Estos individuos se mueven sencillamente gracias a una fuerza mágica que los impulsa antes de que tengan tiempo de darse cuenta de su insensata temeridad; pues así, exactamente, sin meditarlo, sin una reflexión consciente, seguí en pos de aquel desgraciado, desde la sala de juego hasta el vestíbulo del Casino, y desde allí a la terraza.
Tengo la seguridad de que ni usted ni nadie que tuviese la mirada alerta de una persona sensible habría logrado resistir aquella angustiosa curiosidad. No es posible suponer un aspecto más siniestro que el presentado por aquel joven que contaba escasamente unos veinticinco años y que, fatigado como un anciano, tambaleándose cual borracho, con el cuerpo destrozado, pesadamente se arrastraba escaleras abajo hacia la terraza exterior del Casino. Una vez allí, se dejó caer en un banco, como si tuviera el cuerpo de piomo. Al observar aquella actitud, de nuevo presentí con espanto, que el joven se hallaba al final de la vida. En aquella forma no suele desplomarse sino un muerto o un hombre al cual ninguno de los músculos obedece ya a €a fuerza vital. La cabeza, vuelta hacia un lado, apoyábase en el respaldo del banco, y los brazos colgaban inertes. A la mortecina luz de los turbios faroles un transeúnte lo habría confundido con un cadáver. No puedo explicar cómo se me presentó esta visión, pero es lo cierto que súbitamente se proyectó allí enfrente, palpable, evidente, horrible y terriblemente verdadera; así, cual un cadáver, lo vi ante mí en aquel instante, convencida de que cargaba un revólver en el bolsillo y de que, a la siguiente mañana, le hallarían tendido en aquel banco o en otro cualquiera, inanimado y empapado en sangre. Su manera de desplomarse fue exactamente como la de una piedra arrojada a€ abismo, y que hasta haber llegado al fondo no se detíene. Jamás había visto yo una expresión de abatimiento y desesperación expresada con un gesto tan humano y desgarrador.
Ahora imagínese mi situación. Me hallaba a diez o veinte pasos del banco sobre el cual aquel hombre yacía inmóvil y destrozado y sin saber qué decidir; por un lado, movida por e€ deseo de prestar auxilio; y, por otro, por el afán de huir, producto de la ingénita timidez y de la educación recibida, que me vedaba dirigir la palabra a un desconocido en medio de la calle. Los faroles brillaban débilmente bajo el cielo nublado. Sólo de vez en cuando, y con prisa, pasaba algún transeúnte, pues ya era medianoche. Casi me encontraba sola en el parque con aquel desventurado que quería suicidarse. Cinco, diez veces concentré mis fuerzas disponiéndome a acercarme a él; pero siempre me hizo retroceder cierta vergüenza o, quizá, el instintivo presentimiento de que siempre los desesperados arrastran consigo a quienes tratan de socorrerlos. En tales dudas y vacilaciones, me di cuenta cabal de lo insensata y ridícula que era mi situación. Porque yo no podía ni hablar, ni alejarme, ni abandonarlo. No sabía qué hacer.
Espero que me creerá usted si declaro que, quizás, por espacio de una hora, interminable hora, durante la cual millares y millares de pequeñas ondas de mar invisible cortaban el tiempo, estuve paseándome vacilante por la terraza, constantemente obsesionada por el espectáculo de total aniquilamiento de aquel hombre.
Decididamente, no poseía coraje suficiente para hablar o para obrar. Quizá hubiera pasado toda la noche aguardando aún o me hubiera decidido finalmente, movida por un prudente egoísmo, a regresar a mi casa. Sí, creo que, incluso, a punto estuve de abandonar a aquel desdichado en manos de su propia debilidad… Mas una fuerza superior salió al paso de mi indecisión. Comenzó a llover. Durante toda la noche, el viento había acumulado sobre el mar gruesos nubarrones primaverales preñados de agua. Por los pulmones, por el corazón podía uno comprobar que la atmósfera se cargaba por momentos. De pronto cayeron gruesas gotas sonoras a las que siguió una copiosa lluvia que caía en densas madejas agitadas por el viento. Inmediatamente me guarecí bajo la marquesina de un quiosco. Pese a que abrí el paraguas, las impetuosas ráfagas del viento salpicaron de lluvia mi traje. En el rostro y en las manos sentí el polvo líquido y frío que levantaban las gotas al chocar contra el suelo.
Bajo aquel furioso chaparrón, el infeliz permanecía totalmente inmóvil en su banco. El recuerdo de aquella escena angustiosa me oprime, aún hoy, la garganta. De todas las canaletas el agua caía a borbotones. De la ciudad llegaba el ruido sordo de los coches. Por la derecha, por la izquierda, los transeúntes envueltos en sus abrigos cruzaban corriendo. Todo cuanto tenía dentro de sí algo de vida huía del chubasco, en busca de un lugar dónde refugiarse. Por doquiera, tanto entre los hombres como entre los animales, manifestábase la angustia ante la explosión de los elementos. Unicamente aquella piltrafa humana estaba derrumbada, inmóvil en el banco. Ya le dije que aquel hombre tenía el mágico poder de exteriorizar plásticamente, con movimientos y gestos, todos sus estados interiores. Nada, sin embargo, absolutamente nada sobre la tierra podría expresar de manera tan conmovedora la desesperación, el abandono absoluto de sí mismo y la apariencia de la muerte con aquella inmovilidad, con aquel estado inerte, inanimado, bajo la terrible lluvia, con aquella fatiga demasiado extrema para permitirle levantarse y dar los pocos pasos que le separaban de un techo protector, con aquella definitiva indiferencia hacia la propia vida. Ningún escultor, ni pintor, ni Miguel Angel ni Dante, habíame hecho sentir jamás con semejante angustia el gesto de la máxima desesperación, de la miseria definitiva de este mundo, como aquel hombre que estaba vivo aún, y se dejaba azotar por los elementos por hallarse demasiado abatido y destrozado para intentar un solo movimiento que le permitiera guarecerse de ellos.
Estas consideraciones bastaron para decidirme. ¡No podía más! Veloz atravesé la líquida cortina de la lluvia y en cuanto llegué al banco, sacudí aquel húmedo fardo humano.
– ¡Venga! -le dije, tomándole por un brazo.
El brazo se mantenía inerte, penosamente levantado. Pareció como si cierto movimiento fuese a iniciarse en él; pero desde luego, el desgraciado no me entendía.
– ¡Venga! -repetí, sacudiéndole el brazo, esta vez casi iracunda.
Entonces se levantó lentamente, bamboleándose, sin voluntad.
– ¿Qué hace usted? -preguntóme. No supe qué contestarle, pues yo misma ignoraba dónde ir con él. Solo lejos de allí, lejos del terrible y frío chubasco, lejos de aquella postración insensata y suicida, lejos de aquel estado de extrema desesperación. Sin dejarle del brazo lo arrastré hacía el quiosco, suponiendo que allí, bajo la estrecha marquesina, se guarecería al menos de la lluvia que azotaba el viento. No sabía nada más, no deseaba tampoco nada más. Sólo me interesaba poner a aquel hombre al abrigo de la lluvia: por el momento no pensaba otra cosa.
Y así, nos encontramos los dos, uno junto al otro, en el reducido espacio que permanecía seco. Detrás de nosotros la puerta cerrada del quiosco; encima, el techo demasiado pequeño para protegernos por completo de!a pérfida, implacable y terrible lluvia, que, azotada por furiosas rachas de viento, lanzaba torbellinos de frío contra nuestros rostros y empapaba nuestros vestidos. La situación tornábase insoportable. No podía permanecer por más tiempo junto a aquel desconocido chorreando agua, y por otra parte, no me resignaba a abandonarlo sin una explicación, después de haberlo arrastrado allí. Tenía que hacer algo. Me esforcé en meditar sobre la situación, y calculé que lo mejor sería acompañarlo en un coche hasta su casa. A la mañana siguiente, ya lo socorrería. Pensando así, pregunté a la persona que inmóvil, mirando fijamente la negra noche, estaba junto a mí: