No sentía nada, no me percataba de nada, no notaba que la gente se agolpaba en torno mío, ni veía otras manos que, como tentáculos, se alargaban de pronto para lanzar o coger el dinero. No veía, tampoco, la bolita saltarina, ni escuchaba la voz de los "croupiers"; y, sin embargo, cual en un sueño, subyugada por el espectáculo, percatábame de todo cuanto ocurría allí a través de aquellas manos tan sobremanera excitadas. Para saber si la bolita caía en el rojo o en el negro, si rodaba o se detenía, no necesitaba mirar la ruleta: pérdida o ganancia, esperanza o desilusión, una tras otra, estas fases pasaban fulminantes a través de los nervios y gestos de aquel rostro surcado por el ondear incesante de la pasión.
Pero vino después el momento peligroso, momento que hacía rato estaba temiendo sordamente, que se había cernido sobre mis nervios como una tempestad y que, de pronto, los hizo estallar. Naturalmente la bolita, con su suave ruido peculiar, había comenzado a rodar; nuevamente volvía a palpitar aquel segundo en que doscientos labios contenían el aliento, hasta que la voz del "croupier" anunciaba: "cero" mientras su raqueta recogía ágilmente de todas partes las sonoras monedas y los arrugados billetes. En aquel instante, las dos manos encogidas esbozaron un movimiento singular de espanto; se abalanzaron dispuestas a hacer presa en algo inexistente, y volvieron a abatirse exangües sobre la mesa, cediendo tan sólo a su peso de gravedad, diríase que muertas por la fatiga. Mas luego, de pronto, volvieron a animarse, se retiraron febrilmente de la mesa para dirigirse hacia su propio cuerpo, y, a manera de gatos salvajes, treparon por el tronco, deslizándose por arriba, por debajo, hacia la derecha, hacia la izquierda, palpando nerviosamente todos los bolsillos por si- encerraban alguna olvidada moneda de oro. Empero, siempre se retiraban sin resultado y siempre cada vez más enardecidas, repetían la insensata y vana búsqueda, en tanto que, volviendo a funcionar la ruleta, proseguían los otros su juego, sonaban las monedas, movíanse las sillas y escuchábase en el salón el murmullo de mil ruidos distintos. Poseída por el horror, yo temblaba; tuve también la sensación de que mis propios dedos se desesperaban frenéticos buscando una moneda en los bolsillos del arrugado traje. De pronto, el hombre aquel levantóse con rapidez, como lo haría una persona que se sintiese repentinamente indispuesta y se parara para no asfixiarse. Con el movimiento que hizo, la silla se cayó al suelo, produciendo gran estrépito. Sin darse cuenta de esto, sin reparar en los vecinos que entre atemorizados y estupefactos le cedieron el paso, tambaleándose, se alejó de la sala, como enceguecido.
En aquel momento me quedé pasmada, adiviné al punto hacia dónde se encaminaba aquel individuo; iba hacia la muerte. El que de tal manera se levanta no va al hotel, ni al bar, ni al lado de la mujer, ni a la estación, ni a cualquier otro lugar donde hay un poco de vida, sino que se precipita directamente en el abismo. El más indiferente habría adivinado que el hombre aquel carecía de reservas, y no las tenía en casa, ni en el banco, ni en ninguna otra parte y que, habiéndose encaminado al Casino con sus últimos recursos, llevando su vida como postrera apuesta a la mesa de juego, ahora se encaminaba a cualquier parte, sin duda, pero indudablemente fuera de la vida.
Desde el principio temí y sospeché que se hallaba en juego allí algo más importante que una mera pérdida o ganancia. Sin embargo, solamente entonces esa certidumbre cruzó por mi mente como un negro rayo, mostrándome cómo la vida desaparecía de repente ante sus ojos y la muerte cubría con su palidez aquel rostro, hasta entonces rebosante de vida. Hasta tal punto me sentía compenetrada con el mínimo de sus gestos que, inconscientemente, tuve que asirme al borde de la mesa cuando vi que abandonaba su sitio y se alejaba, tambaleándose. El temblor de su cuerpo hablase comunicado al mío, cual antes ocurriera con la palpitación de sus arterias y la tensión de sus nervios. Me sentí como arrebatada. ¡Debía seguirle! Y, extraños a mi voluntad, mis pies echaron a andar. Obraba inconscientete, sólo movida por una fuerza que era superior a mí misma, y tomando por un pasillo me encaminé a la salida.
El individuo se hallaba en el guardarropa; el empleado le entregó el abrigo, mas los brazos ya no obedecían al joven, y el mismo empleado debió prestarle ayuda, cual si se tratara de un paralítico. Le vi buscar maquinalmente en los bolsillos del chaleco una moneda para la propina; pero los dedos reaparecieron sin haber hallado nada, Entonces fue como si al punto recordara todo, murmuró unas palabras y, tal cual hiciera al apartarse de la mesa de juego, realizó un brusco movimiento hacia adelante, para descender la escalinata del Casino tambaleándose como un borracho, seguido unos momentos por la sonrisa, entre despreciativa y compasiva, del criado.
Aquellos gestos me inspiraron tal compasión, que me avergoncé de mirarle. Me aparté a un lado, entristecida de haber presenciado, como desde el palco de un teatro, la desesperación de un infeliz desconocido. Con todo, tornó a hacer presa en mí la inexplicable angustia. Prestamente solicité mi abrigo y sin pensar en nada determinado, de un modo completamente mecánico, impelida por el instinto en pos del desconocido, me hundí en las tinieblas de la noche.
Por un momento, la señora C. interrumpió su narración. Se encontraba sentada, inmóvil, frente a mí, y con aquella su calma y serenidad peculiares, sin hacer una pausa. Había hablado como únicamente lo hace quien se ha preparado lenta e íntimamente, ordenando con cuidado los acontecimientos. Por primera vez se detuvo; vaciló unos instantes y después, interrumpiendo su relato, se dirigió directamente a mí:
– He prometido a usted y a mí misma -comenzó con cierta indecisión- contárselo todo, ajustándome a la más absoluta sinceridad. Pero he de exigirle un crédito absoluto a esta sinceridad mía, suplicándole no ver en mi conducta motivos secretos, los cuales, en caso de existir, posiblemente no me avergonzarían, bien que en este caso sería completamente erróneo suponer. He de recalcar que si corrí tras aquel jugador infortunado no fue porque me sintiese enamorada ni poco ni mucho de él. No vi en él más que a un ser humano, y, efectivamente, para mí, que era entonces una mujer de cuarenta años, nunca más la mirada de un hombre tuvo interés después del fallecimiento de mi esposo. Eso, para mí, había concluido en absoluto. Digo esto porque, de otra manera, todo lo que sigue no lo comprendería usted en toda su horrible verdad. Por otra parte, verdad es que me sería harto difícil explicar con claridad el sentimiento que en forma tan irresistible me impulsó a seguir entonces en pos de aquel desdichado. En mí había curiosidad, pero, ante todo, un miedo terrible, o mejor dicho, temor de algo tremendo que desde los primeros instantes advertí que estaba rondando al joven, invisiblemente. Pero una categoría tal de sentimientos no se puede descomponer ni analizar en particular porque chocan entre sí con tal confusión, de manera tan violenta, tan furiosa, tan espontánea… No realicé, en verdad, nada más que ese gesto instintivo de prestar auxilio, exactamente como cuando sostenemos a la criatura que, en la calle, está por echarse bajo las ruedas de un automóvil. ¿Puede, acaso, explicarse, que determinados individuos, que no saben siquiera nadar, intenten arrojarse desde lo alto de un puente para salvar a uno que se ahoga?