Sin reparar en nada ni en nadie, acudí a la estación y una vez en ella, me informe de la hora de salida de.¡ primer tren para París. Me dijeron que a las diez. Seguidamente me ocupé de mi equipaje. A las diez… Precisamente a las diez se cumplían las veinticuatro horas desde el instante de aquel maldito encuentro; veinticuatro horas tan llenas de variados y contradictorios acontecimientos sentimentales, que mi mundo interior parecía para siempre destrozado. Pero, de momento, sólo sentía retumbar en mis oídos como un constante martilleo, con un ritmo continuo, esta sola frase: ¡Marchar lejos! ¡Marchar lejos! ¡Marchar lejos! ¡Lejos de aquella ciudad maldita, lejos de mí misma, para encerrarme en mi hogar y, rodeada de los míos, retornar a mi vida anterior, a mi verdadera vida!
Realicé de noche el viaje a París. Una vez allí me trasladé de una estación a otra y salí directamente hacia Boulogne, de Boulogne a Dover, de Dover a Londres, de Londres a la casa de mi hijo. Todo el viaje lo efectué en un solo vuelo, sin meditar, sin reflexionar. Cuarenta y ocho horas sin dormir, sin comer, sin hablar; cuarenta y ocho horas en las cuales en todas las ruedas del tren parecía sonar esta única palabra: "¡lejos!, ¡lejos!, ¡lejos!". Cuando, al fin, inesperadamente, penetré en la casa de mi hijo, situada en el campo, todos se asustaron. Algo había en mi aspecto que les hizo adivinar mi angustia. Mi hijo intentó besarme y abrazarme. No se lo permití. Me horrorizaba la idea de que pudiese tocar unos labios que consideraba manchados. Eludí toda pregunta y sólo pedí un baño, del cual sentía absoluta necesidad, no ya para quitarme el polvo del viaje, sino también para borrar de mi cuerpo hasta el más leve resto de mi pasión por aquel loco, por aquel hombre indigno. Luego, casi arrastrándome, subí a mi habitación y dormí doce, catorce horas de un sueño profundo, como nunca, ni antes ni después, he dormido; un sueño merced al cual conozco lo que significa hallarse sin vida, tendida dentro de un féretro. Mis familiares se ocuparon de mí como de una enferma; esta ternura, empero, no me causaba más que dolor. Me avergonzaban su veneración, su respeto, y en todo momento debía dominarme para no descubrirles de qué ignominiosa manera les había engañado a todos, olvidándolos, llevada por una pasión loca y extravagante.
Sin finalidad determinada, más tarde me trasladé a una pequeña ciudad francesa donde nadie me conociera. Sentíame obsesionada por la idea de que toda persona podía descubrir, de una sola mirada, mi vergüenza, el cambio que se había producido en mí y hasta qué punto estaba mi alma mancillada. A veces, por la mañana, al despertarme, en mi lecho, experimentaba un horrible miedo de abrir los ojos. Siempre, de nuevo, acudía ante mi conciencia el recuerdo terrible de aquella noche en que desperté al lado de un hombre desconocido y medio desnudo; y desde aquel momento, sin cesar, me persiguió, igual que en aquella ocasión, el anhelo de morirme en el acto.
El tiempo, no obstante, posee una fuerza profunda y la vejez un singular poder para despojar de intensidad a los sentimientos. Vemos aproximarse la muerte; su sombra negra se proyecta ante nuestros pasos, y, entonces, los hechos nos resultan más amortiguados, no penetran con profundidad en nuestros sentidos, pierden gran parte de su peligrosa violencia. Lentamente llegué a cumplir los sesenta años…
Después, al cabo de los años, encontrándome en una fiesta de sociedad con un joven polaco "attaché" de la Embajada austríaca, contestando a ciertas preguntas mías sobre la familia del muchacho jugador, dijo que, diez años atrás, en Montecarlo, se les había suicidado un hijo. La noticia no me produjo la menor impresión. El recuerdo no me causaba ya dolor alguno y -¿para qué disimular nuestro egoísmo?- la noticia me proporcionó cierto placer, por cuanto con ella desaparecía todo temor, el temor de encontrarme nuevamente con él alguna vez. No existía, pues, ningún otro testigo contra mí sino mis propios recuerdos. A partir de aquel instante sentíame más tranquila. La vejez no implica más que cesar de sufrir por el pasado.
Y quiero también ahora que comprenda por qué, de súbito, me decidí a confesarle este episodio de mi propia vida. Cuando usted defendía a la señora Henriette afirmando con decidida convicción que veinticuatro horas eran más que suficientes para decidir la suerte de una mujer, yo me sentí, además, agradecida porque por primera vez me veía comprendida. Entonces pensé que, una vez que hubiera confesado el secreto que pesaba sobre mi alma, quizá lograría librarla de esa opresión y de la obsesionante necesidad de mirar hacia el pasado; inmediatamente, al siguiente día, podría retornar a los lugares y penetrar incluso en la misma sala donde se decidió mi destino, sin experimentar la menor sombra de odio ni hacia él ni hacia mí misma. Y, en efecto, mi corazón parecía haberse libertado de la losa que lo abrumaba, y ésta con todo su peso, se ha hundido en el pasado, para no levantarse nunca más. Me ha hecho un gran bien el confesarle a usted eso: me siento más ágil, casi gozosa… y le doy las gracias por ello.
Luego de pronunciar estas palabras se levantó. Comprendí que su relato había concluido. Un poco turbado y confuso quise decirle algo; pero ella pareció adivinar mi esfuerzo y en el acto me disuadió:
– No; se lo suplico; no hable… No me responda nada, no me diga nada. Le estoy profundamente agradecida, y… ¡buen viaje!
De pie, ante mí, tendióme la mano. Involuntariamente contemplé su rostro y entonces me sentí conmovido y maravillado ante la expresión de la anciana señora que, amable y a la vez cohibida, tenía ante mí. ¿Era, acaso, el reflejo de la antigua pasión? ¿El rubor, lo que arrebolaba, de súbito, sus mejillas hasta la raíz del cabello? Estaba ante mí cual una doncella candorosamente turbada, abochornada de sus recuerdos y de su propia confidencia. Conmovido sincera y profundamente, quise testimoniarle, con unas palabras, mi respeto; pero no pude hablar. Entonces me incliné, besando respetuosamente la mano trémula y marchita cual una hoja de hierba en otoño.
Stefan Zweig
Stefan Zweig (Austria, 1881-1942)
Escritor y pacifista austriaco, famoso sobre todo por sus biografías. Nació en Viena, en cuya Universidad estudió. A raíz del estallido de la I Guerra Mundial, Zweig se convirtió en un ardiente pacifista y se trasladó a Zurich, donde podía expresar sus opiniones. En su primera obra importante, el poema dramático Jeremías (1917), denunciaba apasionadamente lo que él consideraba como la locura suprema de la guerra. Después de la guerra Zweig se estableció en Salzburgo y escribió biografías, por las que se hizo famoso, narraciones y novelas cortas y ensayos. Entre estas obras destacan: Tres maestros (1920), estudios sobre Honoré de Balzac, Charles Dickens y Fedor Dostoievski y La curación por el espíritu (1931), donde da cuenta de las ideas de Franz Anton Mesmer, Sigmund Freud y Mary Baker Eddy. El ascenso del nazismo y el antisemitismo en Alemania llevó a Zweig, que era judío, a huir a Gran Bretaña en 1934. Emigró a los Estados Unidos en 1940 y después a Brasil en 1941, donde se suicidó llevado por un sentimiento de soledad y fatiga espiritual. Como escritor, Zweig se distinguió por su introspección psicológica. Omitiendo detalles no esenciales, fue capaz de hacer sus biografías tan entretenidas como una novela. Los últimos escritos importantes de Zweig incluyen las biografías Erasmus de Rotterdam (1934) y María Estuardo (1935), la novela El juego real (publicada póstumamente en 1944), y su autobiografía El mundo de ayer (1941).