Estábamos a una distancia de dos metros uno de otro. Yo le miraba fijamente, sin que él notara mi presencia. No me veía, ni veía a nadie. Sus miradas no hacían más que seguir el juego de las apuestas y el alocado rodar de la ruleta. En aquel solo círculo verde concentrados estaban todos sus sentidos, que husmeaban la suerte cual fieras en procura de la presa. El mundo, la humanidad toda reducíase, para aquel jugador enloquecido, a aquella pequeña superficie cuadrangular del tapete verde. Yo sabía que permanecería allí horas y horas, sin que tuviera el menor presentimiento de mi presencia.
Mas no pude soportar largo tiempo semejante situación. Francamente decidida, di la vuelta a la mesa, me coloqué a sus espaldas y con energía le toqué en el hombro. Su mirada se levantó, vacilante. Durante unos segundos me miró como extrañado, vidriosas las pupilas, sin reconocerme, al igual que un beodo a quien sacudiéramos penosamente para arrancarle de su error y cuyos ojos estuvieran turbios. Cuando, al fin, logró reconocerme, su boca abrióse trémula, me miró como encantado y, en voz queda, con aire de secreta intimidad murmuró:
– Todo va bien… Lo adiviné en cuanto entré y vi que él estaba aquí… Lo adiviné al punto…
No lo entendía. Sólo vi que estaba enloquecido por el Juego: que lo había olvidado todo., sus promesas, su compromiso y su obligación con los suyos. Pero aún en su delirio me sedujo de tal modo que, sin quererlo; acepté de buen grado sus palabras y le pregunté que a quién aludía con sus palabras.
– A aquel señor, ese viejo conde ruso que sólo tiene un brazo-murmuró muy cerca de mi para que nadie escuchara su mágico secreto-. Fíjese. Es ése, el de cabellos blancos que tiene atrás a su criado. Gana siempre. Lo observé ayer. Ha de conocer alguna combinación. Yo sigo siempre su juego… También ayer ganó en todas las jugadas… sólo que yo caí en la imprudencia de continuar jugando después que él se retiró… 'Sí, fue una imprudencia… Ayer ganó unos veinte mil francos… Hoy también ha ganado en todas las jugadas. Yo sigo siempre su juego… Ahora…
Se interrumpió, dejó sin concluir la frase al escuchar al "croupier", que lanzaba su penetrante grito de "Faltes votre jeu!". Su mirada vagó inmediatamente lejos para detenerse en el sitio donde, sereno y confiado, se sentaba el caballero ruso de barba blanca, quien prudentemente, colocaba en el cuarto cuadro una moneda de oro y luego, vacilante., otra segunda. Las nerviosas manos del joven tomaron varias monedas de oro y las arrojaron en el mismo cuadro. Y cuando; un minuto más tarde, el "croupiér" gritó: "¡Cero!" y su raqueta limpió con, un solo movimiento toda la mesa, el joven siguió con la mirada, c cual si presenciase un imposible, el dinero que huía lejos. ¿Cree usted que se volvió hacia mí? ¡Ni por asomo! Me había olvidado completamente. Se hallaba como enajenado; extraviarlo en otro mundo; sus sentidos sobreexcitados no reparaban más que en el anciano conde ruso, quién, con entera indiferencia, tenía en sus manos otras dos monedas de oro, vacilando, sin saber dónde colocarlas.
Me resulta imposible describir la desesperanza y el dolor que sentí. Pero calcule cuál sería mi estado de ánimo. Para aquel hombre por el cual hubiera sacrificado toda mi vida, yo no significaba absolutamente nada. Nuevamente me acometió un acceso de furor.
Le sujeté por el brazo que levantaba en aquel momento:
__iLevántese en seguida! -le dije despacio, pero imperativamente-. Acuérdese de lo prometido esta tarde en la iglesia. ¡Usted es un miserable, un perjuro!
Me miró con fijeza, perplejo, pálido. Sus ojos de pronto adquirieron la expresión propia del perro vapuleado, temblaban sus labios. Pareció recordarlo todo y fue como si el miedo se apoderara de él…
– Sí, sí… -balbució-. ¡Oh, Dios mío!… Sí… Recuerdo… Voy en seguida… ¡Perdóneme!
Sus manos rápidas y vehementes recogieron todo el dinero; mas inmediatamente vaciló: se contuvo, como si una fuerza contraria lo hubiera paralizado. Su mirada se fijó otra vez en el conde ruso, que se disponía a hacer otra apuesta.
– Un momento… -y arrojó rápido cinco monedas de oro en la misma casilla-. Sólo esta vez… ¡Se lo juro!… Voy con usted inmediatamente… ¡Sólo esta vez y nada más!
Calló. La bolita había comenzado a rodar, y saltar, arrastrándolo consigo… Otra vez aquel poseso se había olvidado de mí y de sí mismo, entregándose en cuerpo y alma al torbellino de la ruleta. De nuevo el "croupier" cantó e! número y de nuevo la raqueta arrastró las cinco monedas de oro. Había perdido. Pero no se levantó. Me había olvidado, ni más ni menos, como había olvidado la promesa y hasta las palabras que pronunciara un minuto antes. Y, como siempre, su mano codiciosa revolvía el dinero; y sus miradas ebrias no seguían otra dirección que la del anciano conde ruso que en aquella forma magnetizaba su voluntad, despojándole de la suerte.
Mi paciencia había terminado. Lo sacudí de nuevo; esta vez con todas mis fuerzas:
– ¡Levántese, inmediatamente, en el acto!… ¡Ha dicho que sólo una jugada más! Entonces aconteció algo inesperado. Se levantó de pronto, en un arranque, y sus ojos me miraron, no ya de manera humilde y cohibida, sino con furia loca y con los labios temblando de ira.
– ¡Déjeme en paz! -rugió-. ¡Márchese! Usted es la causa de mi mala suerte. Así sucedió ayer y así sucede ahora. ¡Márchese, por favor!
Pero ante su exaltación, estalló también incontenible mi cólera.
– ¿Yo le traigo mala suerte? -le grité-. ¡Mentiroso, ladrón! Usted me había jurado…
Pero no logré terminar la frase. Aquel loco saltó de su silla y me dio un empellón, indiferente al tumulto que se armaba.
– ¡Déjeme tranquilo! -exclamó á gritos-. ¡No estoy bajo su tutela! ¡Tome… tome… tome su dinero!… -y con furia me lanzó un par de billetes de cien francos-. ¡Ahora, déjeme tranquilo!
Estas últimas palabras las vociferó como un poseso, sin reparar en las personas que nos rodeaban. Todos fijaban sus miradas en nosotros; reían, cuchicheando y señalándonos, de la sala vecina acudieron algunos Curiosos. Me sentí como si me hubieran desnudado en plena sala…
– S Sílence, madame, s'Íl vous plait rogó con voz clara y solemne el "croupier” mientras golpeaba en la mesa con la raqueta. ¡Aquello iba por mí! ¡La reconvención del miserable empleado iba contra mi! Roja de verguenza, indigna; a, corno una infeliz prostituta a la que se arroja un puñado de monedas, me encontraba entre el cuchicheo de los curiosos. Cien, doscientos impúdicos ojos se clavaron en mí, y precisamente en aquel momento:… cuando desviaba la mirada para no ver tal cúmulo de bajezas y desvergüenzas, mis ojos tropezaron con otros llenos de sorpresa… Eran los de mi prima que, estupefacta, con la boca abierta. levantaba la mano en acción de terror.
Intensa fue la sacudida que conmovió todo mi ser. Antes que ella diera un paso y hubiera vencido su sorpresa, salí de la sala corriendo y fui a parar precisamente al banco, al mismo banco, en el cual la noche antes habíase desplomado el joven aquel. Lo mismo que él, sin fuerzas,-extenuada, me desplomé en el duro asiento.
Desde entonces acá, han transcurrido veinticinco años, y, empero, se me hiela la sangre en las venas al recordar ahora en qué forma fui humillada y destrozada por su burla y desprecio ante centenares de personas extrañas. Siento dentro de mí, horrorizada, lo débil y miserable que debe ser esa especie de substancia que vanidosamente llamamos alma, espíritu, sentimiento, lo que llamamos dolor, cuando todo esto, aun manifestándose en un grado extremo, no logra destruir el cuerpo ¡acerado… ¡Cuando se sobrevive a horas semejantes en vez de morir y de aniquilarse como un árbol tronchado por el rayo!… Sólo por breves momentos el dolor me atenazó los miembros, una vez que caí pesadamente sobre el banco, perdida la respiración y experimentando el voluptuoso desfallecimiento precursor de la muerte. Me repuse al punto, pensando que todo dolor es cobarde, puesto que vacila ante el poderoso imperativo de la oída que parece juntarse a muestra carne más intensamente que todo dolor mortal lo está a nuestro espíritu. Automáticamente, fui recobrando las fuerzas; mas me levanté de allí sin saber qué hacer. Recordé de pronto que mi equipaje estaba en la estación y entonces se me ocurrió la idea de partir, de huir de aquel maldito antro infernal.