Aquí podría vivir tranquila, feliz, apartada del mundo!
¿Fui yo, en mi vida, alguna vez tan dichosa como en aquella hora? No lo sé… A mi vera, en el coche, iba aquel joven, que ayer bajo la zarpa de la fatalidad y de la muerte habla estado; y que, ahora, gozaba maravillado del magnífico espectáculo. Parecía muchísimo más joven. Era como un adolescente, hermosa y delicada criatura, de ojos risueños y juguetones y, al mismo tiempo, saturados de respeto. En él lo que más me seducía era su delicadeza espiritual. Si el coche marchaba cuesta arriba y se cansaban los caballos, apeábase ágilmente para empujarlo por detrás. Si yo nombraba o señalaba alguna flor por el camino, bajaba a buscármela. A un sapito que, maltrecho, penosamente se arrastraba por la carretera, lo levantó y con sumo cuidado lo colocó sobre el pasto del paseo para que no lo aplastara un coche. Mientras tanto, íbame contando jovialmente las cosas más divertidas y graciosas. Paréceme que aquella risa era como una liberación y que de no haber podido reír, hubiera debido saltar, cantar, o realizar cualquier chiquillada. ¡Tanta era su felicidad! Después, cuando nos hallamos en las alturas, ante una pequeña aldea, se descubrió al punto., respetuoso. Me extrañé: ¿a quién saludaba, inquirí, desconocido como era entre desconocidos? A mi pregunta sonrió ligeramente, manifestando en tono de excusa que habíamos pasado por delante de una iglesia y que en Polonia, su patria, como en todo país realmente católico;, están desde la infancia acostumbrados a descubrirse al pasar frente a uno de esos edificios. Tan delicada devoción religiosa conmovióme profundamente.
Al mismo tiempo, como yo me acordase de la cruz de la cual me habla hablado, le pregunté si, en efecto, era creyente. cuando asintió, diciendo que esperaba participar de la gracia divina, tuve de pronto una idea, ante aquellas palabras dichas con un tanto de pudor:
– ¡Párese! -grité al cochero, y descendí del carruaje. El me siguió, entre confuso y sorprendido:
– ¿A dónde vamos? Sólo respondí: -Venga conmigo.
Con él retrocedí hasta la iglesia. Era una capilla de ladrillo. Los muros interiores, pintados con cal, grises y desnudos, reflejaban una claridad difusa: las puertas estaban completamente abiertas, proyectando en la oscuridad un haz de luz amarillenta y cruda. Las sombras rodeaban el altar, envuelto por un nimbo azulado. Dos velas parecían contemplar, con turbia mirada, a través de la penumbra impregnada de incienso. Entramos. El se despojó del sombrero, llevó la mano a la pila de agua bendita, se persignó y dobló la rodilla frente al altar. Apenas se levantó lo atraje hacia mí, diciéndole:
– Arrodíllese ante e¡ altar o frente a cualquiera imagen sagrada y formule la promesa de la cual hemos hablado antes.
Asombrado, casi horrorizado, me contempló. Pero, habiendo comprendido, se acercó rápidamente a un altar, hizo la señal de la cruz y se arrodi!ló obediente.
– Repita las palabras que voy a dictarle -ordené, temblando yo misma de emoción-; diga: "Juro…"
– Juro -repitió-, que nunca más volveré a jugar por dinero; que nunca volveré a sacrificar mi vida ni mi honor a la pasión del juego.
Tembloroso repitió esas palabras: que resonaron claramente en el ámbito del templo desierto. Luego -guardamos silencio, un silencio tan profundo que claramente llegaba hasta nosotros del exterior el murmullo de las ramas de los árboles agitados por el viento. De pronto aquel joven cayó al suelo cual un penitente y comenzó a decir en polaco rápidas y confusas palabras, agitado por un frenesí realmente insólito. Debía tratarse de una plegaria, alguna exaltada plegaria en acción de gracias, pues a cada momento su dolorosa confesión obligábale a inclinar humildemente la cabeza, pronunciando cada vez con mayor exaltación aquellas extrañas palabras y repitiendo constantemente una de ellas con fervor realmente indescriptible. Nunca, ni antes ni después, he visto rezar de tal manera a una persona. Sus crispadas manos arañaban el reclinatorio de madera; el cuerpo parecía agitado por un huracán interior que ya le hacía erguirse poseído de loca excitación, ya abatíase de nuevo contra el suelo. No veía ni oía. Toda su persona parecía encontrarse en otro mundo, en un purgatorio o en el tránsito de elevación hacia una esfera superior. A¡ cabo se levantó lentamente, se persignó y volvió la cabeza con esfuerzo. Sus rodillas temblaban, su rostro estaba muy pálido, como el de un hombre extenuado. Al mirarme, brillaron empero sus ojos y una sonrisa de pura y sincera devoción avivó la expresión exaltada de su semblante. Se aproximó a mí, inclinóse profundamente como suelen hacerlo los rusos, y tomó mis manos para rozarlas devotamente con sus labios.
– ¡Dios la ha enviado! ¡Gracias!
No supe qué decir. Pero hubiera deseado que, de pronto, hubiera empezado a sonar el órgano triunfalmente. Comprendí que había logrado todo cuanto anhelaba y que había salvado para siempre a aquel joven.
En cuanto salimos de la iglesia nos cegó la violenta luz del día de mayo. Jamás me había parecido más bella la vida. Estuvimos aun paseando por espacio de dos horas en coche por el pintoresco camino sobre la cornisa rica en panoramas y que, a cada recodo; ofrece nuevos y encantadores aspectos. Permanecíamos silenciosos. Al cabo de tales momentos de exaltación sentimental una sola palabra nos parecía vana. Y cuando por casualidad mis miradas tropezaban con las suyas, entonces, ruborizada, volvía la cabeza. Me emocionaba con exceso el espectáculo de aquel milagro. A eso de las cinco de!a tarde regresamos a Montecarlo. 'Yo tenía una cita con unos parientes, a la cual no podía faltar. Sentía, por otra parte, en lo más intimo de mi ser, ¡a necesidad de una pausa, de un reposo, que me aliviara de la tensión sentimental con tanta violencia provocada. Había en mí excesiva felicidad. Por lo tanto' me era necesario calmar una sobreexcitación que jamás hasta entonces había conocido en mi vida. Rogué a mi acompañante que subiera conmigo a mi habitación del hotel. Allí deposité en sus manos el dinero para el viaje y para que rescatara las joyas. Convinimos en que él compraría el pasaje mientras yo efectuaba la consabida visita a mis parientes. Después, por la noche, nos reuniríamos en el hall de la estación media hora antes de la partida del tren de Génova, que lo conduciría a su casa.
Pero, en el momento preciso de entregarle yo los cinco billetes, sus labios se pusieron intensamente pálidos:
– ¡No… nada de dinero!… ¡Se lo ruego!… ¡Nada de dinero!… -exclamó entre dientes, temblándole las manos-. No, no… dinero no… no quiero, no puedo verlo -repitió de nuevo, con vivo sentimiento de angustia y de repugnancia. Yo, empero, acallé sus escrúpulos diciéndole que sólo se trataba de un préstamo y que si le parecía bien, podía firmarme un recibo.
– Sí, sí… un recibo -exclamó volviendo la vista a un lado, mientras tomaba los billetes, que arrugó como algo despreciable. Luego trazó rápidamente sobre un papel algunas palabras.