– Puede buscarse un cuarto en un hotel. Aquí no debe permanecer. Tiene que ir a cualquier parte.
Entonces fue cuando repentinamente me di cuenta de su lamentable error, pues él, sin mirarme y con expresión irónica, se resistió, diciéndome:
– No necesito habitación; no quiero nada. No pierdas el tiempo, porque nada sacarás de mí. Estás equivocada; no tengo ni un céntimo.
Las frases fueron pronunciadas en un tono tan extraño, con tan lacerante indiferencia, y su manera de permanecer de pie, apoyándose abrumado contra la pared, mojado de pies a cabeza, interiormente aniquilado, me impresionó en forma tal que no tuve siquiera tiempo para sentirme tontamente ofendida. Lo que desde el primer momento experimenté, en cuanto le vi salir de la sala, tambaleándose, y!o que sentía constantemente en aquella hora inverosímil, fue que un hombre joven y vigoroso, que alentaba aún, marchaba hacia la muerte y que yo debía salvarlo.
Me aproximé a él y le dije:
– No se preocupe por el dinero. ¡Venga! No debe permanecer aquí ni un momento más; yo le encontraré un refugio… No se preocupe por nada. ¡Venga! ¡Sígame!
Volvió la cabeza. Mientras la lluvia repiqueteaba sordamente a nuestro alrededor y las canaletas derramaban chorros de agua a nuestros pies, observó cómo en medio de la oscuridad, por primera vez, trataba de ver mi rostro. Su cuerpo también pareció despertar de su letargo. -Como quieras -dijo, cediendo-. A mí ya todo me resulta indiferente… Después de todo, ¿por qué no? ¡Vamos! Abrí el paraguas y él me agarró del brazo. Tan inesperada confianza me causó un efecto harto desagradable. Me asusté, horrorizada hasta lo más profundo de mi corazón. Pero no tuve el valor de prohibírselo. Si en aquellos instantes le hubiera rechazado, se habría hundido en el abismo, y cuanto había logrado hasta entonces habría resultado inútil. Regresamos a! Casino, que estaba sólo a pocos pasos. Allí se me ocurrió lo que había que hacer con é!. Lo más práctico, pensé prontamente, sería conducirlo a un hotel donde pudiera reposar, y darle dinero para que regresara a su casa al siguiente día. No se me ocurrió nada más.
Hice detener un coche que pasaba velozmente por delante del Casino. Subimos. Cuando el cochero preguntó dónde debía conducirnos, no supe, al punto, qué contestarle. Pero de pronto, percatándome de que el individuo que estaba a mi lado, completamente mojado, no podía ser admitido en ningún buen hotel, y sin sospechar siquiera, dada mi condición, la existencia de alojamientos equívocos, grité al cochero:
– ¡Llévenos a cualquer hotel! Indiferentemente, el cochero puso en movimiento el vehículo. A mi lado, el desconocido guardaba silencio, mientras las ruedas traqueteaban y la lluvia azotaba con furia los cristales. En el interior de aquella caja obscura como un féretro, yo también, tenía la sensación de acompañar a un cadáver. Intenté imaginar algo, dar con alguna palabra que mitigara el horror de la muda y tenebrosa contigüidad. Nada se me ocurrió. Pocos minutos más tarde se detuvo el vehículo; bajé yo la primera, y pagué el viaje al cochero, mientras mi acompañante cerraba la portezuela. Nos hallábamos frente a la puerta de un pequeño hotel desconocido. Una marquesina de vidrios nos protegía contra la lluvia que continuaba cayendo con angustiosa monotonía en la noche impenetrable.
Cediendo a su pesadumbre, mi acompañante se apoyó contra el muro involuntariamente. Su sombrero, sus ropas, empapadas en agua y completamente arrugadas, chorreaban. Producía la impresión de un náufrago al que acaban de salvar la vida. Alrededor del espacio reducido que ocupaba su cuerpo formóse un pequeño charco. No obstante, él no hizo ni el mínimo gesto para sacudir el agua, ni escurrir el sombrero, ni secarse las gotas que le resbalaban por las mejillas. Estaba en absoluta pasividad. No alcanzo a explicarle hasta qué punto me impresionaba semejante actitud de anonadamiento.
Empero, algo había que decir. Metí la mano en mi cartera.
– Tome estos cien francos -dije-, alquile una habitación y regrese mañana a Niza.
El, con estupor, me miró.
– Le vi en la sala de juego -agregué, observando su vacilación-. Sé que lo ha perdido todo y temí que tratara de hacer un disparate. No es para nadie una deshonra el aceptar una ayuda… ¡Vaya, tome!
El rechazó mi mano con una energía que hasta entonces no sospeché.
– Eres buena -dijo-, pero no tires tu dinero. Ya no hay por qué ayudarme. Que duerma o no esta noche, me es indiferente. Mañana todo habrá concluido. No hay para qué ayudarme.
– ¡No, tiene que aceptar esto! -insistí-. Mañana pensará de otro modo. Ahora, entre y acuéstese. A la luz del día las cosas suelen cambiar de aspecto.
Mas, casi con violencia, tornó a rechazar mi mano.
– Deja -exclamó aún sordamente- Esto ya resulta estúpido. Prefiero acabar conmigo, allá, en la playa, antes que manchar de sangre la habitación de un hotel. Cien francos no significan para mí ninguna ayuda. ¡Mil tampoco! Mañana regresaría a la sala de juego y no me iría hasta haberlo perdido todo. ¿Para qué, pues, empezar de nuevo? Ya tengo suficiente.
No podrá nunca imaginarse en qué forma aquella tenebrosa manera de hablar me oprimía el corazón. Fíjese en mi situación. A dos pasos de usted se halla un hombre joven, rebosante de vida, y usted sabe que, si no pone en juego todos los recursos, aquel trozo de juventud que piensa, habla y palpita, será un cadáver dentro de dos horas. Un colérico impulso, una suerte de furia incontenible me movió a concluir con aquella insensata resistencia. Le agarré del brazo:
– ¡Basta de tonterías! Usted subirá ahora mismo; alquilará un _cuarto y mañana por la mañana vendré a buscarle para acompañarle a la estación. Tiene que salir de aquí. No me sentiré tranquila hasta que le vea en el tren. Cuando se es joven no se desprecia la vida sólo por haber perdido unos cientos o miles de francos. Es una cobardía, un estúpido acceso de pundonor producido por la ira y la amargura. Mañana me dará la razón.
– ¡Mañana! -repitióme él, con acento aún más tenebroso e irónico-. ¡Mañana! ¡Si yo mismo lo supiera!… Incluso estoy sintiendo curiosidad por saberlo. No; vete a tu casa, amiga mía; no te preocupes por mí, ni gastes tu dinero.
No pude dejarlo, empero. Era aquello como una obsesión, una furia que me acometía. Violentamente le agarré la mano y dejé en ella unos cuantos billetes.
– Tiene que tomar este dinero y subir inmediatamente.
Diciendo esto, oprimí el timbre con decisión.
– Ya he llamado. En seguida saldrá el portero. Suba usted. Acuéstese. Mañana a las nueve, le aguardaré aquí mismo, ante este hotel, y le acompañaré hasta la estación. No se preocupe. Yo le facilitaré lo que sea necesario para llegar a su casa. Pero ahora váyase a descansar y no piense en nada.
En este instante se oyó dar una vuelta a la llave, y el portero abrió:
– Ven -dijo él, entonces, de súbito, con voz dura, enérgica y amarga. Y cual si fuesen de acero, sus dedos crispados aprisionaron mi mano. Me estremecí toda asustada; quedé como paralizada, herida por el rayo; perdí la conciencia de mí misma. Quise apartarme…, desasirme… mas no tuve voluntad. Y yo:… usted lo comprenderá… experimentaba el bochorno y la vergüenza de tener que luchar con un desconocido frente al portero que allí estaba aguardando impaciente. Y así… me vi repentinamente dentro del hotel; quise decir algo, pero la garganta no me obedecía… Aquellos dedos no soltaban mi mano… advertí vagamente que subía por una escalera… Escuché luego el ruido de una llave… Y, de pronto, me vi sola ante aquel desconocido, en el cuarto extraño de un hotel cuyo nombre ignoro todavía…