Entonces, rápida, ásperamente, con la bruta frialdad propia de una desesperación, extendí la mano hacia mi prima:
– ¡Adiós! Tengo que salir inmediatamente.
Sin reparar absolutamente en su asombro, sin volver la cabeza, apartando a los criados del hotel que extrañados presenciaban la escena, corrí hasta la puerta, hacia la calle, rumbo a la estación. Los expresivos gestos del mozo que me aguardaba con el equipaje hiciéronme dar cuenta, desde lejos, que el tiempo lo tenía contado. Con la rapidez de un rayo acudí enloquecida hacia la entrada del andén; allí un empleado me cerró el paso. ¡Me había olvidado el pasaje! Y mientras con violencia, procuraba convencerle de que debía dejarme pasar, el tren se puso en movimiento. Quedé inmóvil, temblando de pies a cabeza. Esperaba ver asomado a mi amigo en la ventanilla para recoger al menos un ademán de despedida; mi último adiós. Pero, entre tantos rostros y tantos empujones, no logré distinguir el suyo. Pasaron los vagones cada vez con mayor rapidez y unos segundos más tarde mis ojos ya sin luz sólo vieron una negra nube de humo.
Sin duda, debí quedarme allí como una estatua de piedra. ¡Dios sabe cuánto tiempo! El mozo, luego de hablarme en vano varias veces, me tocó el brazo. Experimenté un leve sobresalto. Quería saber si el equipo debía ser llevado otra vez al hotel. Fueron necesarios varios minutos para que recobrara mi serenidad. ¡No, no podía volver al hotel después de aquella ridícula y precipitada despedida! Ordené, entonces, al mozo que lo dejara en el depósito de la estación. Necesitaba estar sola. Sólo más tarde, entre el agitado ir y venir de la gente que, en los andenes, se empujaba y dispersaba, produciendo un ruido ensordecedor, intenté recapacitar, con toda calma, olvidarme de aquel desesperado y doloroso acceso de cólera, pesar y abatimiento, pues -¿por qué no confesarlo?- me torturaba la idea de haber perdido, por mi culpa, la ocasión de un último encuentro. Experimentaba deseos de gritar. ¡Cuán dolorosamente me hería aquel súbito desenlace! Sólo las personas que han vivido absolutamente extrañas a toda pasión, al verse presas de ella sufren estas tremendas y repentinas explosiones, estas convulsiones como de avalanchas. En aquellos momentos es como si años enteros de fuerzas no utilizadas se agolparan en el propio corazón. Jamás, ni antes ni después, experimenté un estado tal de sorpresa y de furiosa impotencia como en aquel instante, cuando, pronta a entregarme a la más temeraria de las aventuras, dispuesta a dar un puntapié a mi pasada vida de orden, de prudencia y de recato, tropezaba de pronto con una muralla de insensatez, contra la cual mi pasión en vano golpeaba.
Lo que entonces hice no podía ser sino completamente insensato, definitivamente estúpido. Casi me avergüenza el confesarlo; pero me he prometido y le he prometido no ocultar nada. Entonces comencé a buscarle de nuevo… Es decir, le busqué de nuevo en mí misma, intentando revivir todos los instantes que con él había pasado. Impulsada como por una fuerza violenta, quise recorrer todos los sitios en que habíamos estado juntos e! día anterior: el banco del jardín del que le arranqué arrastrándolo; la sala de juego, donde por primera vez le vi, inclusive la inmunda pieza del hotel desconocido y equívoco. Deseaba vivir una vez más las horas pasadas. Al siguiente día, pasearía en coche por la Corniche, seguiría la misma ruta, con el propósito de resucitar en mí el recuerdo de cada uno de sus gestos, de cada una de sus palabras. Así de insensato e infantil era mi trastorno interior. Sin embargo, no pude olvidar con cuánta fulminante rapidez habíanse precipitado sobre mí aquellos acontecimientos… Yo no había sentido sino un rudo golpe. Luego, arrancada bruscamente- de aquella tumultuosa sucesión de episodios, deseaba por lo mismo que habían sido tan fugaces, revivirlos, gozarlos de nuevo uno a uno, apelando a esa facultad embriagadora y mágica que es el recuerdo. ¡En fin! Que éstas son cosas que se comprenden o no se comprenden. Quizá, para comprenderlas, se necesite un corazón; apasionado…
Primero fui a la sala de juego dispuesta a contemplar la mesa donde se hallaba sentado, y allí imaginarme de nuevo sus manos entre las otras. Entré. Su mesa era la de la izquierda, en el segundo salón. Me parecía ver aún todos sus ademanes, cual una sonámbula, con los ojos cerrados y las manos extendidas, hubiera encontrado el lugar donde se sentaba. Bien. Entré, penetré en el salón. Y entonces… Cuando, desde la puerta, eché una mirada hacia el confuso grupo de personas… me aconteció algo singular. Allí, precisamente, en el mismo lugar donde yo me lo imaginaba, estaba… (¡espantosa alucinación de la fiebre!) allí estaba él… Exactamente como el día anterior, con los ojos fijos en la bolilla, pálido; convertido en un fantasma… i Mas, era él… él… indudablemente él!
De tal modo me sobresalté, que estuve a punto de gritar. Pero logré dominar mis nervios frente a la visión absurda. Cerré los ojos.
– Estás loca… desvarías… experimentas los efectos de la fiebre -me dije-. ¡No es posible! Hace media hora que ha abandonado Montecarlo.
Después, abrí otra vez los ojos. ¡Era horrible! ¡Estaba allí, sentado en su silla, no cabía duda! Hubiera reconocido sus manos entre varios millones de manos distintas… ¡No, no soñaba! Era él realmente. No había partido como me prometiera y jurara. Aquel loco había vuelto. El dinero que le había dado para el pasaje y para rescatar las joyas lo había llevado a la mesa de juego. Olvidado de todo, jugaba aquí, impulsado por la demoníaca pasión, mientras mi pobre alma lloraba desesperadamente.
Algo misterioso me empujó hacia adelante. La ira nublábame los ojos; una ira roja, que me inspiraba terribles deseos de tomar por el cuello al perjuro que tan cínicamente se había burlado de mi confianza, de mis sentimientos y de mi abandono. Mas logré contenerme aún. Con calma deliberada me aproximé a la mesa. Un señor, cortésmente, me ofreció su sitio. Quedé frente al joven. Dos metros de paño verde nos separaban. Como si estuviera sentada en una butaca, en un teatro, podía observar detenidamente su rostro, el mismo rostro que dos horas antes viera radiante de gratitud, iluminado por el resplandor de la divina gracia, y que ahora, de nuevo, convulsivamente, consumíase en los fuegos infernales de la pasión. Sus manos, las mismas manos que viera aquella misma tarde en la iglesia, aferrándose violentamente al reclinatorio de madera, pronunciando un sagrado juramento, ahora aparecían como dos garras, otra vez retorciéndose entre los billetes, cual dos voluptuosos vampiros. Había ganado, tenía que haber ganado mucho. Ante él se levantaba una enorme pila de fichas, de luises de oro y de billetes; una confusa mezcla de dinero en la que sus dedos nerviosos y trémulos se alargaban y bañaban con deleite. Veíale acariciar y doblar los billetes, hacer rodar las monedas, para después, de pronto, siguiendo una corazonada, empuñar un montón de dinero y arrojarlo en uno de los colores. Repentinamente las aletas de su nariz empezaron a agitarse. La voz del "croupier" hacíale abrir los ojos, que iban ahora, con un brillo de codicia, desde la apuesta hacia la rumorosa bolita. Se hallaba como ausente de sí mismo, con los codos clavados en el tapete verde. Su estado de locura exteriorizábase aún con mayor intensidad que en el día anterior. Cada uno de sus movimientos mataba en mí aquellos otros que, como imágenes luminosas sobre un fondo de oro, se proyectaban nítidamente en mi interior.