– ¿Alguien quiere postre?
¿Cómo no va a querer un postre un hombre al que han escatimado un plato en su propia mesa? Pero se contentó con otro sorbo de vino, dejando que hablara el muchacho.
La mujer se levantó y fue a la puerta de la terraza trasera, que miraba al norte, donde solía guardar las cosas que no cabían en el frigorífico. Cuando oyó que la chica dejaba los platos en el fregadero, la llamó y ambas deliberaron en voz baja. El detective vio que su mujer iba al armario de la vajilla y sacaba los boles menos hondos. Macedonia no, por favor, ni tampoco uno de esos insípidos budines que son todo miga.
El detective levantó la botella para ver lo que quedaba. Valía más terminarlo: era un vino demasiado bueno para dejarlo destapado toda una noche.
La mujer puso en la mesa cuatro copas pequeñas y la cosa empezó a tomar buen cariz. ¿Qué se sirve con vino dulce? Pero era realista y prefería no hacerse ilusiones. Esto podía ser otro intento de distracción: quizá no eran más que unos almendrados; pero entonces la chica apareció en la puerta de la terraza con una fuente en la que descansaba un óvalo marrón oscuro. El detective apenas tuvo tiempo de pensar en Judit y en Salomé antes de que tres voces gritaran al unísono:
– Mousse de chocolate. Mousse de chocolate.
Y, al levantar la mirada, Brunetti vio que su mujer sacaba del frigorífico un gran bol de nata.
Al cabo de un rato, un Brunetti saciado y una Paola satisfecha se hallaban sentados en el sofá. Él se sentía un hombre virtuoso por haberse abstenido del vino dulce y también la grappa que se le ofreció en su lugar.
– Me ha llamado Assunta -dijo ella.
– ¿Qué Assunta? -preguntó él con extrañeza, cruzando los tobillos sobre la mesita de centro.
– Assunta de Cal.
– ¿Y eso por qué? -preguntó él.
Entonces recordó que los paneles de vidrio estaban hechos en el fornace del padre y pensó que quizá Paola deseara ver más trabajos del artista.
– Está preocupada por su padre.
Brunetti iba a preguntar qué podía eso tener que ver con él, pero sólo dijo:
– ¿Por qué razón?
– Dice que está cada vez más violento con su marido.
– ¿Violento-violento o sólo violento de palabra?
– Por ahora, sólo de palabra, pero ella teme, y creo que lo piensa de verdad, que el viejo pueda hacerle algo.
– Marco debe de tener treinta años menos que De Cal, ¿no? -Ella asintió y Brunetti prosiguió-: Pues puede defenderse o salir corriendo. Aunque, por lo que recuerdo del viejo, tampoco tendría que correr mucho.
– No es eso -dijo Paola.
– ¿Pues qué es entonces? -preguntó él suavemente.
– Tiene miedo de que su padre se meta en dificultades, que le haga algo. Que le pegue, qué sé yo. Dice que nunca, nunca en la vida, lo había visto tan furioso, y que no sabe por qué.
– ¿Qué cosas dice el viejo? -preguntó Brunetti, que sabía por experiencia que a veces los violentos pregonan sus intenciones con la esperanza de que les impidan llevarlas a cabo.
– Que Ribetti es un granuja, que se casó con ella por el dinero y para apoderarse del fornace. Pero, según Assunta, eso del fornace sólo lo dice cuando está borracho.
– ¿Qué persona en su sano juicio querría hacerse cargo de un fornace de Murano hoy en día? -preguntó Brunetti con vehemencia-. Y menos una persona que no tiene experiencia en la artesanía del vidrio.
– No lo sé.
– ¿Por qué te ha llamado?
– Para preguntar si podría ir a hablar contigo -dijo Paola, que parecía un poco incómoda al trasladar la petición.
– Claro que sí, que venga -dijo Brunetti, dándole una palmada en el muslo.
– ¿Serás amable con ella?
– Sí, Paola -dijo él inclinándose para darle un beso en la mejilla-. Seré amable con ella.
CAPITULO 6
Assunta de Cal llegó a la questura poco después de las diez de la mañana siguiente. Un agente llamó a Brunetti desde la entrada para decirle que tenía una visita y acompañó a la mujer al despacho del comisario. Ella se quedó de pie nada más cruzar el umbral, y Brunetti se levantó, fue a su encuentro y le estrechó la mano.
– Me alegro de que volvamos a vernos -dijo, utilizando el plural para evitar tener que optar entre el «tú» y el «usted».
Si en la galería ya le había parecido mayor que su marido, ahora el tono amarillento de la piel y el rictus de la boca acentuaban la impresión. Tenía el pelo recién lavado y se había maquillado, pero no podía ocultar el nerviosismo, o la ansiedad, que la dominaba.
Por lo visto, ella había decidido hacerle extensivo el tratamiento que daba a Paola y lo tuteó al agradecerle su amabilidad y su tiempo.
Brunetti la condujo a las sillas de delante de la mesa, le ofreció una y se instaló en la otra cuando ella se hubo sentado.
– Paola me ha dicho que querías hablarme de tu padre.
Ella estaba erguida en la silla, como una colegiala llamada al despacho del director para recibir una reprimenda. Asintió varias veces.
– Es terrible -dijo al fin.
– ¿Por qué lo dices, Assunta?
– Se lo expliqué a Paola -dijo con reticencia, como si le doliera o la violentara repetirlo, o quizá porque confiaba en que Paola se lo hubiera contado todo.
– Me gustaría que me lo explicaras a mí también -la animó Brunetti.
Ella hizo una profunda inspiración, apretó los labios, abrió la boca para lanzar un suspiro y empezó:
– Dice que Marco no me quiere, que se casó conmigo por mi dinero. -No lo miraba al decirlo.
Brunetti comprendía que se sintiera violenta al repetir la observación implícita de su padre acerca de su poco atractivo personal, pero éstas no eran las amenazas de que le había hablado Paola.
– ¿Y realmente tienes dinero?
– Eso es lo más disparatado -dijo ella mirándolo y alargando la mano, pero la retiró antes de tocarle el brazo-: No tengo dinero. Tengo la casa que me dejó mi madre, pero Marco tiene la de la suya, en Venecia, que es más grande.
– ¿Quién vive en esa casa? -preguntó Brunetti.
– La tenemos alquilada.
– ¿Y el alquiler os hace ricos?
Ella se rió.
– No. Él la ha alquilado a su prima, que vive allí con su marido. Pagan cuatrocientos euros al mes. Eso no hace rico a nadie.
– ¿Tienes ahorros? -preguntó él, pensando en los muchos casos que había oído contar de personas que reunían una fortuna guardando todo lo que ganaban.
– En absoluto. Gasté casi todos mis ahorros cuando hice restaurar la casa que heredé de mi madre. Pensaba alquilarla y seguir viviendo con mi padre, pero entonces conocí a Marco y decidimos vivir en nuestra propia casa.
– ¿Por qué optasteis por vivir en Murano en lugar de Venecia? -Por lo que Vianello le había contado acerca del trabajo de Ribetti, el ingeniero debía de pasar mucho tiempo en el continente, y el desplazamiento era mucho más fácil desde Venecia que desde Murano.
– Yo trabajo en la fábrica y, a veces, si hay algún problema, tengo que ir por la noche. Marco va a terra ferma varias veces por semana, pero puede llegar fácilmente a piazzale Roma desde Murano, y decidimos quedarnos allí. Además -añadió-, hace mucho tiempo que su prima vive en la casa.
Brunetti entendió que esto era una forma velada de decir que o bien que la prima no dejaría la casa sin un mandamiento judicial o que Ribetti no quería pedirle que se fuera. En realidad no importaba si era por una cosa o por otra, y Brunetti decidió cambiar de tema y, después de buscar la fórmula más conveniente para referirse a la futura herencia, preguntó:
– ¿Y en cuanto a perspectivas?
– ¿Te refieres al fornace? ¿Cuando muera mi padre? -dijo ella.