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Todo me lo contaba-con la arrebatadora gracia en él peculiar. Lo escuchaba conmovida, trastornada y con el ánimo oprimido; empero ni un solo momento me asaltó la idea de indignarme ante el hecho de que el hombre que se sentaba a mi lado fuese precisamente un ladrón. Si el día antes cualquiera me hubiese dicho a mí, una dama intachable y que imponía en su trato la máxima seriedad, que iba a sentarme a la mesa en compañía de un joven desconocido, no mayor que mis propios hijos, y que había' robado unas joyas, lo hubiese tomado por un loco. Mas, ni un solo momento, durante su relato, experimenté el más leve sentimiento de repugnancia. Hablaba él con tanta naturalidad y pasión, que su acto, más que un hecho delictuoso, semejaba la descripción de un proceso febril o del curso de una enfermedad. Más todavía: para quien, como yo, la víspera había obrado de una manera tan desastrosamente inesperada en una persona de mi posición, la palabra "imposible" parecía haber perdido de pronto su sentido. En aquellas dieciséis horas había aprendido más de la realidad de la vida que en cuarenta años de apacible y ejemplar existencia burguesa…

No obstante, había algo que me atemorizaba en la confesión del joven: me refiero a la mirada febril de sus ojos y que, cada vez que hacía alusión a su pasión por el juego, contraía vivamente todos los músculos de su rostro. Mientras se expresaba en esta forma, excitábase nuevamente; con terrible claridad dibujábanse en la plástica expresión de su semblante varios matices de alegría o de pesimismo. Inconscientemente, sus manos (admirables manos delgadas y nerviosas), como cuando estaba en la mesa de juego, trocábanse en dos animales de presa que se acometen uno a otro n se rehuyen mutuamente. Las veía temblar desde la muñeca hasta la punta de los dedos, retorcerse, abatirse y caer una sobre otra con energía, para separarse de golpe y volver a juntarse formando como un ovillo.

cuando hizo alusión al robo de los "boutons", a pesar mío me estremecí. Entonces las manos, saltando con rapidez propia del rayo; esbozaron el ademán del ladrón al apoderarse de un objeto. Pude ver perfectamente cómo los dedos, muy abiertos, ávidamente, agarraban las joyas ocultándolas presto en el hueco del puño. Y con un sentimiento de terror indefinible llegué a reconocer que aquel hombre tenía envenenada por la demoníaca pasión hasta la última gota de su sangre.

Lo único que en el curso de su narración me atemorizaba era, aquella esclava subordinación de su personalidad joven, inteligente y despreocupada por naturaleza, a tan funesta pasión. Creí, por consiguiente, que mi primer deber sería hablar bondadosamente al protegido que de improviso se me había presentado, aconsejándole que se alejara cuanto antes de Montecarlo, donde la tentación era más peligrosa, incitándole a que volviese aquella misma noche a su casa antes de que se notase la desaparición de las joyas y quedara destrozado para siempre su porvenir. Le prometí el dinero que necesitara para realizar el viaje y para rescatar las joyas; pero sólo con una condición: la de que partiera aquella noche y jurara por su honor no tocar jamás un naipe ni arriesgar un céntimo en juegos de azar.

No olvidaré nunca con qué expresión de gratitud, primeramente humilde y luego ardiente, me escuchó aquel desconocido, caído en el abismo; de qué modo bebía mis palabras cuando prometí ayudarlo. Por lo pronto colocó sobre la mesa ambas manos para estrechar las mías con un gesto inenarrable de adoración y al mismo tiempo de solemne promesa. En los brillantes ojos, aunque un tanto extraviados, asomaron las lágrimas; todo su, cuerpo se agitó nerviosamente, conmovido por un incontenible sentimiento de felicidad. Con frecuencia he intentado describirle la capacidad expresiva y única de sus gestos; mas, ése ni siquiera puedo intentar su descripción, por cuanto reflejaba una felicidad ultraterrena, como difícilmente puede ofrecérnosla un rostro humano. Tal expresión sólo es comparable a la sombra blanca en la cual, al despertar de un sueño, a veces, creemos descubrir el rostro de un ángel que se desvanece.

¿Y por qué no confesarlo? No logré resistir aquel gesto. La gratitud nos torna felices porque son muy raras las ocasiones en que se nos hace visible; toda delicadeza nos hace un efecto saludable, y para la mía, fría y mesurada, semejante superabundancia de sentimiento implicaba algo nuevo, agradable y felicísimo.

Pero no era sólo aquel hombre caído y aniquilado sino también el paisaje lo que, después del temporal de la víspera, se serenaba mágicamente. Cuando abandonamos el restaurante, el mar, completamente tranquilo, apareció con toda su magnificencia, bajo el vuelo de las gaviotas cuyas siluetas fugaces se destacaban en el azul purísimo del cielo. Usted conoce perfectamente la Riviera. Se nos presenta siempre bella, bien que monótona; a todas horas brinda un panorama digno de una tarjeta postal. Muestra indolentemente unos colores cansados, una belleza dormida y perezosa que, indiferente, se deja acariciar por todas las miradas, belleza casi orienta¡ en su inmutable y suntuosa disposición. Pero, algunas veces, muy de cuando en cuando, esa belleza reavivase, brilla, avanza, diríamos, hacia nosotros en forma imperativa, alhajada de colores vivos con encendidos destellos, victoriosa, derramando en nosotros sus encantos polícromos, ardiendo toda en sensualidad. Y un día embriagador como éste, fue el siguiente al tempestuoso de la víspera; las avenidas mostraban su blancura, lavadas por ¡a lluvia; el cielo, de un azul turquesa; por doquiera los arbustos, cual antorchas de variados colores, surgían entre húmeda y tierna verdura. Se diría que las montañas, desbordando luz, de pronto habían avanzado, bajo aquel diáfano y espléndido cielo, hacia la población pequeña y pulcra; era posible ver, exteriorizado, las maravillas provocativas y estimulantes que brinda la naturaleza, así como lo inconscientemente que nos atrae hacia ella.

– Tomemos un coche -díjele-; demos una vuelta por la "Corniche".

El joven aceptó complacido. Por primera vez desde su llegada, parecía haberse percatado del paisaje. Hasta aquel instante sólo había conocido la atmósfera viciada del Casino, con aquella concurrencia odiosa y envilecida que se congregaba alrededor de las mesas de juego, así como el mar gris y embravecido de la noche anterior. Ahora, en vez, desplegábase ante nosotros el abanico inmenso de la playa asoleada y las miradas vagaban borrachas de lejanía en lejanía. Paseábamos lentamente (no había aún automóviles en aquellos días) por la ruta carretera, pasando por delante de innumerables chalets y deteniéndose ante perspect¡vas admirables. Cien veces, frente a cada residencia, a cada chalet sombreado por verdes pinos, un recóndito deseo apuntaba en mi mente: ¡Aquí podría vivir tranquila, feliz, apartada del mundo!